miércoles, 31 de enero de 2018

Mimetismo (Un cuento de Marcelo Wío)




En los años 1930 hubo en Uruguay un jugador de fútbol que tenía el poder, o la condena, del mimetismo. Absoluto. Y, evidentemente, los rivales no lo ven porque se confunde con el césped (gatea a veces), el fondo de las gradas, con los jugadores propios y contrarios.

Poco se sabe de él. Entonces el deporte apenas si ocupaba unas páginas en el periódico del lunes. Y las transmisiones de radio no llegaban a todas partes, y no todos tenían un aparato de esos.

Lo que se conoce del caso está fundado en testimonios, algún que otro artículo, y un par de actas e informes de la Academia de la Ciencia y de la Federación de Balompié.
Según un cronista que aseguraba haber entrevistado a sus padres, todo aquello comenzó a sucederle de niño. Con cinco o seis años, en cuanto comenzó a ir al colegio.

Que fue cuando también comenzó a experimentar la excitación de sus nervios, la ansiedad de exponerse. Era muy tímido. Muy suyo. Decía el cronista que decían los padres de Adelfo Tamborinni, que así se llamaba el jugador. Al principio creía que lo evitaban sus compañeros de escuela, que lo ignoraban de la manera más vil. En casa, al principio, no se mimetizaba. Mas, con el tiempo, el mimetismo comenzó a ocurrir en todo momento, como si fuese un sistema autónomo que, una vez iniciado, ya no pudiera detenerse. Una reacción de esas de retroalimentación positiva. O algo por el estilo.

Nunca se supo bien si Tamborinni jugaba bien al fútbol. Su ventaja inigualable prescindía de toda habilidad. Incluso, lo eximía de seguir las reglas del juego. En lo que al árbitro se refería, cuando Tamborinni llevaba el balón, no podía afirmar si lo hacía con el pie o con la mano.

Previsiblemente, cuando Tamborinni llegó a primera división del campeonato nacional de balompié, arribó un momento en que las cosas fueron insostenibles. Y la controversia leve, inicial, creció, al punto que todos los equipos rivales denunciaron su presencia en los campos de juego como una “utilización de artilugios o fullerías”, una trampa. La Federación de Balompié no sabía muy bien qué hacer. A alguno se le ocurrió que una federación como esa no podía manifestarse sobre una cuestión que trascendía el terreno de lo estrictamente deportivo.

Así fue que intervino la Academia de la Ciencia, que decretó que se trataba de un ser existente, humano, y que sencillamente tenía un trastorno de melanina exacerbada – y que no era cualquier melanina, sino que se trataba de un amplio abanico de colores y matices (algunos novedosos, afirmaron, lo que llevó a que la Academia de las Artes reclamara su presencia para su estudio y que el jugador, subsiguientemente los mandase a la reverendísima madre de todos los lienzos). La particular melanina, según los científicos, reaccionaba, también exageradamente, ante el estímulo del entorno. 

Demás está decir que el Ministerio de Defensa también quiso estudiarlo de cerca, mientras algunos generales más belicosos ya imaginaban invasiones invisibles a los países vecinos.

Volviendo al  concilio científico, la Academia, dictaminó que se trataba de una reacción no controlada por Tamborinni.  Además, concluyeron que el la frágil composición nerviosa del joven, afectada ante cada encuentro, acrecentaba el fenómeno (“En situación de tranquilidad, hemos podido llegar a adivinar un contorno difuso”, decía una de las notas del informe).

Así pues, siendo la particularidad algo completamente involuntario, en la federación resolvieron que “su exclusión del campeonato sería una flagrante discriminación por su condición, lo que supondría una violación del código de la esta Federación”. “Por tanto, la Federación resuelve: No ha lugar a las imputaciones de los clubes tales y cuales que militan en las primera división de la liga nacional”, etcéteras de forma.

Al poco de tiempo de aquello, Tamborinni dejó el fútbol. Unos dijeron que temía que los nervios que padecía ahora por todo aquello, y el rechazo que sentía por parte de los rivales, terminaran por hacerlo desaparecer del todo. Otros dijeron que con la notoriedad por el caso, un circo yanqui lo contrató para que llevase en andas a una muchacha con capa – que así parecía volar -, y otros engaños sin malicia. 

Dicen que se enamoró rotundamente de la joven, pero que esta le dijo que para estar con alguien, a ella le gustaba poder verlo, que la comprendiera, qué tanto, que ya bastante se había hecho la tonta y había dejado sin reprimenda las manos que se escapaban rara vez accidentalmente mientras la llevaba en volandas en la arena del circo. 

Él comprendió pero, dolido en su ser mimético, se las tomó sin más. Refieren que anduvo asustando pueblos en el Amazonas, pagado por empresarios forestales y ganaderos. Y que lo mismo hizo al servicio de contrabandistas.  También se dice que formó parte de un par de bandas de atracadores de bancos en el sur de Estados Unidos.

Que lo pescaron – no se sabe cómo -, y que el servicio secreto estadounidense lo utilizó para espiar a las delegaciones diplomáticas extranjeras y a los políticos propios que opinaban con el lado equivocado del cerebro. Poco más se sabe. Más bien, poco más se dice de sus supuestas andanzas. 

Imagino que debe haber muerto la muerte más solitaria de todas. La más impersonal. Nadie debe haber encontrado su cadáver.


Por cierto. Jugaba de cinco. Aunque en ese estado de invisibilidad, es mucho decir.

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