Así como en el 2000 la prensa española se preguntaba con sorna “¿qué hace el Bayern Munich en la Copa del Rey?”, en alusión a la semifinal con la participación del Real Madrid, el Valencia y el Barcelona, que definieron los blancos en París, apenas una sola vez más se repitió otra final entre dos equipos de un mismo país en 2003, cuando el Milan, por penales, le arrebató la Champions League a su compatriota Juventus.
Pero si había que esperar una versión claramente dominada por equipos de un país en la Champions League de esta temporada, a partir del profundo dominio que estableció el fútbol inglés sobre el resto y que a través de la final del 21 de mayo en Moscú entre el Manchester United y el Chelsea, marca el definitivo cambio de poder geográfico.
Los diarios deportivos españoles admitieron por fin, esta semana, que “habrá que acostumbrarse a que los mejores jugadores del mundo querrán ir a la Premier, y que los mejores espectáculos estarán visualmente allí”, y que la Liga Española pasa a ser la segunda, tanto por sus jugadores o la competitividad deportiva, como por los alcances de su moneda, el euro, en comparación con la libra, hoy en uno de sus momentos más altos y poderosos.
En cierta forma, que la Premier League haya colocado en semifinales al Liverpool (luego eliminado por el Chelsea en dos partidos muy intensos y con una alta carga dramática), al Chelsea y al Manchester United, y que el Arsenal haya pasado su grupo haciendo pleno en la competencia más importante de Europa, redime un estilo de organización que se redefinió luego de que Inglaterra fuera la vergüenza del continente en los setenta y ochenta, cuando los hooligans generaban pánico en todas las ciudades y dieron como consecuencia final la tragedia de Heysel en la definición de 1985 entre Juventus y Liverpool.
La mala fama, producto de la violencia, y la derrota en la posibilidad de organizar el Mundial de 2006 a manos de Alemania, fueron generando en los dirigentes ingleses un cambio de timón que llevó a un alto nivel de conciencia, la reducción de los hooligans a partir de su represión y combate desde la decisión política de hacerlo, y como consecuencia, la eliminación de alambrados perimetrales que generan confianza en espectadores que van a los estadios a disfrutar los espectáculos, predispuestos a ver excelentes partidos, y con los mejores jugadores producto de la fortaleza de la moneda, de la ambición de los cracks por participar de este torneo, el glamour que irradia y el respeto a la organización general.
Pasando a lo estrictamente futbolístico, se ha hecho justicia en que en Moscú se encuentren dos estilos de juego, dos líneas de pensamiento futbolístico aunque de un mismo país. Un equipo ya más experimentado en este tipo de definiciones, como el Manchester United, campeón de Europa en 1968 y en 1999 (en aquella mágica final en el Camp Nou ante los alemanes del Bayern Munich), y el otro, inédito en este tipo de partidos, pero constante animador de los torneos en el último lustro, desde que el magnate ruso (paradójicamente con problemas jurídicos para ingresar a su país) Román Abramovich, comenzara con sus inversiones en grandes estrellas a cambiar el eje dirigencial y de patrón organizacional en el continente.
Paradojicamente también, el Chelsea llega a esta final de la Champions League cuando todos daban por muerto a este plantel, al que sentenciaban con un ciclo acabado desde hace meses, cuando el afamado portugués José Mourinho se alejó del cargo de entrenador ante lo que parecía un equipo aletargado, sin fuerzas y hasta dividido y con varios jugadores con ganas de marcharse y hasta ofreciéndose sin pudor en los medios a otros equipos tradicionales europeos para la temporada que viene.
Así fue que Abramovich decidió confiar en el casi desconocido israelí Abraham Grant, un personaje en su país (su mujer es una conocida conductora televisiva) y con experiencia en torneos locales y en fuertes equipos, pero que necesitaba a todas luces demostrar su valía en un contexto muchísimo más difícil.
Abramovich, (ahora estrella también, al que las cámaras de TV de todo el mundo tomaron rezando cuando su equipo consiguió por primera vez la clasificación a una final de Champions el pasado miércoles en Stanford Bridge y ahora no dudan en seguirlo por todo el mundo y hasta Auschwitz, a donde visitó el terreno que sirvió hace poco menos de setenta años de campo de concentración en donde estuvieron sus abuelos), logró lo imposible para muchos analistas, no sólo clasificar al equipo al lugar al que nunca llegó su antecesor, sino que incluso conserva intactas las chances de ganar una Premier League, que cuando llegó al cargo estaba absolutamente fuera del alcance, peleada entre el Manchester, su rival de Moscú, y el Arsenal, hoy muy abajo en la tabla.
Jugadores que se iban, como Frank Lampard o Didier Drogba, o antipáticos por su polémica llegada contra la voluntad de Mourinho, como Andrey Sevchenko o Michael Ballack, hoy entran o salen sin problemas, y todo parece conducir a una recomposición del grupo, sea éste ganador o no a final de la temporada.
El Chelsea se las deberá ver con un Manchester poderoso como nunca, con la mejor delantera del mundo, un jugador de tremendo rendimiento como Cristiano Ronaldo, aún habiendo bajado algo su fútbol en abril (es humano, al fin y al cabo), acompañado por Rooney, Carlos Tévez , Park , sostenidos por veteranos de gran rendimiento como Giggs o Scholes en los momentos necesarios, la sorpresa de la gran adquisición de Owen Heargraves, proveniente del Bayern Munich, y la gran clase de los defensores centrales Rio Ferdinand o Vidic, o los profundoa ataques de un lateral con la clase del francés Evra, y la ratificación de la calidad, aun con muchos años en el puesto, del holandés Van der Sar.
Todo indica que en Moscú presenciaremos una gran final, con un equipo recto y veloz (Chelsea) y otro con algo más de técnica, pero muy resolutivo en el área (Manchester), un entrenador consagrado y sin discusión (Fergusson) que no tiene nada que demostrar, y otro novato que va generando más respeto y ya nadie se atreve a decir ante una cámara de TV, como hemos visto en España, que no recuerda su nombre. Se llama Abraham Grant y parece que aún tiene más cosas para decirnos.
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