lunes, 26 de septiembre de 2016

Pequeñas arqueologías futboleras (Por Marcelo Wío)




Se cuenta que en un restaurante, que nunca es el mismo, de Jerez de la Frontera, trabajan como mozos los futbolistas más habilidosos y exquisitos. Cada noche, mientras despachan mesas, juegan un prolijo, silencioso, secreto partido entre los pies de los clientes, las sillas y mesas, que ni se enteran de los tránsitos de balón, regates y astucias soberbias. 

En cuanto presienten que alguien ha sospechado tales partidos, se cambian de restaurante - además de adoptar nuevos nombres y de modificar fisonomías con peinados, tintes, bigotes, barbas y otras minucias sin bisturí -. 

Algunos, y muy de tanto en tanto, se trasvasan, morigerando sus destrezas, al fútbol profesional. No se sabe por qué, hubo una época en que varios de ellos se pasaron al césped televisado. Debieron inventarse biografías leves, comprensibles, que no trastornaran todo el tinglado futbolístico. Existen sospechas fundadas de que dos de esos emigrados, eran Xavi Hernández, Lionel Messi y Andrés Iniesta: Alberto Gaditano, Jesús Amado y Marcos Campanari, sus nombres verdaderos.
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En Siberia se juega un partido de balompié que comenzó en mayo de 1904. Se trata de un encuentro entre los miembros de dos batallones, uno ruso y otro japonés, que erraron el camino a un enfrentamiento completamente distinto al que terminaron ejecutando. 

Extraviados en orientación, primero, para luego terminar también por olvidar órdenes, objetivos, métodos, adiestramientos; es decir, todo lo que los había llevado hacia esa zona del mundo. Recordaban, eso sí, algo sobre un enfrentamiento, 
una cierta animosidad; pero que no sabían entender del todo. Así pues, reunidos por el azar en un mismo e inverosímil lugar de esa inmensa estepa reverdecida brevemente por la primavera septentrional, ambos batallones, enfrentados unos a otros, no supieron que hacer. 

Como todo iba signado por la estocástica, fue la casualidad la volvió a intervenir para destrabar esa quietud casi simétrica: a un ruso se le cayó un balón de la mochila – producto de la mala calidad de ésta, y de las inclemencias a las que se había visto expuesta en breves meses -. 

El impulso, nacido de recuerdos vagos y de ímpetus lejanos de patios y calles y descampados, los llevó a jugar un partido nómada, desahuciados por los vientos y los climas que traían consigo. Por momentos, los jugadores creen estar repitiendo un rito cosmogónico; o se convencen de que ese traslado del balón mantiene en marcha la andadura planetaria. 

Los lógicos, cientificistas y apologistas de lo único, estiman que no son los mismos los que juegan hoy en día – si es que lo hacen, puesto que también dudan de ello -, sino sus descendientes, reproducidos en algún poblado y arrancados a las madres siempre y cuando de varones se trate. Como sea, es que es muy difícil dar con ellos – la última vez los divisó un avión espía estadounidense en 1969 -: porque se confunden a veces con los pobladores locales (lo que abona la tesis de los doctos en lo “normal”, lo “predecible”), y, sobre todo, porque transcurren largas temporadas en que un equipo (batallón) se hace con el control del balón y, toque a toque, sale disparado, y el otro termina por perderle el rastro – a veces durante meses, y hasta años -. 

Demás está decir, que los turbadores de lo absurdo, de lo imposible, lo inverosímil, dicen que llamar fútbol a andaduras, es una exageración. Pero señores, el fútbol mismo es una exageración. De otra manera, sería algo tan triste como el balonmano – esa imitación, o intento burdo, de quienes tienen los pies de hormigón - o el ganchillo.
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Mil ochocientos tantos. Acaso algo antes, incluso. En unas callejas de Dublín, seguramente ultrajadas por la lluvia y alguna mugre suburbana. Un niño espera, sentado sobre un balón de fútbol, la concurrencia de otros de los suyos – la mitología (prosaica, floja), más que la historia, quiso que se llamara Sean Connolly -. Pero no llegan.

Como si hubiese llegado demasiado tarde o temprano, espera, tozudo, sentado sobre el balón, que comienza a ceder a su peso breve y mal colocado hacia un extremo, a lo que el niño se escurre hacia el otro polo, que también cede, obligándolo a migrar sus sentaderas nuevamente. Y espera. Quizás a que termine de amanecer. O a que pase la lluvia – no, esto no; nadie espera por esos lares tal cosa -. Todo termina por acontecer; hasta lo que nunca sucede. Así pues, llegan los niños. Esos que Sean aguardaba obstinadamente. 

Se acercan, los niños, con afán de fútbol. Mas es imposible jugar con aquella ovalación que no responde a dominios, a pericias. Enfurecidos, algunos cargan contra el Sean, “el esperador” (como fue conocido en un principio). Entonces, otros decidieron cometer contra los otros – es ley de vida: a toda acción, una reacción -. Sean cogió el balón y salió pitando. Corridas. Golpes. Placajes. Caídas. Resbalones. Así, sin saberlo, bajo un atardecer – quiso la idealización – dublinés, unos niños indignados compusieron el germen del rugby, “el hijo torpe del fútbol”, como se conoció en sus inicios. 
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Xao Chi, obsecuente imperial chino, fue requerido por un subalterno (cuyo nombre, como el de tantos irrelevantes, se ha perdido – para fortuna de sus descendientes -) del Emperador. El encargo era sencillo, le dijo: invéntele un juego nuevo al Emperador, que está harto de las intrigas poetizadas del palacio. 

El encargo era para el subalterno, no para Xao Chi, desconocido por el Emperador – también por sus hermanos, debido a una vergüenza vieja que no viene al caso -. Pero el enjuto, borrachín y asiduo al opio subalterno delegó el encargo, como encomendaba todo aquello que implicara esfuerzo, a Xao Chi, que como todo lameculos, carecía de virtud alguna. 

El Emperador, le explicó el subalterno, sólo había pronunciado una palabra: Go. Ese vocablo debía inspirar el juego, ser su alma. Xao Chi, evidentemente, procedió a delegar, a su vez, la tarea. Eligió al primero que tenía a mano; un primo lejano, al que consideraba un imbécil del que podía aprovecharse fácilmente. El primo aceptó el encargo y, si bien los plazos impuestos por el Emperador habían sido mezquinos, concluyó su invento dos días antes de su finalización.  Le explicó las reglas a Chi. Le dio dos contenedores de bambú con piedras cuidadosamente escogidas y pulidas en su interior (las fichas, le dijo): blancas en uno, negras en el otro. Le entregó un grueso tablero de madera de cerezo sobre el que había pintado en negro (y barnizado luego: veintisiete capas de laca) una cuadrícula. ¿Y cómo se llama?, preguntó Chi. Go, claro, respondió el primo, mirando a su familiar con lástima disimulada. Chi repitió la descripción del juego al subalterno, y éste, al Emperador, que ipso facto mandó a que fuera ejecutado – el subalterno*, claro -: eso no refleja la palabra Gol, fue la sentencia sucinta, la condena irrevocable. 

Igualmente, el Emperador, que no era ningún chambón, estimó que tal ingenio lúdico, le otorgaría prestigio a su cultura – y a él mismo, qué tanto: era un legado del que valía la pena apropiarse, otorgándose el crédito de su invención -. Ya otro pueblo, pensó, más vulgar, más simple, descubrirá el cuerpo para el alma del vocablo Gol.


*El subalterno no delató a Chi porque conjeturó, acertadamente, que su propia familia terminaría corriendo su suerte, al saberse que delegaba los encargos que se le hacían explícitamente a él. Aún le quedaba algo de dignidad cuando no estaba apaleado por los licores o la adormidera.

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