lunes, 30 de noviembre de 2020

Qué se siente a metros del genio (World Soccer Digest, Japón)



 

Con treinta y nueve años de periodista profesional, me siento un privilegiado. Hay que tener mucha suerte para que el primer Mundial que me tocó cubrir, el de México en 1986, haya sido justo con la selección argentina campeona del mundo, y con las genialidades de Diego Maradona.  Pero como si esto no fuera suficiente, esa generación que ganó ese Mundial, y que cuatro años después llegó a la final de Italia 1990, es la mía, y cuando eso sucede, el acceso a los jugadores es distinto, es más simple, sumado a que en esos tiempos había mucha menos prensa y no existía internet y no había llegado la globalización. Ni aunque la selección argentina ganara un Mundial en Qatar 2022 podría ser lo mismo que en México porque la distancia generacional con los jugadores ya es muy amplia.  Pero creo, también, que Maradona transmitía una energía especial.

Hoy parece difícil creer que cuando la selección argentina llegó a instalarse en la concentración  del club América, en la ciudad de México, no sólo no era candidata a ganar ese Mundial sino que Maradona tampoco estaba en la lista principal de jugadores señalados para ser considerados como el mejor del torneo. Por encima de él estaban Zico, Michel Platini, y hasta Karl Heinz Rummenigge.  Yo era uno de los escasos periodistas argentinos que desde el primer día cubrió ese Mundial y era muy fácil hablar con los jugadores, que cada día, atravesaban un pasillo desde la concentración a las canchas de entrenamiento, y entonces nosotros nos acercábamos con nuestros grabadores y libretas para hablar con ellos y había tiempo de saludarlos y para charlar y así fue como pude conocerlo un poco más y bromear con él, porque su humor fue de menor a mayor en ese torneo.  Me tocó ser uno de los que lo rodeaban al salir para un entrenamiento cuando ya se había sumado la prensa extranjera, a partir de que la selección argentina avanzaba en el Mundial, y él empezó a cansarse de las persecuciones, especialmente de las cámaras de TV y los micrófonos cerca de la boca, y algo que fue lo que siempre soportó menos: que alguien le tocara el hombro de espaldas para hablarle o para que se diera vuelta. En esa ocasión, Maradona sintió el impulso de trotar y escaparse de todos pegando un salto para colocarse del lado de adentro de la cancha, de la que separaba un alambrado de poco menos de un metro de alto. Allí, muchos nos dimos cuenta, por primera vez, de su tremendo estado físico, de lo bien que estaba preparado para ese Mundial. Antes, la semana previa a comenzar el Mundial de México, yo estuve detrás del fotógrafo Gerardo Horowitz, de la revista “El Gráfico” (la más importante de Sudamérica), cuando intentó preparar una producción para la tapa del número siguiente con Maradona y Daniel Passarella –luego no jugó por una lesión-, los dos líderes, ambos con un enorme sombrero mexicano en la cabeza y posando juntos, pero fue una lucha, porque en esos tiempos ni se hablaban y no se tocaban tampoco, por un enfrentamiento interno que había comenzado apenas meses atrás.

Tuve la suerte de presenciar en el estadio Azteca aquel maravilloso segundo gol a Inglaterra por los cuartos de final, el mejor gol de la historia de los Mundiales, y en ese momento me lesioné en una pierna, porque en el impulso de los festejos, un colega argentino se cayó sobre ella desde el asiento de arriba, pero no importaba nada. También debo decir que festejé mucho el gol con “La mano de Dios”. Desde mi sitio, todos los periodistas pensamos que había sido con la cabeza y a nadie se le ocurrió imaginar que había sido con la mano. Eso lo supimos después.

Pero también tuve la oportunidad de verlo campeón otra vez en el estadio Azteca ante Alemania, y de entrar (aunque no estaba permitido para los periodistas) a un vestuario descontrolado por la cantidad de gente, y pude saludarlo (aunque fue imposible hablar por el vallado humano que lo rodeaba en los festejos) y verlo reaccionar apenas minutos después de haber recibido la Copa del mundo. Eso sí, Maradona dedicó el título a los “panqueques” (periodistas y críticos de la selección argentina que habían cambiado de opinión).  ¿Cómo olvidar mis lágrimas, a los 23 años, cuando el árbitro dio por terminada la final? Eso quedará para toda la vida.

En cambio, el Maradona de Italia 1990 ya era otro. Más enojado, enfurecido con los italianos porque estaba jugando como en su casa, pero sabiéndose resistido por gran parte de los hinchas en todo el país por la rivalidad norte-sur. Ya era bastante más difícil acercarse, pero en mi caso, había trabado una mayor relación con él durante la Copa América de Brasil en 1989. A la selección argentina le tocó jugar en la primera fase en Goiania, una ciudad pequeña cerca de la capital, Brasilia, y un Maradona con algunos kilos de más se quejaba conmigo, resignado, porque el presidente del Nápoli, Corrado Ferlaino, no quería transferirlo al Olympique de Marsella del entonces poderoso empresario Bernard Tapie. “¿Qué más puedo hacer en Nápoli? Ya gané un Scudetto, una Copa UEFA…no sabés la casa en la que me prometió vivir, con un parque, con una tranquilidad total, y necesito cambiar de aire, pero Ferlaino me dijo que si me venden, él tiene que renunciar o lo matan y tengo cuatro años más de contrato”, me decía.

Si bien su momento de plenitud fue cuando recibió la Copa del Mundo en México, o de satisfacción cuando eliminó a Italia en la semifinal de 1990, creo que hay momentos puntuales de la vida futbolística de Maradona que están relacionados con hechos sencillos. El día que lo vi más alegre en todos esos años fue cuando la selección argentina eliminó a Brasil en Turín por los octavos de final. Diego estaba mal físicamente, con una uña encarnada desde el inicio del Mundial, y con la rodilla inflamada, pero pudo darle el pase milagroso a Claudio Caniggia que definió el partido ante Claudio Taffarel luego de que Brasil estrellara tres tiros en los palos de Sergio Goycochea, y aún así, en aquella sonrisa plena en el pasillo a la conferencia de prensa, con una vincha finita roja en su cabeza, alcancé a felicitarlo por dos segundos en el pasillo, aunque había tardado demasiado en llegar a la zona. En aquel tiempo pensé que era porque se habría quedado hablando para la TV, pero no: era porque desde lejos, vio triste a su amigo y compañero del Nápoli, Careca, y cruzó corriendo toda la cancha para abrazarlo.

Después, tuve la posibilidad de dialogar con él en algunas ocasiones cuando regresó a vivir a la Argentina en 1991, cuando vivió años tormentosos, pero más aún, en el Mundial de Estados Unidos, cuando broméabamos en el Babson College de Boston, lugar de la concentración argentina. En ese tiempo, él estaba especialmente enfocado en el fracaso de Colombia en otro grupo, porque Argentina venía de aquella durísima derrota de 5-0 ante Colombia por la clasificación, y en Buenos Aires (aunque Maradona no jugó ese partido). Nunca lo vi tan triste como aquel día que fue excluido del Mundial y que dijo “Me cortaron las piernas”. Yo estaba a unos metros y otra vez, como si eso me hubiera dado tranquilidad de espíritu, llegué a darle la mano, como diciéndole “Aquí estoy”. Me la devolvió en silencio.

Luego fue todo un poco más fácil para mí (aunque siempre me gustó tomar una prudente distancia) desde que escribí un libro sobre él, “Maradona, rebelde con causa” (1996), que leyó y no sólo le gustó, sino que a los diez días de la aparición de mi libro, concedió una entrevista al diario “Clarín”, el de mayor circulación de la Argentina, cuyo título fue “Yo soy un rebelde con causa”, claramente influido por el libro, que sé que le gustó. La editorial necesitaba tranquilidad sobre el uso, en la tapa del libro, de la palabra “Maradona”, por una cuestión de derechos. Decidí llamarlo a la casa (no existía el teléfono celular), y cuando comencé a dejarle un mensaje en el contestador automático y dije mi nombre, atendió, y me dijo “Fiera, no te preocupes, sos amigo te Pablo y conmigo jamás tendrás un problema por eso”. Quise insistirle porque no había nada firmado pero me di cuenta de que él iba por otro lado. La formalidad no le interesaba. Estaba en juego su palabra y bastaba. Y así fue. Jamás tuve un mínimo reclamo en 34 años.

Mi último gran recuerdo ocurrió en Brasil 2014. Él hacía diariamente, en el centro de Radio y TV un programa para el canal latinoamericano “Telesur” con el reconocido periodista Víctor Hugo Morales –el autor del relato más famoso de su gol a Inglaterra en 1986- y fui para hablar algo con Morales, que era columnista del mismo diario que yo, “Jornada”. Recuerdo la multitud que había alrededor del estudio. La productora del programa me hizo pasar cuando ya terminó (eran las 12 de la noche) y cuando Morales y Maradona se sacaban los micrófonos,  iba llegando a la mesa y Morales le dijo a Maradona “Mirá quién está acá”, y Maradona me abrazó con una alegría que no me voy a olvidar nunca y es la que me llevo para siempre.

Cuando me preguntan si alguna vez, Lionel Messi puede llegar a ser como Maradona,  me suelo resistir a esa clase de comparaciones cuando se trata de tiempos, tecnologías, preparaciones físicas, rivales, compañeros y contextos distintos, y hasta orígenes sociales distintos y vidas distintas. Messi nunca jugó una liga argentina y le falta, entonces, ese “calor” del hincha argentino, aunque  pudo vencer muchos prejuicios y me pregunto qué habría pasado si en 2014 hubiera ganado la Copa del Mundo en el Maracaná, con la rivalidad que hay con Brasil. Messi es más eficaz, sin dudas, pero estéticamente, como Maradona no hubo. Lo primero que me sale del corazón es decirle “Gracias por tanto, Diego”.

 

 


No hay comentarios: