Si hubiera algo
más allá de esta vida (llamémoslo “cielo”, “paraíso” o como queramos),
seguramente en este momento, Luis Blanco estará reencontrándose con su querida
madre, a la que tanto admiraba, y que hace poco se le había ido. Y con su
padre, fallecido mucho tiempo atrás. Alternará seguramente con alguna que otra
guitarreada hasta el amanecer, donde alternará con sus amigos canciones que
escuchamos en la voz de Mercedes Sosa, o de Horacio Guaraní, o de Alberto
Cortés.
No querrá saber nada de la grieta política argentina, aunque mantendrá
firmes sus ideas y aunque alguno le planteará, posiblemente, por qué hizo tal
cosa y no tal otra, puede que los remita a su libro, escrito en los últimos
años, “Decir o no decir”, que puede leerse libremente en la web de FM Contacto
Las Parejas, http://www.contactoradio.net/libros/index.html#p=1
del que orgullosamente
formo parte y tuve la suerte de asistir a la presentación.
Luis ya no estaba
bien de salud, y no esperaba que me convocaran a la mesa, una vez iniciado el
acto con tanta gente presente, para que dijera algo sobre mi amigo. Me costó
mucho porque me quebré más de una vez pero lo saqué adelante porque me conocía
tanto que pidió que contara anécdotas del Mundial de Rusia, del que acababa de
regresar, y todo se fue para el lado más cómico, disparatado, porque creo que
con Luis estábamos predestinados para ser amigos.
Nos une el milagro de las
casualidades, desde la forma en que nos conocimos antes de iniciarse el Mundial
de México 1986, en el centro de prensa del hotel Presidente Chapultepec, como
un insólito encuentro años más tarde en las calles de París cuando ninguno de
los dos sabía siquiera que el otro estaba allí, o lo ocurrido en Moscú. Yo
salía al aire en su programa matinal cada día durante el Mundial y una tarde
(por la diferencia horaria con Argentina) lo hice desde las famosas tiendas
Gum, que dan a la plaza Roja. Llovía mucho y decidí quedarme para recorrer un
poco más las lujosas galerías y cuando paró, salí, caminé unas cuadras hasta el
túnel que da al metro, y me detuve porque vi una simpática imitación de Stalin,
Lenin y Putin, rodeados de gente, la mayoría, turistas, que se sacaba fotos con
ellos. Lo primero que vi, lo juro, fue a tres mujeres con clásico acento
argentino, dándole una indicación al muchacho que se colocaba con los
imitadores. Le pregunté a las mujeres de qué lugar eran y me dijeron que “de
Santa Fe pero no de la ciudad sino de una más chica, Las Parejas”. Les comenté
que acababa de salir al aire para la radio y me dijeron “noooo, ¿usted es el
ruso?”. Porque yo, para Luis, para la gente de Las Parejas pero siempre a
partir de Luis, soy “El ruso”. “Presentan al ruso Levinsky…..” así empiezan mis
salidas, habitualmente.
En este mundo de las casualidades es que, sin embargo,
hoy no me imagino que el destino no nos hubiera cruzado en algún momento, pero
no sólo que lo hizo, sino que eligió el momento más maravilloso. Porque lo que
para Luis y para mí era, separadamente hasta allí una aventura (el primer
Mundial para ambos), tuvo el final más feliz y más emocionante posible, aunque
es inevitable comentar lo que pasó en el medio. Nos descubrimos como personas.
Él, con 35 años y con cinco hijos, salía por primera vez muy lejos, desde Las
Parejas, a dos horas de Rosario, con la idea inquebrantable de ampliar su
mundo, aunque le costara horrores. Fui testigo (ahora lo puedo contar) de cómo
lloraba el Día del Padre extrañando a los suyos, al punto de que tuvimos que
convencerlo para que no abandonara todo y se fuera.
Yo, con 23, en mi primera
gran cobertura, desde Buenos Aires, clase media profesional. Se formó un grupo
variopinto y extraordinario, con Gabriel Pedula, más cercano a mi generación, y
Juan Scursoni, un ex futbolista que luego practicó once deportes y que ya
andaba por los ochenta y pico. Contratamos a un chofer (“Don Alejo Fonseca Pastrana, P’a servirle”),
al que le pagamos el doble de lo que cobraría por mes en un taxi para que nos
llevara a los entrenamientos de la selección argentina en el predio de Las
Águilas del América, y a los partidos de México DF y sus alrededores gracias a
la devaluación del peso mexicano en pleno Mundial, que nos hizo repensar todo,
y con Luis terminamos viajando en avión a cada partido de Brasil en
Guadalajara, con tanta suerte que allí hicimos una gran relación con Joao
Saldanha, el DT del mejor equipo de la historia, el de México 1970, con quien
desayunábamos.
Los viajes en el taxi de Don Alejo eran una fiesta. Íbamos y
volvíamos todos cantando, algunas canciones argentinas, otras mexicanas, y allí
descubrí que Luis no entonaba como nosotros sino mucho mejor, casi que parecía
profesional, aunque él lo negaba. Recién años más tarde, cuando lo visité en su
casa y encontré sus fotos con los más grandes cantantes, lo comprendí. Luis le
preguntaba a Don Alejo con detalle sobre cantantes mexicanos, como siete años
más tarde lo vi haciendo lo mismo con los ecuatorianos. Era un gran conocedor
de la música popular, desde Sandro a Mercedes Sosa.
Con Luis aprendí yo, el porteño, que la lentitud de
los mexicanos para traer la comida no es un defecto, sino una característica de
ese pueblo. Algunas de nuestras quejas motivaron un gran enojo de él pero creo
que se ablandó cuando le pedí disculpas y entendió que no había mala voluntad.
Luis era del mismo pueblo que Jorge Valdano, protagonista de ese Mundial, y eso
le daba (y nos daba) algún tipo de ventaja.
Recuerdo como si fuera hoy que
antes de uno de los partidos decisivos, Luis estaba ilusionado y se llevó sus
catalejos “porque Jorge me dijo que cuando toquen los himnos, él levantará el
pulgar y ese saludo será para mí”. Nunca estuve tan pendiente de un himno en
una cancha y efectivamente, Valdano levantó el pulgar durante el himno
argentino, pero no sabíamos si era para él. Cuando ya anochecía el 29 de junio,
día glorioso para el fútbol argentino y de una emoción tremenda para nosotros,
íbamos caminando como tantos compatriotas hacia el restaurante “Mi Viejo” del
ex jugador Jorge Paolino, en el barrio de Polanco, cuando escuchamos que desde
atrás, cada vez más cerca, alguien gritaba “Luis, Luis”. Cuando nos dimos
vuelta, era Valdano que estaba dentro del micro de los jugadores y que con un
brazo fuera de la ventana levantaba, sonriente, su pulgar. Horas antes no fue
otro que Luis quien puso el pecho para que este joven de 23 años sacara todo el
llanto contenido de la emoción cuando terminó el partido con Alemania.
Más tarde conocí a su familia, a Alicia, a sus hijos
María Eugenia, Paulo, Martin y Candela, aunque cuando mencionaba al más chico,
que se le fue pronto y al que seguramente estará reencontrando ahora, los ojos
se enrojecían, y también pude conocer mejor de sus luchas y compromisos en su
ciudad y su zona, y fui testigo de su independencia de pensamiento (progresista
de verdad, sin ostentaciones).
Pudimos compartir el Mundial de Italia 1990 junto a
otros amigos, todos santafesinos, como Horacio Schiavoni, Osvaldo El Negro
Ahumada y el Pelado Giordano. Todavía recuerdo hoy nuestras especulaciones y
broncas por el juego de aquel equipo de Bilardo que milagrosamente terminó
llegando a la final, y nuestros viajes atravesando el “Grande Raccordo
Anullare” para llegar a Trigoria, donde se encontraba la selección argentina.
Más tarde, tras el Mundial de Estados Unidos 1994,
Luis ya no siguió cubriendo torneos, más abocado a la situación local, pero la
mayor sorpresa, y una de las mayores alegrías, la tuve en los Juegos Olímpicos
de Seúl 1988. Yo ya me encontraba en la villa olímpica, en mi habitación, cuando
me comentaron por teléfono que tenía una llamada y era Luis para preguntarme
cómo estaba todo. Colgué y a los dos minutos, golpearon la puerta y era Luis,
que se había acreditado. Allí vivimos otra experiencia memorable, y me acompañó
en una rara intuición que creo que tuvo una dosis de oportunidad y fortuna: al
terminar la famosa carrera de los 100 metros llanos que ganó Ben Johnson a Carl
Lewis, la premiación se hacía rogar, no empezaba nunca. Le comenté a Luis que
olfateaba algo raro y que creía que lo mejor era ir hacia la zona de los
camarines, porque Johnson le había mostrado su puño a Lewis al llegar. Luis me
acompañó. Escuchamos algunos gritos desde lejos pero no entendíamos de qué se
trataba. Y vino, luego, el gran
escándalo.
Hay mil anécdotas como éstas. Algunas, están
reflejadas en mi libro “Maradona, rebelde con causa”. Otras, en el suyo “Decir
o no decir”. Luis fue (me cuesta hablar en pasado) un gran amigo, un tipo al
que quise mucho y al que le agradezco por tantos ejemplos y por todo lo que
compartimos. Sé que él disfrutaba mucho de nuestras charlas. Solía tomarme el
bus de Buenos Aires a Rosario, y otro desde allí a Las Parejas, donde me
esperaba en la estación, y al otro día iba a su radio, que montó en 2001, en
medio de la enorme crisis económica argentina, yendo a contracorriente.
Tipo solidario y leal, lo vi llorar cuando entré del
brazo de mi esposa en mi casamiento. Llegó a dejar todo para estar presente en
muchos acontecimientos (cumpleaños, lanzamientos de libros) y me llegó a filmar
porque sí, porque quería tener esas imágenes. En estos días estaba juntándome
fotos de México 1986 porque perdí al regresar una valija donde tenía casi todas
las que me había sacado.
Si Luis leyera todo esto, les guiñaría un ojo a
ustedes y les diría “no le crean nada al Ruso”, como solía decir. Se solía reir y utilizaba mi frase “como que
no hay Dios que va a pasar esto”. Ya lo estoy extrañando. Hasta siempre, amigo
querido.
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