Inefable, un
Diego Maradona mucho más parecido a Don Diego, su padre, que a aquel chico que
prometía en el programa televisivo “Sábados Circulares” de Pipo Mancera -a
principio de los años Setenta- que sus sueños eran jugar en Primera y salir
campeón mundial con la selección argentina, cumple sesenta años en medio de
tironeos familiares de todo tipo, cuidados intensivos y reclusión en La Plata
por haber estado cerca de alguien con positivo de Covid-19 y siguiendo de cerca
a su Gimnasia y Esgrima, que debutará justamente hoy a las 19 ante Patronato de
Entre Ríos.
Nacido un 30 de
octubre de 1960 en Lanús y criado en Villa Fiorito con enormes carencias aunque
nunca le faltó un plato de comida, Maradona atravesó todo tipo de situaciones
en su vida que más que de sesenta años, parece que hubiera sido de centenares o
miles si tomamos en cuenta sus repetidas apariciones en los medios masivos de
comunicación, sus momentos de felicidad o de derrumbe, como no sólo los
argentinos sino gran parte del planeta pudieron ser testigos.
Más allá de todo
lo que es como personaje mundial (uno de los rostros más conocidos del mundo,
incluso hoy, que no juega desde hace casi un cuarto de siglo), por su enorme
carisma, puede decirse que Maradona es alguien que pudo vencer muchas veces a
la adversidad reinventándose a sí mismo, y por lo tanto, un gran luchador.
Lo hemos visto
mil veces llorar, balbucear, insultar (como aquella vez, en primer plano para
las cámaras del mundo, cuando el himno argentino fue silbado en los instantes
previos a la final de “Italia 90”), discutir, así como también reírse, utilizar
esa ironía tan particular de parte de un tipo tan intuitivo como él (como
aquello de “se le escapó la tortuga”, dedicado al entonces embajador
estadounidense en la Argentina en los tiempos del menemismo, James Cheek),
contar anécdotas graciosas, cantar, bailar, o hacer “fulbito”. Maradona es el
hombre de los mil looks, rubio y con mucho sobrepeso en sus tiempos de Cuba, a
principios de siglo, o morocho y musculoso, con remeras escotadas, en la cinta
del gimnasio, preparándose para el frustrado Mundial de los Estados Unidos
1994.
Maradona es
mucho más que un genial futbolista, que fue capaz de dar una de las más grandes
alegrías del último medio siglo a los argentinos, no sólo con el título mundial
en “México 1986” sino dos partidos antes, cuando marcó dos goles históricos
ante Inglaterra en los cuartos de final, el primero, con “La mano de Dios”
(otra de sus grandes ocurrencias), justo cuatro años después del conflicto
bélico de las Islas Malvinas, con lo cual simbólicamente representaba algo así
como “la trampa al tramposo”, pero aún más el segundo, no sólo majestuoso en su
concepción sino con estilo bien criollo, utilizando gambetas en su recorrido
hasta el final, y a ras del suelo, en contraposición al estilo británico del
juego aéreo.
Y es mucho más
que un futbolista porque así lo reclamó su fuerte personalidad, que, creemos,
está relacionada con ese inmenso amor paternal que recibió desde que nació, ese
cobijo inicial que nunca lo presionó, que siempre lo acompañó y respetó en sus
decisiones, de manera callada, con autenticidad, y que le dio el respaldo para
oponerse a todo Poder, llámese AFA, FIFA, Iglesia, Gobiernos o ideologías.
Tal vez por eso,
no tuvo empachos para reclamar por los horarios de los partidos en “México 86”
en una ciudad con mucha altitud sobre el nivel del mar, o declarar que el
sorteo para “Italia 90” estaba arreglado, o que le habían hecho trampa en
“Estados Unidos 94” o para afirmar, tras su primera visita en los años Ochenta,
que en Cuba no vio chicos descalzos por la calle, y eso le costó que muchos
medios comenzaran a destratarlo o a tomar distancia, aunque él respondió
admirando cada vez más las figuras de Fidel Castro o de Ernesto “Che” Guevara.
Capaz de
descoser una pelotita de golf (como cuando fue invitado a Oxford y deslumbró a
sus interlocutores), o de papel o una naranja, como lo venía demostrando dese
sus tiempos de “Fulvipibe”, cuando era alcanza pelotas en Argentinos Juniors y
la gente desde las tribunas le pedía que se quedara al terminar los
entretiempos de los partidos en los Setenta, a Maradona se lo puede relacionar
con momentos brillantes de fútbol, aunque para nosotros, el mejor momento de su
carrera fue el de la primera etapa, entre su debut de 1976, a los 15 años (la
primera pelota que tocó fue un caño al volante de Talleres de Córdoba Juan
Domingo Patricio Cabrera) y su contratación por el Barcelona, en 1982, cuando,
en el medio, ganó un Metropolitano con Boca asociado a otro talento, Miguel
Brindisi, y especialmente, el fenomenal Mundial sub-20 de Japón en 1979.
De todos modos,
se entiende la idolatría de los hinchas napolitanos, que lo colocaron en un
altar hasta convertirlo en un semidiós, luego de hacerles ganar dos Scudettos y
una Copa UEFA, algo inédito en su historia, además de defenderlos y hasta
dividirlos cuando en la previas de la semifinal del Mundial 1990 ante la
selección local, en el San Paolo, recordó aquello de que se olvidan todo el año
de que los del sur también son italianos y generó un terremoto y hasta algún
diario se preguntó si se creía Garibaldi.
Toda esa locura
le costó muy caro porque no podía ni salir a la calle y vivió experiencias
únicas, intransferibles, pero también enfermó por muchas de ellas, pero es
imposible ponerse en su lugar: a nadie de nosotros, al regresar a nuestras
casas, le sucede de tener en su contestador automático del teléfono mensajes
del Gobierno, del kiosquero de la esquina, del Rey de España, de la hermana, de
un periodista por una entrevista o un director de cine desde Bangladesh.
Maradona,
además, es mucho más que un jugador de fútbol porque pese a compartir de mesa
chica de los grandes cracks de todos los tiempos, acaso con Alfredo Di Stéfano,
Pelé, Johan Cruyff y Lionel Messi, fue líder tanto fuera del campo de juego
como dentro de él. No fue capitán sólo por representar como nadie a su
Selección sino por derecho propio. Se puso a su equipo al hombro y se infiltró
para poder estar presente, y lo hizo hasta con el tobillo a la miseria y sin
quejarse.
Por esas
extrañas casualidades, hemos tenido la inmensa suerte de coincidir
generacionalmente y en distintos torneos gracias a esta bendita profesión. Lo
vimos campeón Mundial en nuestra primera cobertura, en la euforia de eliminar a
Italia para luego derramar toda la bronca en la final de Roma ante los alemanes
en 1990, llorar y deprimirse cuando le “cortaron las piernas” en 1994, cuando
la FIFA lo sacó del Mundial porque ya lo había usado luego de que dos años
antes obligara al Nápoli a venderlo al Sevilla porque le convenía tenerlo a
gusto para vender entradas y derechos de TV, y tampoco fue clara la
contraprueba del antidoping en Los Ángeles, tal
como detallamos en 1996 en el libro “Maradona, rebelde con causa”.
No puede estar
sin el fútbol, y cuando dejó de jugar, buscó estar cerca de alguna manera,
siendo DT y hasta dirigiendo a la selección argentina en Sudáfrica 2010 (lo que
pareció mucho más el pago de una deuda de Julio Grondona por lo ocurrido en
1994) y nada menos que a un joven Lionel Messi, así como pasó por cualquier
club que quisiera contratarlo, sea de Emiratos Árabes o la Segunda de México y
pasando ahora por Gimnasia, desatando la locura y casi cinco mil socios nuevos,
a los que ni les importó que podían irse al descenso, y si no se fueron acaso
sea porque justamente Maradona ocupa el banco de suplentes, motivo por el que posiblemente,
también el torneo que retorna en este fin de semana empiece el día de su
cumpleaños.
El mismo
Maradona que es recibido con entusiasmo en cada cancha y al que cada club le
coloca un asiento especial, cual rey sin corona a la altura del banco de
suplentes, también tuvo duros enfrentamientos con la prensa, que fue capaz de
treparse a su ligustrina para relatar cómo y qué cenaban sus hijas, o que llegó
a sacarlo en directo por TV en las peores condiciones posibles.
Más de una vez
estuvo al borde de la muerte, como a fines de 2000, en Uruguay, o en medio de
alguna de sus internaciones en la Argentina, por lo difícil que le resultó
siempre manejar esa desmesura que transmite, y mantuvo a miles de argentinos, y
fanáticos del mundo, en vilo, que
enviaron plegarias por él. Cuando fue desplazado del Mundial de 1994, la Argentina
vivió uno de los días más tristes que puedan recordarse, aunque siempre quedan
los alegres demasiado adelante y por eso, tantas canciones alusivas, como “Dale
alegría a mi corazón” (Fito Páez), “Estadio Azteca” (Javier Calamaro), o cuando
Rodrigo dejó para siempre ese remate que dice que “regó de gloria este suelo”
(“La mano de Dios”).
Con una familia
extendida entre contactos estrechos y distantes, y nuevos y viejos amigos,
rencores y amores que mutan en el tiempo y de manera constante, Maradona siempre
fue auténtico, sin anestesia ni diplomacia.
Pudo haber
deambulado por el mundo vendiendo relojes de marca o tarjetas de crédito, o
como simple embajador, pero no es así ni lo siente y tomó partido por la
Venezuela de Maduro, o prefirió inmiscuirse en la grieta nacional o tomar
partido a favor de los organismos de Derechos Humanos porque es así, tomarlo o
dejarlo.
Exagerado, trazó siempre una línea roja para cada una de sus motivaciones, y colocó a sus conocidos de un lado o del otro de la misma, y tal como dijo en su multitudinaria despedida en la Bombonera en aquel noviembre de 2001, “Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”.
Acaso por todo
esto, la gran pregunta para su vida provino del mejor relato de la historia
después de su gol más recordado, “Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?”.
Inefable, un
Diego Maradona mucho más parecido a Don Diego, su padre, que a aquel chico que
prometía en el programa televisivo “Sábados Circulares” de Pipo Mancera -a
principio de los años Setenta- que sus sueños eran jugar en Primera y salir
campeón mundial con la selección argentina, cumple sesenta años en medio de
tironeos familiares de todo tipo, cuidados intensivos y reclusión en La Plata
por haber estado cerca de alguien con positivo de Covid-19 y siguiendo de cerca
a su Gimnasia y Esgrima, que debutará justamente hoy a las 19 ante Patronato de
Entre Ríos.
Nacido un 30 de
octubre de 1960 en Lanús y criado en Villa Fiorito con enormes carencias aunque
nunca le faltó un plato de comida, Maradona atravesó todo tipo de situaciones
en su vida que más que de sesenta años, parece que hubiera sido de centenares o
miles si tomamos en cuenta sus repetidas apariciones en los medios masivos de
comunicación, sus momentos de felicidad o de derrumbe, como no sólo los
argentinos sino gran parte del planeta pudieron ser testigos.
Más allá de todo
lo que es como personaje mundial (uno de los rostros más conocidos del mundo,
incluso hoy, que no juega desde hace casi un cuarto de siglo), por su enorme
carisma, puede decirse que Maradona es alguien que pudo vencer muchas veces a
la adversidad reinventándose a sí mismo, y por lo tanto, un gran luchador.
Lo hemos visto
mil veces llorar, balbucear, insultar (como aquella vez, en primer plano para
las cámaras del mundo, cuando el himno argentino fue silbado en los instantes
previos a la final de “Italia 90”), discutir, así como también reírse, utilizar
esa ironía tan particular de parte de un tipo tan intuitivo como él (como
aquello de “se le escapó la tortuga”, dedicado al entonces embajador
estadounidense en la Argentina en los tiempos del menemismo, James Cheek),
contar anécdotas graciosas, cantar, bailar, o hacer “fulbito”. Maradona es el
hombre de los mil looks, rubio y con mucho sobrepeso en sus tiempos de Cuba, a
principios de siglo, o morocho y musculoso, con remeras escotadas, en la cinta
del gimnasio, preparándose para el frustrado Mundial de los Estados Unidos
1994.
Maradona es
mucho más que un genial futbolista, que fue capaz de dar una de las más grandes
alegrías del último medio siglo a los argentinos, no sólo con el título mundial
en “México 1986” sino dos partidos antes, cuando marcó dos goles históricos
ante Inglaterra en los cuartos de final, el primero, con “La mano de Dios”
(otra de sus grandes ocurrencias), justo cuatro años después del conflicto
bélico de las Islas Malvinas, con lo cual simbólicamente representaba algo así
como “la trampa al tramposo”, pero aún más el segundo, no sólo majestuoso en su
concepción sino con estilo bien criollo, utilizando gambetas en su recorrido
hasta el final, y a ras del suelo, en contraposición al estilo británico del
juego aéreo.
Y es mucho más
que un futbolista porque así lo reclamó su fuerte personalidad, que, creemos,
está relacionada con ese inmenso amor paternal que recibió desde que nació, ese
cobijo inicial que nunca lo presionó, que siempre lo acompañó y respetó en sus
decisiones, de manera callada, con autenticidad, y que le dio el respaldo para
oponerse a todo Poder, llámese AFA, FIFA, Iglesia, Gobiernos o ideologías.
Tal vez por eso,
no tuvo empachos para reclamar por los horarios de los partidos en “México 86”
en una ciudad con mucha altitud sobre el nivel del mar, o declarar que el
sorteo para “Italia 90” estaba arreglado, o que le habían hecho trampa en
“Estados Unidos 94” o para afirmar, tras su primera visita en los años Ochenta,
que en Cuba no vio chicos descalzos por la calle, y eso le costó que muchos
medios comenzaran a destratarlo o a tomar distancia, aunque él respondió
admirando cada vez más las figuras de Fidel Castro o de Ernesto “Che” Guevara.
Capaz de
descoser una pelotita de golf (como cuando fue invitado a Oxford y deslumbró a
sus interlocutores), o de papel o una naranja, como lo venía demostrando dese
sus tiempos de “Fulvipibe”, cuando era alcanza pelotas en Argentinos Juniors y
la gente desde las tribunas le pedía que se quedara al terminar los
entretiempos de los partidos en los Setenta, a Maradona se lo puede relacionar
con momentos brillantes de fútbol, aunque para nosotros, el mejor momento de su
carrera fue el de la primera etapa, entre su debut de 1976, a los 15 años (la
primera pelota que tocó fue un caño al volante de Talleres de Córdoba Juan
Domingo Patricio Cabrera) y su contratación por el Barcelona, en 1982, cuando,
en el medio, ganó un Metropolitano con Boca asociado a otro talento, Miguel
Brindisi, y especialmente, el fenomenal Mundial sub-20 de Japón en 1979.
De todos modos,
se entiende la idolatría de los hinchas napolitanos, que lo colocaron en un
altar hasta convertirlo en un semidiós, luego de hacerles ganar dos Scudettos y
una Copa UEFA, algo inédito en su historia, además de defenderlos y hasta
dividirlos cuando en la previas de la semifinal del Mundial 1990 ante la
selección local, en el San Paolo, recordó aquello de que se olvidan todo el año
de que los del sur también son italianos y generó un terremoto y hasta algún
diario se preguntó si se creía Garibaldi.
Toda esa locura
le costó muy caro porque no podía ni salir a la calle y vivió experiencias
únicas, intransferibles, pero también enfermó por muchas de ellas, pero es
imposible ponerse en su lugar: a nadie de nosotros, al regresar a nuestras
casas, le sucede de tener en su contestador automático del teléfono mensajes
del Gobierno, del kiosquero de la esquina, del Rey de España, de la hermana, de
un periodista por una entrevista o un director de cine desde Bangladesh.
Maradona,
además, es mucho más que un jugador de fútbol porque pese a compartir de mesa
chica de los grandes cracks de todos los tiempos, acaso con Alfredo Di Stéfano,
Pelé, Johan Cruyff y Lionel Messi, fue líder tanto fuera del campo de juego
como dentro de él. No fue capitán sólo por representar como nadie a su
Selección sino por derecho propio. Se puso a su equipo al hombro y se infiltró
para poder estar presente, y lo hizo hasta con el tobillo a la miseria y sin
quejarse.
Por esas
extrañas casualidades, hemos tenido la inmensa suerte de coincidir
generacionalmente y en distintos torneos gracias a esta bendita profesión. Lo
vimos campeón Mundial en nuestra primera cobertura, en la euforia de eliminar a
Italia para luego derramar toda la bronca en la final de Roma ante los alemanes
en 1990, llorar y deprimirse cuando le “cortaron las piernas” en 1994, cuando
la FIFA lo sacó del Mundial porque ya lo había usado luego de que dos años
antes obligara al Nápoli a venderlo al Sevilla porque le convenía tenerlo a
gusto para vender entradas y derechos de TV, y tampoco fue clara la
contraprueba del antidoping en Los Ángeles, tal
como detallamos en 1996 en el libro “Maradona, rebelde con causa”.
No puede estar
sin el fútbol, y cuando dejó de jugar, buscó estar cerca de alguna manera,
siendo DT y hasta dirigiendo a la selección argentina en Sudáfrica 2010 (lo que
pareció mucho más el pago de una deuda de Julio Grondona por lo ocurrido en
1994) y nada menos que a un joven Lionel Messi, así como pasó por cualquier
club que quisiera contratarlo, sea de Emiratos Árabes o la Segunda de México y
pasando ahora por Gimnasia, desatando la locura y casi cinco mil socios nuevos,
a los que ni les importó que podían irse al descenso, y si no se fueron acaso
sea porque justamente Maradona ocupa el banco de suplentes, motivo por el que posiblemente,
también el torneo que retorna en este fin de semana empiece el día de su
cumpleaños.
El mismo
Maradona que es recibido con entusiasmo en cada cancha y al que cada club le
coloca un asiento especial, cual rey sin corona a la altura del banco de
suplentes, también tuvo duros enfrentamientos con la prensa, que fue capaz de
treparse a su ligustrina para relatar cómo y qué cenaban sus hijas, o que llegó
a sacarlo en directo por TV en las peores condiciones posibles.
Más de una vez
estuvo al borde de la muerte, como a fines de 2000, en Uruguay, o en medio de
alguna de sus internaciones en la Argentina, por lo difícil que le resultó
siempre manejar esa desmesura que transmite, y mantuvo a miles de argentinos, y
fanáticos del mundo, en vilo, que
enviaron plegarias por él. Cuando fue desplazado del Mundial de 1994, la Argentina
vivió uno de los días más tristes que puedan recordarse, aunque siempre quedan
los alegres demasiado adelante y por eso, tantas canciones alusivas, como “Dale
alegría a mi corazón” (Fito Páez), “Estadio Azteca” (Javier Calamaro), o cuando
Rodrigo dejó para siempre ese remate que dice que “regó de gloria este suelo”
(“La mano de Dios”).
Con una familia
extendida entre contactos estrechos y distantes, y nuevos y viejos amigos,
rencores y amores que mutan en el tiempo y de manera constante, Maradona siempre
fue auténtico, sin anestesia ni diplomacia.
Pudo haber
deambulado por el mundo vendiendo relojes de marca o tarjetas de crédito, o
como simple embajador, pero no es así ni lo siente y tomó partido por la
Venezuela de Maduro, o prefirió inmiscuirse en la grieta nacional o tomar
partido a favor de los organismos de Derechos Humanos porque es así, tomarlo o
dejarlo.
Exagerado, trazó
siempre una línea roja para cada una de sus motivaciones, y colocó a sus
conocidos de un lado o del otro de la misma, y tal como dijo en su
multitudinaria despedida en la Bombonera en aquel noviembre de 2001, “Yo me
equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”.
Acaso por todo
esto, la gran pregunta para su vida provino del mejor relato de la historia
después de su gol más recordado, “Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?”.
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