lunes, 15 de julio de 2019

14 de Julio de 1990 en París




Sucedió un 13 de julio, hace 29 años ya. Volvía muy cargado del Mundial de Italia 90. No era como ahora. A los periodistas nos llenaban de regalos. Los stands del centro de Prensa eran espectaculares. Había de todo y como en botica. Desde pizzas para degustar hasta los clásicos panini y tramezzini de distintos gustos. Todo gratis. 

También, representantes de cada región italiana, por si queríamos hacer turismo. Entre esos stands, hubo uno, muy bien puesto, de Telecom Italia, donde muchos periodistas argentinos conocimos a la gran Giuseppina, una mujer que trabajaba allí y que era la encargada de las conexiones cuando queríamos llamar a nuestros medios o familiares. No era como ahora. Les cuento de una época (parece mentira) sin internet, apenas con el teléfono, el télex (que escupía las cintas amarillas picadas), y era incipiente el fax. 

Giusseppina nos tomó tanto cariño, que viendo lo que se gastaba en hotelería y comunicaciones, nos propuso que fuéramos a su casa, y así lo hicimos junto a distintos colegas (uno ya fallecido, que trabajaba en la revista “Gente” y otro sigue hoy en Clarín). Allí, además de que profundicé mi italiano al punto de volver al país hablando hasta con los subjuntivos (Giusseppina me siguió llamando cada sábado a la tarde para ver cómo estaba y mis familiares no entendían de dónde yo había aprendido tanto italiano), conocí a un gran artista, amigo de Giusseppina. Un gran pintor llamado Giorgio de Canino, tunecino, quien a cada uno de nosotros nos dibujó un excelente retrato.

Retornaba, entonces, de todo aquello. De más de cincuenta días en tierras italianas no cargado, sino recontra cargado de todo. Los regalos recibidos (botellas de vino regional, aceites, camisetas, libros, revistas de las delegaciones), mi propias cosas con las que había viajado originalmente, y, enrollado, el cuadro de Giorgio con mi retrato. 

No quiero exagerar pero eran como siete bultos. Mi plan era regresar en tren a París, donde nunca había estado, quedarme cuatro días en casa de amigos, para luego regresar a Madrid en otro tren y en la capital española, emprender el regreso a Buenos Aires.

En París me esperaba la hermana de un amigo, conocida de la familia, que vivía con el novio. Me había comunicado con ella (argentina), desde otro sitio que parecía inverosímil, la llamada “Carrozza Stampa”, un vagón de prensa que tenía cada tren durante el Mundial, con comida libre, sala de videocasetes para ver los partidos, azafatas, pantalla gigante y teléfonos empotrados para llamar al exterior gratuitamente, y la llamada sólo se cortaba cuando se atravesaban túneles o zonas montañosas, mucho antes de la era del celular. Había comentado que ese día, sábado, llegaría a París y la respuesta fue que me esperaría, junto a su pareja, en la estación.

En efecto, el tren llegó a París una tarde de un calor infernal. Llegaba contento. Por fin conocería París y ni bien el tren había partido de Roma, descubrí en mi bolso unos sándwiches que sin decirme nada, Giuseppina puso junto a bebidas y unas frutas. Me ayudaron a bajar los bultos en la Gare de Lyon, pero no alcanzaba a divisar a la hermana de mi amigo, por lo que un changarín con el guardapolvo gris de la estación y un pin que decía “SCNF” (el nombre de los trenes franceses) arrastró en un carrito los bultos hasta la sede de la estación, y como mis amigos seguían sin aparecer, los puso en dos armarios con clave. Me mostró como funcionaban, sacó las dos tiras con códigos de 10 cifras cada uno, me los dio. Le entregué una propina y se fue.

Ya liberado de tanto peso y con el bolso de mano con los documentos personales, traté por todos los medios de comunicarme con la chica argentina. Llamé a su casa,  y encontré este mensaje en el contestador: “Nos fuimos unos días afuera, dejanos tu mensaje”…no lo creí. Me pareció que podía ser un mensaje viejo. 

Comencé a pensar (eran alrededor de las 15) que podría existir la chance de no dormir en aquella casa y tenía que idear un Plan B. Por las dudas, como tenía la dirección de su casa, y la estación comunicaba con el metro, me fui hasta esa zona donde había un mapa con luces que al apretar el nombre de la estación buscada, se encendían. Busqué allí la dirección y noté que un tipo bastante grandote me iba desplazando del mapa. 

Quise irme y entonces iba a agarrar el bolso que había puesto entre mis piernas, pero no lo veía…hasta que me di cuenta de que no estaba más. Me lo habían robado…allí tenía mi pasaporte argentino, el pasaje de regreso desde Madrid a Bs As, todas las tarjetas de los periodistas que conocí en ese Mundial, algunos casettes y otras cosas que ya ni recuerdo. Mi desesperación era total. Corrí hacia las bocas de acceso a la estación pero no vi nada. Resignado, daba vueltas pensando cómo hacer y qué pasos seguir. Llamé desde una cabina a mis padres en Buenos Aires para que me emitieran de nuevo el pasaje pero el otro problema era el pasaporte. El lunes a la tarde tenía que regresar a Madrid para tomar el avión de regreso a la Argentina y ya parecía imposible.

Para colmo, ya ni sé por qué, el pasaje había sido comprado en la localidad de Monte Grande, en la provincia de Buenos Aires. Comencé a pensar a quién conocía en París para solicitar ayuda mientras me comentaron que podía realizare la denuncia policial allí mismo, en la estación. Recuerdo que quien me tomó la denuncia me preguntó “¿Usted sabe qué fin de semana es este? Es el del 14 de julio, la fecha más importante del año, y hay mucho delincuente suelto, debe tener cuidado” y me dijeron que mi pasaporte probablemente aparecería en cualquier alcantarilla o tacho de basura, que estuviera atento. Ya con el estómago revuelto, y teniendo que tomar muchas medidas en poco tiempo, decidí ir a los armarios a buscar algo a otro bolso. Tomé mis dos tickets con ambas claves de 10 cifras. Intenté abrir el primero…pero no abría. Me dije a mí mismo que tenía que calmarme, que por estar alterado no podía abrir, y fui despacio, cifra a cifra…pero no abría. 

Me parecía ya una pesadilla, y entonces consulté a otra persona que estaba abriendo su armario, que qué podía ocurrir. “Acá es todo automático, así que si no podés abrir es porque ya cambió la clave y es otra”. Ya no sabía si le estaba entendiendo bien y no quería poner en palabras lo que pensaba. “¿Qué quiere decir que la clave ya no es la misma?”, atiné a preguntar. “Que alguien abrió la puerta, se llevó lo que había, y puso sus cosas y al cerrar, le dio otra clave”. No podía ser. Nadie podía haber entrado al armario. Hice tal escándalo que terminó viniendo alguien de los armarios y ante mi desesperación me dijo “usted me dice qué hay en su armario, si es lo que usted dice, se lo lleva. Pero estoy haciendo una excepción porque no lo hago nunca”. Le dije con mucha seguridad, e hice hincapié en el cuadro con mi retrato. Estaba completamente seguro. El tipo abrió el armario…y no, no estaban mis cosas. Me faltaba la mitad de los bultos. No podía entenderlo. Pensé y pensé, le di mil vueltas a lo que había ocurrido, retrocedí decenas de veces en el tiempo, hasta que le comenté al encargado cómo llegué a los armarios, el changarín vestido de gris con el “SCNF”, y recibí como respuesta “Pero eso es trucho. No hay changarines así en esta estación”. Recién ahí entendí bien lo que había ocurrido. El tipo puso los bultos en dos armarios, recibió los tickets, memorizó una clave (la otra se ve que no pudo porque ya era mucho porque esa puerta sí la pude abrir), y cuando yo me alejé, regresó y se llevó todo. Me habían robado por segunda vez en una hora, y me habían desmantelado. 

Ya se me cerró el estómago. Me sentía mal y sin pasaporte ni la mitad de las cosas. Volví a la Policía de la estación a hacer la nueva denuncia y los tipos no lo podían creer. Tenía ya dos expedientes abiertos. Mi nueva atención estuvo centrada en dar con alguien que conociera en París. Y dándole vueltas al asunto me acordé de un periodista uruguayo que conocí en el Mundial porque su nombre era el de alguien muy reconocido en la política: Zelmar Michelini, igual que el del político uruguayo que habían matado en un atentado en Buenos Aires en la época de la Triple A. Resultó ser su hijo. Zelmar trabajaba en la agencia France Press, en París. No tenía sus datos pero fui al locutorio de la estación y pedí la guía telefónica. No tenía cambio y me había costado un Perú que me prestaran el teléfono. Encontré el número de la AFP. Llamé y me dijeron “acá no trabaja ningún Zelmar Michelini”. Era un equívoco. No era France Press sino una agencia de seguridad que usaba esas mismas siglas. No pegaba una. 
Tuve que recomenzar a pelear con los del locutorio por una nueva oportunidad. Esta vez llamé a la verdadera France Press y me dijeron que el colega “siempre está, pero como hoy es el acto del 14 de julio salió para ver los fuegos artificiales, vuelve como a las 20”. Conté lo sucedido y la misma telefonista me dijo que no había problemas, que me dirigiera por metro hasta la estación “Bourse” en la Place de la Bourse (la Plaza de la Bolsa), que presentara el documento abajo, que arriba me esperaría otro colega chileno, Jorge Torti. Le tuve que explicar que me tenían que creer, que no tenía forma de demostrar que yo era yo…me dijo entonces que viniera igual. 

Fui, me hice anunciar, y a partir de allí, lentamente vino la solución. Era de noche, me hicieron un lugar en la redacción, se quedaron los del turbo noche y me armaron una especie de cama allí, en un banco largo, me dieron chocolate de una máquina, mientras yo seguía llamando a los argentinos a su casa, por si regresaban., pero ya me sabía de memoria la frase del contestador y el disquito.  

A la mañana del sábado, me despertó un zamarreo. Era Zelmar Michelini, que había llegado con su esposa. “Vamos, lávate y apurate que tenemos turno con el cónsul argentino en Rue Cimarrosa”. No entendía nada. En pocas horas, Zelmar había conseguido que me atendieran fuera de horario en el Consulado, y le dijeron que yo necesitaba dos testigos de que yo era yo para que me hicieran un pasaporte provisorio que se tenía que romper al pisar Ezeiza. Recuerdo que mi primer contacto con la avenida de los Campos Elíseos fue casi de indiferencia. No tenía tiempo de mirar nada. Me fui a sacar fotos carnet y de allí, corriendo, al Consulado. Sábado y domingo los pasé en casa de Zelmar y recién el lunes, apareció la pareja argentina. Se les había olvidado de mi llegada.

Tomé el tren a Madrid, llegué al final de la tarde, tomé un taxi a la desesperada hacia la agencia de viajes. Cuando llegué, el tipo cerraba la persiana. Le grité desde la ventana que era yo, el argentino. Escuché un “¡¡¡Por fin, por fin, el argentino, el argentino!!!”. El tipo ya se iba, reabrió la persiana, y me dio el pasaje a Bs As, reimpreso, y subí nuevamente al taxi hasta Barajas. Llegué con la lengua afuera, y allí me esperaba Pablo, mi compañero de la revista “First”, de la tarjeta Diners, para la que cubrimos (junto al Beto Alonso) el Mundial. Él había estado 4 días con su familia en Barcelona, y me preguntó sonriendo “¿Todo bien?”.

Al llegar a Bs As, con un tremendo frío, y yo en remerita de manga corta, mis padres en Ezeiza me tiraron un gamulán antes de saludarme. Ah, de la mitad de mis valijas, el bolso, y el cuadro de Giorgio, no supe nunca más.

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