En los años 1930
hubo en Uruguay un jugador de fútbol que tenía el poder,
o la condena, del mimetismo. Absoluto. Y, evidentemente, los rivales no lo ven
porque se confunde con el césped (gatea a veces), el fondo de las gradas, con
los jugadores propios y contrarios.
Poco se sabe de él.
Entonces el deporte apenas si ocupaba unas páginas en el periódico del lunes. Y
las transmisiones de radio no llegaban a todas partes, y no todos tenían un
aparato de esos.
Lo que se conoce
del caso está fundado en testimonios, algún que otro artículo, y un par de
actas e informes de la Academia de la Ciencia y de la Federación de Balompié.
Según un cronista
que aseguraba haber entrevistado a sus padres, todo aquello comenzó a sucederle
de niño. Con cinco o seis años, en cuanto comenzó a ir al colegio.
Que fue
cuando también comenzó a experimentar la excitación de sus nervios, la ansiedad
de exponerse. Era muy tímido. Muy suyo. Decía el cronista que decían los padres
de Adelfo Tamborinni, que así se llamaba el jugador. Al principio creía que lo
evitaban sus compañeros de escuela, que lo ignoraban de la manera más vil. En
casa, al principio, no se mimetizaba. Mas, con el tiempo, el mimetismo comenzó
a ocurrir en todo momento, como si fuese un sistema autónomo que, una vez
iniciado, ya no pudiera detenerse. Una reacción de esas de retroalimentación
positiva. O algo por el estilo.
Nunca se supo bien
si Tamborinni jugaba bien al fútbol. Su ventaja inigualable prescindía de toda
habilidad. Incluso, lo eximía de seguir las reglas del juego. En lo que al
árbitro se refería, cuando Tamborinni llevaba el balón, no podía afirmar si lo
hacía con el pie o con la mano.
Previsiblemente,
cuando Tamborinni llegó a primera división del campeonato nacional de balompié,
arribó un momento en que las cosas fueron insostenibles. Y la controversia
leve, inicial, creció, al punto que todos los equipos rivales denunciaron su
presencia en los campos de juego como una “utilización de artilugios o
fullerías”, una trampa. La Federación de Balompié no sabía muy bien qué hacer.
A alguno se le ocurrió que una federación como esa no podía manifestarse sobre
una cuestión que trascendía el terreno de lo estrictamente deportivo.
Así fue que
intervino la Academia de la Ciencia, que decretó que se trataba de un ser
existente, humano, y que sencillamente tenía un trastorno de melanina
exacerbada – y que no era cualquier melanina, sino que se trataba de un amplio
abanico de colores y matices (algunos novedosos, afirmaron, lo que llevó a que
la Academia de las Artes reclamara su presencia para su estudio y que el
jugador, subsiguientemente los mandase a la reverendísima madre de todos los
lienzos). La particular melanina, según los científicos, reaccionaba, también
exageradamente, ante el estímulo del entorno.
Demás está decir que el Ministerio
de Defensa también quiso estudiarlo de cerca, mientras algunos generales más
belicosos ya imaginaban invasiones invisibles a los países vecinos.
Volviendo al concilio científico, la Academia, dictaminó que
se trataba de una reacción no controlada por Tamborinni. Además, concluyeron que el la frágil
composición nerviosa del joven, afectada ante cada encuentro, acrecentaba el
fenómeno (“En situación de tranquilidad, hemos podido llegar a adivinar un
contorno difuso”, decía una de las notas del informe).
Así pues, siendo la
particularidad algo completamente involuntario, en la federación resolvieron
que “su exclusión del campeonato sería una flagrante discriminación por su
condición, lo que supondría una violación del código de la esta Federación”.
“Por tanto, la Federación resuelve: No ha lugar a las imputaciones de los
clubes tales y cuales que militan en las primera división de la liga nacional”,
etcéteras de forma.
Al poco de tiempo
de aquello, Tamborinni dejó el fútbol. Unos dijeron que temía que los nervios
que padecía ahora por todo aquello, y el rechazo que sentía por parte de los
rivales, terminaran por hacerlo desaparecer del todo. Otros dijeron que con la
notoriedad por el caso, un circo yanqui lo contrató para que llevase en andas a
una muchacha con capa – que así parecía volar -, y otros engaños sin malicia.
Dicen
que se enamoró rotundamente de la joven, pero que esta le dijo que para estar
con alguien, a ella le gustaba poder verlo, que la comprendiera, qué tanto, que
ya bastante se había hecho la tonta y había dejado sin reprimenda las manos que
se escapaban rara vez accidentalmente mientras la llevaba en volandas en la
arena del circo.
Él comprendió pero, dolido en su ser mimético, se las tomó sin
más. Refieren que anduvo asustando pueblos en el Amazonas, pagado por
empresarios forestales y ganaderos. Y que lo mismo hizo al servicio de
contrabandistas. También se dice que
formó parte de un par de bandas de atracadores de bancos en el sur de Estados
Unidos.
Que lo pescaron – no se sabe cómo -, y que el servicio secreto
estadounidense lo utilizó para espiar a las delegaciones diplomáticas
extranjeras y a los políticos propios que opinaban con el lado equivocado del
cerebro. Poco más se sabe. Más bien, poco más se dice de sus supuestas andanzas.
Imagino que debe
haber muerto la muerte más solitaria de todas. La más impersonal. Nadie debe
haber encontrado su cadáver.
Por cierto. Jugaba
de cinco. Aunque en ese estado de invisibilidad, es mucho decir.