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Por estas horas se escribe mucho sobre Juan Román
Riquelme y es lógico. Su anunciado adiós a seguir jugando en Boca Juniors, el
equipo de sus amores, y la forma en la que lo hizo, ya entrada la madrugada, en
Brasil, y ante los micrófonos de los ávidos periodistas luego de un día de
versiones, enredos y derrota de una final de Copa Libertadores de América, le
agregaron la cuota necesaria de morbo y agrandaron la información a las letras
de molde.
No es para menos. Riquelme es, conceptualmente, el
último “diez” del fútbol argentino, si se entiende como tal al organizador del
juego, al reggista (como dirían los italianos para mencionar a otros similares
como Andrea Pirlo, o anteriormente a Roberto Baggio), al que se transformaba en
un DT pero dentro de la cancha, a quien tenía absoluta noción del juego, que
como bien escribió en Perfil el filósofo Tomás Abraham, no es lo mismo que
“enganche”, un puesto de los últimos años para designar a aquel jugador que se
coloca algo detrás de los dos delanteros de punta.
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