“Scuzi, scuzi”.
Los camareros pedían disculpas para poder pasar con sus bandejas en el bar de
un silencioso estadio San Paolo entre el puñado de periodistas argentinos abrazados
cayéndose al suelo. Pocos minutos antes, la selección italiana había quedado
eliminada de la final del Mundial de 1990 sin perder un solo partido y apenas
con un gol en contra, el que le había marcado Claudio Paul Caniggia esa misma
noche.
Cuando Sergio
Goycochea le contuvo el decisivo penal a Aldo Serena, que desató los festejos
de los jugadores argentinos, los jugadores “azzurros” se quedaron sentados en
el césped, sin poder creerlo, y no había manera de levantarlos.
Quienes
cubríamos el Mundial para medios argentinos, y los hinchas albicelestes que se
acercaron a alentar al equipo, habíamos vivido intensamente ese mes que duró el
torneo y era el momento de la descarga: la espera en los restaurantes mientras
atendían otras mesas sólo por nuestro acento, los papeles por debajo de la
puerta de la habitación del hotel y la inscripción de “domani 5-0”, los
insultos a Diego Maradona desde el mismísimo partido inaugural ante Camerún en
el San Siro de Milán, donde comenzó a explotar la rivalidad que el norte tenía
con el astro argentino del Nápoli y que venía ya de varias temporadas en la
Liga Italiana, porque los del sur, por primera vez, les habían arrebatado dos
scudettos.
Era evidente que
esa selección argentina no llegaba de la mejor forma al Mundial. La prensa
discutía a varios de los que integraban la lista de los veintidós definitivos y
había presionado para que estuvieran Ernesto Corti, Alberto Márcico, Juan
Gilberto Funes y especialmente, Ramón Díaz, aunque en una multitudinaria
conferencia de prensa, el presidente Carlos Menem admitió que pese a haber
hecho gestiones para que estuviera su coterráneo de La Rioja, “Maradona le bajó
el pulgar”. Por si faltara poco, a último momento se cayeron José Luis Brown
(por lesión) y Jorge Valdano (a quien Bilardo le había sugerido que regresara a
la actividad cuando ya se había retirado, pero terminó viéndolo fuera de forma
física).
La selección
argentina se estableció en el centro de entrenamiento “Fulvio Bernardini” de la
Roma, en Trigoria, 25 kilómetros al sur de la capital y este entonces joven
cronista definió con sus amigos que habían alquilado un coche (una “macchina”),
un camino regular: iría a buscarlos desde su hotel en la vía Barberini (centro)
en el metro hasta el de ellos en la vía Salaria, para seguir por la vía
Nomentana, tomar el Grand Raccordo Annullare (una circunvalación que podría
compararse con nuestra aveni8da General Paz), tomar la salida (“uscita”) 80,
vía Trigoria, y allí podíamos encontrar el tremendo movimiento de cámaras,
micrófonos, trípodes y libretas de todo el periodismo que cubría todo lo
referido a los entonces campeones del mundo.
Tras el último
entrenamiento antes de viajar a Milán para el partido ante Camerún, se produjo
este diálogo con Carlos Bilardo cuando ya los jugadores se dirigían al
vestuario.
-
Psssst
Carlos, Carlos
-
Ah
sí, sí, ¿qué necesitan?
-
Carlos,
juegan mañana contra Camerún, son los campeones del mundo, queremos saber
oficialmente el equipo.
-
Está
bien, ahí va: Pumpido, Simón, Lorenzo, Sensini, Fabbri, Sensini…
-
Perdoname,
pero ya dijiste a Sensini
-
Ah
bueno, entonces había dicho Lorenzo, Fabbri, Ruggeri, Basualdo, Sensini
-
Perdoname
Carlos, pero ya habías dicho Sensini otra vez
-
¿Pero
cuántos jugadores dije?
-
A
ver….
-
Bueno,
¿empezamos de nuevo?
Bilardo estuvo repitiendo varias veces el nombre de
los jugadores y siguió repitiendo siempre alguno hasta que por fin aparecieron
Batista, Burruchaga y Maradona.
-
Bueno,
me voy al vestuario…
-
No,
pará Carlos, falta uno, yo tengo anotados diez
-
¿Cómo
diez?
-
Sí,
falta alguien arriba. Vos terminaste la
formación con Maradona, pero…¿de punta, quién?
-
Ah,
sí, faltaba el punta: va Balbo
El impacto fue
brutal. Todo el mundo esperaba a Claudio Caniggia como titular y muchos nos
metimos raudamente en el salón de gimnasia donde un despreocupado Maradona
hacía ejercicios, hasta que se enteró de la alineación y bramó, aunque luego
todo se solucionó.
Ya en Milán, el
trabajo fue intenso desde la llegada. El día anterior al partido inaugural,
Menem le entregó un pasaporte diplomático a Maradona en una ceremonia con
varios funcionarios presentes, algo que el gobierno argentino de entonces
reforzó con una solicitada en la mayoría de los diarios italianos con la frase
“Argentina, un mundo de oportunidades” y otras como “La calidad no es producto
de la casualidad”, y ”Los argentinos trabajan con placer hasta en domingo”.
Después llegó el
partido y el aliento de los milaneses con el atronador “Forza, Camerún”, la
derrota inesperada y aquella frase d Bilardo a los jugadores acerca de que si
el equipo queda eliminado “nos tenemos que disfrazar de árabes” y que “prefiero
que se caiga el avión”.
Este joven
cronista cubría su segundo Mundial, esta vez para un diario de la Patagonia y
una lujosa revista de una tarjeta de crédito y comenzaba a acostumbrarse a la
rutina romana de Trigoria y del Centro de Prensa “Gaetano Scirea” en el Foro
Itálico, a metros del Estadio Olímpico, que sería sede de la final, y se iría
adaptando a las comidas rápidas de los panini o tramezzini (sándwiches), el
suco di Pommodoro (jugo de tomate), o las porciones de pizza, en tiempos sin
telefonía celular ni internet y en el que asomaban, por primera vez en un
torneo como éste, computadoras fijas, con el sistema Word, aunque la modalidad
era escribir los artículos, imprimirlos y llevarlos al escritorio técnico para
poder enviarlos vía fax a la Argentina.
En una de las
tantas caminatas por el Centro de Prensa, conversando con un colega y
compatriota, un señor bastante robusto nos detuvo al escuchar nuestro acento y
tras confirmar nuestra nacionalidad, nos preguntó si nos podía hacer una
consulta futbolera: “¿por qué no está Marcicó aquí?”, en un tono evidentemente
francés. Luego remató: “Yo vivo en Toulouse y cada fin de semana es un festival
allí. No comprendo cómo no juega este Mundial”. Tras ensayar alguna
explicación, nos dio su tarjeta de presentación: Just Fontaine, el máximo
goleador de un torneo Mundial, el de 1958.
La selección
argentina había pasado a duras penas a los octavos de final, al punto tal de
que Maradona llegó a manifestar en Trigoria que “sólo un milagro” podía salvar
al equipo, cuando como tercero de grupo, debía enfrentar a Brasil, primero del
suyo, en Turín. Y hacia allí fuimos en tren, con unas comodidades que nos
parecía deslumbrantes: simplemente había que trasladarse hasta la estación
central de Roma Términi (muy cerca de nuestro hotel), buscar la llamada Sala
“Disco Verde”, mostrar la acreditación al Mundial, y nos alojaban en la
“Carroza Stampa” (vagón de prensa), que contaba con aire acondicionado (en
pleno verano), teléfonos fijos sin costo para llamar al exterior, camareras,
todo tipo de comidas, y pantallas gigantes para ver todos los partidos del
torneo en videocasettes. Hasta el final del torneo, hubo más de un colega que
ante nuestra sugerencia, pensó que estábamos delirando. Pero fue cierto. Tanto,
que al eufórico regreso de Turín pudimos ver el gran clásico Alemania-Holanda
(que además, significaba un pequeño Inter-Milan porque tres de los primeros
jugaban para los germanos, y tres de los segundos, para los oranges), con el
arbitraje de Juan Carlos Loustau, que expulsó a Frank Rikjaard y a Rudi
Vöeller, por agresión mutua.
Italia también
avanzaba, y a paso firme, aunque habíamos estado en el Olímpico de Roma, en una
noche en la que nos invadieron bichos de toda laya que casi nos impedían ver el
partido ante el Uruguay del Maestro Oscar Tabárez, que le opuso tenaz
resistencia, aunque el arbitraje fue tan localista que un diario argentino
tituló al día siguiente “Italia 90 Uruguay 0”. Italia y Argentina ya estaban a
un partido de verse las caras, y el clima se iba poniendo espeso.
Este cronista
perdió sus documentos en el metro, cuando en el lleno del vagón alguna mano
rápida se deslizó por su bolsillo trasero, y a los pocos días, caminando por la
ciudad, recibió un golpe en la cabeza con un diario cerrado desde una moto que
se acercó a la acera, seguramente al divisar una remera que decía “Vamos
Argentina” y que nos habían regalado durante el Mundial, y que hacía referencia
al ya muy cercano Mundial de basquetbol que se organizaría en julio y que
ganarían los yugoslavos en el Luna Park.
Pero aquellos
pequeños sinsabores se compensaron con otro hecho: fue en el sector de las
cabinas telefónicas de la compañía estatal italiana del centro de prensa que
varios periodistas argentinos conocimos a una señora empleada allí,
Giusseppina, con la que congeniamos tanto, que terminó alojándonos en una
planta más abajo en su casa. Ella fue una excepcional anfitriona, nos llevó a
conocer el bohemio barrio del Transtévere y nos presentó a intelectuales y
artistas, como el genial tunecino Giorgio de Canino, que pintó una caricatura
de cada uno de nosotros, a modo de regalo.
El partido de
cuartos de final ante Yugoslavia nos permitió deslumbrarnos con Florencia, sus
palacios, sus monumentos, el río Arno,
el Ponte Vecchio, y nos dio el tiempo justo para sorprendernos con la
genialidad del David, de Michelángelo, aunque también hubo oportunidad para
distendernos de lo que nos esperaría con los penales cuando desde atrás, una
voz argentina advirtió que la célebre escultura acaso vendría bien en la
defensa para aportar en el juego aéreo.
Sergio Goycochea
aparecía para salvar al equipo argentino y certificar el pase a semifinales. Ya
había certezas: tocaría, por fin, Italia y en el San Paolo de Nápoles, y un
exultante Maradona sostenía aquello de que “se olvidan por 364 días de que los
napolitanos son italianos y querrán que lo sean contra nosotros”, lo que
desataría un terremoto.
Desde la tapa de
la tradicional “La Gazzetta dello Sport”, Cándido Cannavo se preguntaba si
Maradona se creía Garibaldi, y el gran líbero del Milan, Franco Baresi,
sostenía que el crack argentino “nunca fue un hábil declarante”. Uno de los
pocos que defendía al astro del Nápoli era Gianni Miná, el gran periodista de
la RAI estatal. Era la guerra desde los medios, preparando el clima para la
semifinal.
Franco Domenico,
del Corriere dello Sport, sostenía desde su columna titulada “Señores,
prohibido burlarse”: “La última especulación de Maradona es la más indigna. Pretende
imaginarnos incapaces de apoyar a la selección azzurra contra Argentina como
consecuencia de la esclavitud moral impuesta por Diego a todos los napolitanos.
Nosotros soñamos con un Maradona humillado. Cuando falló su penal contra
Yugoslavia, un grito de satisfacción y de desprecio se alzó de todos lados. El
deporte es noble competencia. Pero si se seca la vena de la ironía aún pesada
que la recorre, el deporte no sobrevive. Pretender involucrar a los napolitanos
en esta cruzada ideológica sobre Diego Maradona puede representar una crueldad:
ciertamente, es una estupidez. Pero estupidez aún más grande es sospechar que
los napolitanos sean incapaces de sostener y dar su aliento a Italia”.
El clima no
podía ser más caliente y tanto entre los jugadores como en el resto de los
argentinos que nos encontrábamos allí crecía el sentimiento de que “ahora sí
que no nos ganan de ninguna manera”, pero no más fue pisar Nápoles y que
llegara la alegría y la distensión. Bastaba decir la palabra “Argentina” para
que todo fuera positivo. Los autobuses se desviaban para facilitarnos el
camino, con la aprobación de todos los pasajeros. En los restaurantes, nos
atendían antes que al resto.
Tratar de salir
del Centro de Prensa del “Castello del Uovo” para llegar al estadio San Paolo
fue una auténtica locura de tránsito. Por momentos, temimos no llegar a tiempo.
Una vez que ingresamos y encontramos nuestra ubicación, apareció la respuesta
al dilema: ¿qué harían los tifosi napolitanos? Pero las tribunas estaban
divididas. Banderas que decían “Perdón Diego, te amamos pero hoy hincharemos
por Italia”, pero a la salida de los equipos, el “Diego, Diego” atronó y
Argentina parecía jugar en la Bombonera.
Hasta que
llegaron los penales, las atajadas de Goycochea a Roberto Donadoni y a Aldo
Serena, el festejo en soledad, y ya de regreso, en la madrugada, nos
preguntábamos con Pablo, mi compañero de cobertura, cuál sería la tapa de “La
Gazzetta dello Sport”, qué diría ahora Cándido Cannavo. Ni bien bajamos del
tren, fuimos al primer kiosco que encontramos y enseguida, el reconocimiento
del diario de color rosa a la figura de Maradona. Cuando atravesamos la puerta
del hotel, escuchamos inmediatamente el “Uy, ahí vienen”. Los trabajadores del
lugar sabían que se habían excedido con cargadas y temían lo peor.
Pero el Mundial
había terminado para los italianos esa misma noche de la semifinal. Nada tenía
sentido. Mientras escribíamos en el cetro de prensa, a nuestro lado y en todas
las mesas iban desmontando las computadoras y las metían en cajas y aún
faltaban tres días para que finalizara el torneo. Pero todo daba lo mismo. En
el primer entrenamiento de la selección argentina previo a la final, se
acercaron varios periodistas italianos. Uno de ellos dijo “pobres Maradona y
Caniggia, esto de anoche lo pagarán en la liga italiana que viene”. Los medios
calculaban que las pérdidas del negocio por la eliminación eran de alrededor de
1000 millones de dólares.
Se acercaba la
final y el clima contra la selección argentina se fue complicando cada vez más.
Tuve la chance de presenciar el ensayo de “Los Tres Tenores” (Plácido Domingo,
Luciano Pavarotti y Josep Carreras) en las termas de Caracalla, una experiencia
inolvidable, como para distender y respirar un poco. Lo que venía sería
estresante.
Todo valía. Los
medios explotaron día y noche que Raúl, el hermano de Maradona, había salido de
la concentración conduciendo un coche pero sin carnet, fue retenido y Diego
tuvo que acudir raudamente para pagar una multa. El coche fue secuestrado por
la fiscal Lucía Lotti y las imágenes inundaban la TV. Tuvo que intervenir el
agregado turístico de la embajada argentina, Luis Ruzzi, designado como
encargado de Relaciones Públicas de la delegación. “Pagué la multa y no hay
nada más que hablar del tema”, dijo un Maradona desgastado.
Desde la
delegación argentina partió otro enojo: la bandera que ondeaba en el mástil de
Trigoria había sido estrujada. El presidente de la Roma, Dino Viola, se acercó
entonces a la concentración. “Vino a controlar el estado de los platos, de los
vasos, de las sillas, del campo de juego. Parece que nosotros también tenemos
casas y sabemos comportarnos. Debe pensar que somos indios, que nos sentamos en el suelo. Aquí ha
habido una falta total de respeto. Debe haber algo contra mí, pero ¿qué tiene
que ver mi bandera? Quieren hacernos mal pero esto nos estimulará para llevarla
lo más alto el próximo domingo”. La sensación entre los argentinos era que la
guerra era total justo antes de la final contra Alemania.
Massimo Tecca,
corresponsal de una radio argentina, describió crudamente al equipo argentino
que llegaba diezmado al partido decisivo del domingo en el Olímpico. “Un
desocupado que no ve la hora de escaparse de Colombia (Goycochea), un
“repudiado” del Real Madrid (Ruggeri), tres jugadores en retroceso (Balbo,
Sesnsini, Dezotti), un anónimo del Bari (Lorenzo), un jugador que la Lazio no
quiere ver más, ni siquiera en fotos (Troglio) y otro que fue ofrecido al Betis
y que a cambio recibió silbidos (Calderón), pero tienen a Maradona”.
El fallecido periodista
rosarino Osvaldo Yorlano, parte de mi grupo, nos sorprendía eufórico luego de
uno de sus tantos llamados a la radio de su ciudad. “Me dicen que en este
momento hay una manifestación al Monumento de la Bandera contra mí, como
anti-Bilardo. Que hablen mal, ¡pero que hablen!”.
En las horas
previas a la final, los medios mostraban los sondeos con hinchas romanos sobre
su favoritismo para la final. Las mujeres preferían hablar de la pinta de los
alemanes, muchos otros, hinchas de la Roma, sostenían que preferían que ganen
los germanos “porque Hassler, Völler y Berthold juegan en nuestro equipo”. Lo
cierto es que casi nadie estaba con Argentina.
Me tocó sentarme
entre el tenor Carreras y sus hijas, y el colega Elio Rossi, y recuerdo haber
intercambiado impresiones, café en mano y durante todo el entretiempo, con
Osvaldo Soriano, de quien los colegas del diario “Il Manifesto” me contaron,
varios años más tarde en la vieja redacción de Piazza Spagna, que murió “de
tristeza por la Argentina”.
Al llegar a mi
hotel me enteré de que al día siguiente, el lunes 9 de julio, la embajada
argentina a cargo de Carlos Ruckauf preparaba un acto para la prensa.
Saboreando por fin empanadas, pudimos escuchar como desagravio a una cantante
argentina el tango de Eladia Blázquez “El corazón mirando al sur”. Era el
momento de volver a casa.