Este notable 3-0 que le asestó la selección argentina a la brasileña en los Juegos Olímpicos, pasadas unas horas, no debería confundirnos. Si bien es cierto que el fútbol nacional enciende una luz cada vez más intensa de esperanza por estrellas en ascenso como la indiscutible de Lionel Messi, o el potencial de Sergio Agüero, o la firmeza de Javier Mascherano –que de ganar la final será el único jugador albiceleste con dos medallas doradas y que habrá ganado todos sus partidos en el historial olímpico- y Fernando Gago, y tantos otros jóvenes de gran técnica que participan en los mejores equipos del mundo, habrá que seguir poniendo la lupa en muchos detalles sobre el juego mismo, las tácticas y los recursos utilizados de acuerdo al potencial con que se cuenta.
Lo más llamativo del partido, esta vez, no estuvo del lado argentino, sino que la prensa mundial se hizo eco de un hecho notable: la estrepitosa caída de juego en conjunto de una selección de la tradición de la brasileña.
Si en el último medio siglo, Brasil fue sinónimo del fútbol mismo con la aparición de tantos cracks, puede decirse que recién en las dos últimas décadas la táctica fue reemplazando a la técnica. Y lamentablemente para los amantes del fútbol del país vecino, esto no favoreció su juego, que fue desplazándose en busca del negocio.
Brasil, en fútbol, nunca había sido un país exportador. Hasta muy veterano, logró mantener incluso a Pelé, y entre los carnavales, las saudades y su muy buen nivel de la liga local, no se había planteado la salida de sus estrellas. Solamente se pueden citar algunos casos concretos como el de Didí –que no funcionó en el Real Madrid pentacampeón de Europa por su mala relación con Alfredo Di Stéfano y compañía-, o José Altafini “Mazzola”, de muy buenas campañas en Italia.
Recién a finales de los años ochenta, con la apertura de los mercados, no sólo comienza a debilitarse su liga con la permanente sangría a la que los argentinos ya estamos acostumbrados, sino que la permanente competencia por los torneos que se inventan para satisfacer a la televisión y una demanda creciente de fútbol, permitió que Brasil volviera a insistir en copiar el modelo que menos debió copiar: el argentino. Es tal su admiración por nuestro fútbol, aún con todos los títulos que posee (justamente el olímpico es el único importante que falta en sus vitrinas), que aún agradando mucho más que el nuestro, fue en busca de nuestras trampas, de nuestros sistemas de marcaje, de nuestras ventajitas, de cada detalle de nuestros avispados protagonistas del teatro mediático que compone hoy cada partido del Apertura o Clausura. Si en 1978 Claudio Coutinho pudo lograr aquel esperpento con jugadores como Zico, Rivelino, Toninho Cerezo, Gil, Reinaldo o Dirceu, más adelante insistieron los Lazaron, Parreira o ahora Dunga, que no hace más que repetir lo que le enseñaron en Estados Unidos 1994.
Resulta triste pensar que tantos jugadores dotados (como ahora mismo lo son Ronaldinho, Pato, Rafael Sobis, Anderson y tantos otros), puedan estar sometidos a las tácticas defensivas, pero es lo que desde hace años ocurre: mientras Brasil, paradójicamente, es el país que más jugadores aporta a la Chanpions League de clubes europeos (Argentina es el tercero), sus marcadores centrales, que nunca habían sido buenos marcando, ahora tampoco saben salir jugando, sus laterales ya no tienen esa potencia en ataque que los caracterizó, sus volantes no disponen de espacios ni de apoyo para la brillantez de otros tiempos, se fue perdiendo el diez clásico sólo porque en Europa no se juega así y se utilizan dos líneas de cuatro, y depende pura y exclusivamente de la aparición de algún rebelde que no acepte someterse a este sistema.
El error estará en creer que por esto el fútbol brasileño se ha terminado. Más bien, los brasileños se están argentinizando. Lo hicieron ya en los años treinta, cuando aquel maravilloso jugador que fue Leónidas Da Silva, el “Diamante Negro”, decía que todo lo que sabía de fútbol lo había aprendido del argentino Sastre, compañero suyo en el San Pablo. Aquello sí que valía la pena, cuando en la primera parte del siglo XX, los dos mejores del mundo eran los rioplatenses y Brasil observaba las finales de lejos. Como en 1958, tras el desastre de Suecia, en vez de mirar a nuestro vecino país del norte, se copió aquí mismo un modelo europeísta que no nos ha beneficiado en absoluto. Brasil lleva años copiando lo que no debe, y así le está yendo. Y el concepto no cambia por los títulos que pueda ganar porque siempre alguna estrella lo podrá salvar. Lo que deberá revisar Brasil es el modelo. Esta película, nosotros ya la vimos muchas veces.
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