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Boca Juniors llegó a su décima final de Copa
Libertadores. La sexta en los últimos trece años, con lo cual se acerca a un
promedio de una cada dos años, una cifra espectacular que lo convierte, por
lejos, en el principal protagonista del fútbol sudamericano del siglo XXI.
No hay dudas de que Boca fue siempre un equipo “copero”
y que en los últimos tiempos lo ha ratificado ante cualquier clase de rival.
Sin embargo, este Boca de Julio César Falcioni reúne un aspecto extraño y es
que aunque pelea en los tres frentes, Copa Libertadores, Torneo Clausura y Copa
Argentina, no ha jugado de la misma manera en todos ellos. Al contrario, el
nivel fue absolutamente diferente, casi opuesto en muchos casos.
¿Por qué ocurre esto? Se ha debatido mucho sobre que
en Sudamérica, por las distancias geográficas que implican viajes largos, aclimataciones,
desgastes, jugar un torneo continental no es lo mismo que hacerlo en Europa, en
la Champions League y puede ser aceptable, pero en el caso de Boca, cuenta con
un largo plantel, con dos jugadores por puesto, y con la posibilidad de optar
por distintos protagonitas para las diferentes competencias.
Es el entrenador (Falcioni en este caso) el que debe
decidir cómo utilizar sus recursos y en qué momentos. La sensación, entonces,
es que en la Copa Argentina, en muchos casos con el equipo de gala, con sus
titulares, Boca apenas superó a equipos muy inferiores en planteles y en
recursos (deportivos y económicos) y que en el Torneo Clausura, tuvo la chance
de cortarse solo en la punta y que justamente puede perder el título, tras
haber sido el principal protagonista (y con sus rivales privilegiando en voz
alta el salvarse del descenso), tras haber resbalado, otra vez con sus
titulares, ante un muy débil Bánfield, hoy metido en la lucha por salir de la
Promoción y que de los últimos ocho partidos perdió siete y sólo empató con un
flojísimo Boca, con los mismos jugadores que ahora llegan a la final.
Entonces, ¿qué le sucede a Boca? Tal vez, que
psicológicamente apuntó tanto a la Copa Libertadores, que en los otros dos torneos
avanzó casi sin darse cuenta, por ser tuerto en tierra de ciegos, por la
absoluta crisis del resto de los grandes y el desgaste de Vélez Sársfield que
sufrió el mismo trajín pero con menos plantel, con menos recursos. No es casual
que los dos rivales en el Clausura sean Tigre y Arsenal. El primero, necesitado
de puntos en la temporada para no descender, acaparó tantos que ahora se
encuentra a las puertas de un título que nunca buscó. El otro, con buena
planificación y tranquilidad, fue sacando puntos con la calculadora y ahora se
encuentra con la cosecha de su larga siembra. Pero ninguno de los dos tuvo
ambición concreta de ganar el campeonato. Y aún así, Boca puede perderlo ante
ellos.
Pero todo cambia en la Copa Libertadores. Aunque la
prensa haya sobrevalorado (como en la Copa Argentina, como contra Bánfield en
el Clausura) un magro empate ante un débil Zamora de Venezuela. Boca pudo
recuperarse de eso, y de una derrota como local ante Fluminense en la fase de
grupos y como tiene con qué, puso todo su esfuerzo allí y demostró que cuando
se lo exige, cuando los partidos son ante rivales complicados y a veces en
escenarios complejos, aparece la mayor calidad, la firmeza defensiva, la
concentración, con un gran Riquelme y pese a un Mouche tan errático que hace recordar
a los tiempos de Rodrigo Palacio, aunque con mucho menos solidaridad y
equilibrio.
Cuando a Boca se lo exige de esta manera como la del
Fluminense o la Universidad de Chile, está ahí, responde, se afirma, mata y
apunta a lo más alto. Cuando el compromiso parece fácil o cuando aparece como
claro ganador, ahí es que los problemas se suman, el equipo no aparece tanto, y
responde en cuentagotas.
¿Un caso de psicólogo o simplemente hijo del rigor? Parece
más lo segundo que lo primero. Tiene para una cena opípara y se conformó con el
mejor plato de los tres. Así es este Boca, que tranquilamente puede ser campeón
de América por justicia y por tradición copera.
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