Había hecho el esfuerzo sincero de creer. Lo había
intentado varias veces, persuadido de que la concentrada y franca repetición de
ritos y sus gestos asociados, equivalían a la fe. Incluso, un verano, llegó a
concebir la idea de ingresar en el seminario para aprender la capacidad de
creer. Al final de ese mismo verano se dio por vencido. Sin lamentarlo mucho, ciertamente.
Con esa indiferencia que uno termina por aplicarle a ciertos proyectos
fallidos, a ciertos fracasos, para hacer de cuenta que así se desactiva la
cuota de aflicción, de descalabro anímico que ello supone. Pero en su caso, fue
más o menos sincero ese desapego: un amor breve e intenso vino a ocupar sus
preocupaciones emocionales más inmediatas.
Ahora, años después – tantos que ya no vale la pena
contarlos; después de todo, lo único que conservan es una dudosa memoria que ha
ido perdiendo mucho de su sustancia original y suplantándolo por elementos
exóticos -, pensaba que acaso le hubiese venido bien esa conveniente credulidad
que columbraba entre consuelo y pragmático artilugio para menoscabar las
responsabilidades o la culpa derivada de estas. Ahora pensaba eso y muchas
otras cosas. Demasiadas. Es lo que sucede cuando sobreviene lo que, por
esperado, no deja de ser trágico, traumático: se realiza el catastro de todo
aquello que uno dejó de hacer y todo aquello que, evidentemente, uno hizo y que
no debería haber hecho – la cola de la superstición siempre moviéndose en los
momentos débiles y tirando algún jarrón atesorado, algún retrato. Lo que
sobreviene para auxiliar al arrepentimiento, al abatimiento y a la culpa; para
erigir la auto denigración.
Habría sido tan fácil creer. Bastaba con que sus
padres tomaran la pueril y corriente decisión – si como tal computan ciertas
subordinaciones a la costumbre – de mencionar una fe, de superficialmente
evocar unos ritos, o unos dogmas: elementos fundamentales para una credulidad
temprana y que difícilmente podrían ser abolidos en su totalidad por el ímpetu
intelectual que sobreviene a algunos en esa edad donde la vida parece una
meseta con límite tendiendo a infinito.
Y había pronunciado las fórmulas. Pero sólo le
salían palomas que se iban derechito a posarse sobre la estatua verdosa de vaya
a saber qué desgraciado postergado a cagar sus escépticas insidias corrosivas
sobre los grises seres que iban siendo olvido en vida – o eso que ejercían o
ejecutaban más como una obligación que como una insólita suerte. Pero sólo en
contadísimas ocasiones llegó a recitarlas con sinceridad – o, al menos, con
concentración. En general se perdía en las divagaciones más peregrinas. O en
pronunciar una palabra o un nombre sin cesar, casi uniendo principio y final,
hasta que comenzaban a desprenderse de esa costra de costumbre. Algunas veces
sucedía – sucede, porque es una debilidad que sigue practicando– que perdían
totalmente su sentido, hasta parecer piezas rotas e inútiles de un proyecto
igualmente vano. Otras, en cambio, ganaban una suerte de musicalidad, era
posible descubrirles una autenticidad u originalidad que se había hallado
oculta debajo de su pronunciación rutinaria y vulgar.
Quizás esa forma de
ceremonia lo mantenía alejado de la otra que adoctrinaba en una obediencia, en
una fe. Le faltaba a su ritual, equívoco y volátil, precisamente un objetivo y,
claro, una promesa – es decir, una culpa trascendental que expiar; y el pobre
tenía culpas de andar por casa.
Pero apenas si incorporó algunas convenciones
lacias, algunos actos reflejos de Perogrullo que, como tales, eran
inexorablemente superficiales – alguna vez, acaso levemente espiritual (si no
un hiperbólico sentimentalismo mal interpretado). Es decir, un conjunto de ademanes
sin teología: vacío donde le crecieron varias supercherías que resultaron, por
su escepticismo involuntario, igualmente ineficaces. Qué no sacrificaría ahora
por un credo, por un sentido de trascendencia – es decir, por un sentido que lo
desarraigara de las infamias de las mediocres rutinas telúricas.
Sabía, mientras miraba el fondo de la tacita de café
con esa borra que a otros les ofrecía la posibilidad de una mentida
adivinación, que ya era tarde para elaborar o incorporar de manera sincera un
convencimiento auténtico. Era aquello, pensaba o se resignaba muy
laplaceanamente, una hipótesis que no cabía en ninguno de sus muchos y
enclenques teoremas espirituales.
Al lado del pocillo vacío, el periódico abierto en
la sección deportiva. En la página de la izquierda: “Danilo Scolpito, lesionado”,
decía el titular que ocupaba la parte superior de la página. Debajo, destacado:
“Estará tres meses de baja; se le complica la temporada a F.C. Forcejeo”.
El gesto contrariado, casi derramado sobre el
periódico. Qué formulita, Laplace, qué formulita de mierda me sirve a mí ahora,
decía en voz baja, como si el papel basto del diario fuese un interlocutor, una
corte o un altar.
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