Hace años que los hinchas visitantes no pueden ver a
sus equipos en esa condición, pero fracasó el sistema del AFA Plus para
controlar la entrada de los violentos. Muchos partidos oficiales se juegan a
puertas cerradas, y en esa condición, Boca comenzará la próxima edición de la
Copa Libertadores por los hechos conocidos del gas pimienta y el Panadero ante
River en la edición 2015.
Según la ONG Salvemos Al Fútbol (SAF), con
estadísticas que debieron ser oficiales pero el Estado, desde siempre, se
desentendió del tema hasta transformarse en cómplice (ya sea en el nivel
nacional, provincial o municipal, según el caso), hasta el momento se registran
310 muertes por violencia del fútbol, de los cuales 208 corresponden a la época
de Julio Grondona como presidente (1979-2014), y los dos últimos, ya en la
actualidad con Luis Segura en el cargo.
Se han hecho aberraciones en el supuesto intento de
terminar con la violencia del fútbol, como ir a buscar a autoridades inglesas
que hayan combatido a los hooligans, cuando aquel fenómeno sólo se parece al de
las barras bravas pero tiene su propia etiología, al punto de que esos mismos
funcionarios, al llegar a la Argentina, sostuvieron que nada tenía que ver una
cosa con otra.
Lo claro es que en una sociedad violenta, y con una
agenda tan exageradamente futbolizada, difícilmente el fútbol no sea violento y
cuando el discurso más orientado va hacia el negocio, y se repite desde la
prensa con cinismo que sólo importa ganar, sería raro que los propios actores
no cayeran en su propio clima de violencia.
Lo ocurrido en Mar del Plata el pasado domingo entre
Estudiantes y Gimnasia, en el clásico platense que se anunciaba como amistoso
de verano, con una batalla campal que motivó la suspensión antes de tiempo, no
es más que un lamentable y reiterado ejemplo de los últimos tiempos.
Ahora son los jugadores mismos los que entran en el
terreno de la violencia, se pegan con toda la fuerza, son los estandartes de la
expresión más violenta sin necesidad de representantes folklóricos como en la
última mitad del siglo XX y no sólo puede notarse en los hechos de agresión
física sin ningún pudor siendo profesionales, sino que una vez terminada la
vergonzosa gresca, van en busca de su barra brava para festejar con ella, en
otra situación repugnante que certifica el tiempo absurdo que se vive.
Los jugadores de este tiempo han perdido los mínimos
requisitos éticos. Se burlan en forma directa ante cualquier victoria, se sacan
fotos y se viralizan en redes sociales enrostrándole la victoria a su ex
adversario, ahora enemigo, y si faltaba algo, se abrazan con los violentos de
la barra a los que expresan su genuflexa lealtad.
Los que siguen siendo hinchas de Estudiantes, y muy
lejos de las últimas victorias con Alejandro Sabella en 2009-10 o con Carlos
Bilardo-Eduardo Manera en 1982-83, conocen de aquel cinismo de los tiempos de
Osvaldo Zubeldía y ese fútbol al límite del reglamento, que llegó a acabar en
la cárcel de Devoto en aquella vergonzosa final intercontinental ante el Milan
en la Bombonera en 1969, cuando el arquero Alberto Poletti –suspendido de por
vida- le pegó una patada en la cabeza a Gianni Rivera, entre tantos otros
hechos deleznables. “Es el Estudiantes
de Zubeldía, no es el de La Plata”, decía, con firmeza, el fallecido periodista
Dante Panzeri, uno de los pocos que advirtió mucho tiempo atrás lo que podría
pasar hoy.
De aquellas grescas, entonces, estos lodos. Los que
hoy vienen del clásico platense trasladado a Mar del Plata, y ayer del gas
pimienta y de los jugadores de Boca practicando para intentar jugar el segundo
tiempo cuando minutos antes, sus colegas de River habían sufrido una agresión
en el vestuario visitante, y por si esto no fuera poco, saliendo a vengar
aquella descalificación también en el verano marplatense, sin importar quedarse
con ocho y dar una imagen lamentable.
Aquellos jugadores de tiempos pasados, cuando las
redes sociales no existían, tenían otra ética. Eran los protagonistas del
espectáculo, las estrellas, la condición sine qua non del fútbol (junto con la
pelota) y salvo broncas acumuladas y equipos al límite, las grescas eran
excepciones.
Hoy, no hay torneo de verano que alcance.
“Violencia” y “Fútbol” comienzan a parecerse cada vez más en la Argentina y
puede que simbólicamente sirva que el Gobierno nacional o provincial bonaerense
exijan a la AFA penas máximas a los infractores, pero no deja de ser puro
voluntarismo.
Es aceptable, incluso, que el Estado se haga cargo
de la seguridad en el fútbol como forma de controlarlo y quitarles a los
dirigentes deportivos de la responsabilidad cuando muchas veces (aún en
complicidad con los barras bravas) han pagado fortunas en los operativos, pero
la lista de admisión de los violentos no puede ser cosa de los clubes sino de
las diferentes policías zonales, aunque esto cueste reconocer que la Policía no
es precisamente colaboradora y necesita una profunda reestructuración y un
cambio total en su función, acabando con la corrupción.
Mientras tanto, la violencia sigue ganando espacio y
ya no alcanza ni con puertas cerradas, prohibición a los visitantes y
tecnologías de admisión fracasadas. Alcanza con mirar hacia el campo de juego.
¿Pensará por un momento Mariano Andújar que hace
apenas unos meses pasaba días tranquilos en el fútbol italiano y ahora apareció
boxeando y pegando patadas para la TV mundial en un clásico cualquiera de
verano? ¿Qué sentido tiene?
Tal vez ninguno, pero no parece interesarle a los
protagonistas. A ellos, en este momento, sólo les importa pedirse rápido perdón
con lágrimas de cocodrilo, como el arquero de Estudiantes y Nicolás Mazzola de
Gimnasia, sólo para conseguir una rebaja en las penas y no quedar suspendidos
para el torneo oficial.
Hasta la próxima gresca.
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