lunes, 11 de febrero de 2019

Los hilos que unen lo que somos (Un cuento de Marcelo Wio)





El bar Los Impolutos ya estaba casi vacío. Sólo quedaban Roberto y Andrés, de los habituales. A un costado había una de esas parejitas que caen de tanto en tanto, buscando el baño, el abrigo momentáneo a un chaparrón, o el anonimato de un local donde se tiene la casi certeza de que no va a aparecer ningún conocido – es decir, porque es un amorío. Aunque también recurren a esos territorios para romper una relación – la escena, si existe, queda restringida a un montón de miradas desconocidas; que es lo mismo que decir, queda neutralizada por el olvido.

Roberto y Andrés estaban en la mesa habitual junto al ventanal de la calle 8 de octubre. Recién se habían ido Carlos y Mario. Un rato antes habían desertado Luis, Oscar y Pedrito.
-Es perfectamente inútil. Pomposa y avaramente inútil, ese conocimiento - por llamarlo de algún modo, dijo Roberto, jugando con las migas de medialuna sobre la mesa.

-Como no sea para un periodista que cubre deportes – acotó Andrés, que fumaba mirando a través del ventanal.

-Y ni así, che. Ni así. Conocer de memoria el equipo de Deportivo Milonga es un acto inservible.
-Como no sea para recitarlo en una tertulia de bar o de radio. Da lo mismo, porque son la misma: a la primera se le ha visto el negocio. Fulano, Mengano, Zutano y Chirigano, de cinco Peripigano, y así, como si la voz recorriera un trayecto de colinas apretadas.

-Inanemente. Como si eso pudiera computarse como saber... Apenas es como pasar lista; una constatación mecánica, burocrática y triste.

-Sólo que en esta enunciación no responde nadie.

-Eso... Es más, sabés, me aventuro a decir que disminuye las posibilidades de progreso en una medida nada despreciable.Al pedo... – Roberto murmuró el final de la frase como si decirse supusiese admitir una derrota atroz.
Vilches, el mozo, los rescató apenas cuando llegó a llevarse las tazas y los platillos, y preguntó: ¿llueve o no llueve?
Cuando Vilches volvió hacia la barra, Roberto comentó, mientras se levantaba para irse: la climatología, eso es un saber relevante.
Se despidieron en la esquina. Por el sur parecía efectivamente que amenazaba lluvia.

****

-Se quedaron calientes, ¿no? – inquirió Mario, una cuadra después de haber abandonado el café.

-Sí. Me llamó la atención – respondió Carlos.

-¿El enfado en sí o que no se acordaran del Atlético Tamborini del 1965? Ambas cosas. Pero más el primero. Olvidarse a esta edad es lo esperable. A mí me pasa todo el tiempo. Lo otro... A cuento de qué se rebotó Roberto así - porque Andrés se hizo el enculado para no dejarlo sólo al otro, en evidencia; pura solidaridad.

-Cierto. Anda a saber qué mambo traía de casa.

****

-Roberto, ¿no te podés dormir?, preguntó su mujer, que encendió el velador y miró la hora en el reloj que había dejado apoyado sobre un libro.

-No.

-¿Pasa algo?

-No. No te preocupes Estela. Vos dormí.

-¿Es lo de la jubilación?

-No, Estela, no es nada.

-Cómo no va a ser nada, Rober, si no te podes dormir y hoy todo el día anduviste como si se te hubiera caído algo... Ay, ya sé: el julepe que se te metió con que tenés no se qué de la memoria…

-Nada, amor, dormí.

-Cómo te conozco, Rober. Como para no conocerte después de cincuenta y dos años. No tenés nada, Rober, es la edad; a mí me pasa todo el tiempo.Te preparo un tecito de tila.

-Estela, en serio, no te mole... ¡Uzandizaga, Benítez, Recova, Mastrangelo y Krasinski; Bertozzi, Zamora, Trobbiani y Giuliotti; Sosa y Nuncio!

-Qué decís, Roberto; no me preocupes, por el amor de dios.

-Los once hijos de puta que hoy no querían salir en el bar.

-No me digas que por eso andabas así. No te puedo creer...

-Quedé como un pelotudo... O como un viejo choto. Cómo no me iba a acordar de ese equipo... El chueco Trobbiani, che...

-Haceme el favor, Roberto. Cómo vas a quedar mal por una estupidez semejante… - dejo Estela llevando la mirada fastidiada hacia el cielo breve de la habitación y apagando la luz.

-No son estupideces, Estela. Son los hilos que unen lo que somos, lo que fuimos, con aquello que los amarra al tiempo y al nombre.

-No digas pelotudeces, Roberto, por favor. Es perfectamente inútil. Dormí, haceme el favor – y Estela se giró hacia la mesilla de luz para hacer lo propio.

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