jueves, 25 de diciembre de 2008

Japón y los misterios de una cultura milenaria

Nos toca visitar Japón nuevamente, por sexta vez ya gracias a esta incomparable profesión que abrazamos hace ya dos décadas y media, ahora en ocasión del Mundial de Clubes, y peripecias de viaje mediante, no nos cansamos de comprobar la consolidación de una sociedad tan antigua y de un pueblo milenario del que seguramente tenemos mucho, diría que demasiado, que aprender.
La primera conclusión que uno puede sacar en los repetidos periplos por tierras niponas es que si hay algún tipo de desentendimiento, duda, litigio o confusión entre nuestra interpretación y la de los japoneses, es hartamente probable que ellos tengan razón, por experiencia, preparación, orden y conformación de su moral.
Partamos de una base para diferenciarnos rápidamente de los amigos orientales. Ellos siempre presuponen (y actúan) de buena fe y por lo tanto, serán acartonados, formales, tímidos hasta la médula, pero también serán siempre amables y absolutamente solidarios, porque así fueron educados y criados. Y nosotros, por naturaleza, somos mal pensados, entonces vamos a todo mirando para ambos costados primero, y si se puede para adelante y para atrás, también.
Al mismo tiempo, nos vuelve a tocar comprobar cómo todo aquello a lo que los argentinos llamamos “Primer Mundo” y tratamos siempre de igualar, termina decepcionándonos o sólo es así en la figuración o en lo que representa, pero mucho más que en su verdadero funcionamiento. Me explico: nuestro vuelo partía de Madrid hacia París, vía Air France, para hacer escala en el aeropuerto Charles de Gaulle de París por una hora y seguir hacia Tokio. Más allá de las turbulencias que generaron que el pajarraco gigante se balanceara y hasta permitiéndonos escuchar algunos gritos de pasajeros cercanos, el mayor problema, paradójicamente, ocurrió a minutos de llegar a París, cuando una azafata de aspecto sargentón preguntó al micrófono quiénes debían viajar a Japón. Cuando nos apuntamos, recibimos la “buena nueva”: no llegaríamos a ese vuelo, cosa extraña al comprobar, según mi maltrecho reloj, que aún quedaba un espacio de cincuenta y cinco minutos para la partida del vuelo siguiente, pero aún así, la azafata de marras continuó insistiendo con su discurso, convencida de su razón.
Un autobús nos dejó a los pocos minutos en la terminal y cuando nos disponíamos a una carrera alocada en busca de una plusmarca mundial con tal de llegar al vuelo, nos fuimos dando cuenta de que la fortachona de Air France conocía a pleno todos los procesos previos a un viaje. Primer tema, el salir desde Francia del territorio de la Unión Europea (UE) motivaba un sellado de pasaporte, tras lo cual, habría que pasar el vallado del control de rayos X. Allí intentamos el sorpsasso con el argumento (real) de que el avión se nos iba, cuando nos acometió la segunda sorpresa desagradable: la mayoría de los que compartían la fila, muchos de ellos japoneses, también estaban perdiendo el mismo vuelo, llegados desde distintos puntos de Europa, por lo que no había manera de conseguir paso. Aún así, nos dimos maña muchos de nosotros para estar en la puerta correspondiente unos diez minutos antes del vuelo, convencidos de que si más de veinte personas pierden el mismo vuelo y provienen de la misma compañía en un vuelo anterior, y siendo esta empresa nada menos que Air France, nos esperaría con toda seguridad. Pero aquí viene la tercera y gran sorpresa de la jornada. No nos esperaron. El avión partió a horario, dejándonos boquiabiertos y con la explicación de que la prioridad para la empresa es “la partida debido al uso de la torre de control”. ¿Y los pasajeros, que pagaron su pasaje y llegaron algo retrasados por otro vuelo de la misma compañía? Bien gracias. Esta “demora” hizo que el grupo en cuestión, en el que me incluyo, permaneciera por diez horas en el aeropuerto, a la espera de partir por la noche hacia Tokio en otras doce horas de viaje, y un día y medio perdido por la diferencia horaria, que gracias a Internet al menos me permitió avisar a los clientes para los que debía trabajar. A cambio, eso sí, hemos recibido por parte de Air France la delicada oferta de un vale para un sándwich y una bebida para poder disfrutar, al menos, de las diez horas de espera.
Por suerte, en la fila de los rayos x conocemos a un colega japonés, que comparte la profesión con la de ingeniero y hasta economista, quien reside en Marsella y ensaya, en su mejor politesse, un intento de que nos trasladen a un vuelo de la compañía JAL que partía cuatro horas después y hacia allá vamos, y como bien decía él, “we try”, a lo que yo trataba de remotivar con un “Yes, we can” al mejor estilo de un Obama de los aeropuertos. Pero lamentablemente, we didn’t. Porque tras minutos de peroratas, exhibiciones de carnets varios, explicaciones de lo que representa para nosotros perdernos el trabajo en el destino, y consiguiendo entrar en una lista de espera, minutos antes de ese viaje, la empleada de JAL nos explica en su mejor francés que hay un solo lugar libre en ese vuelo, pero que ninguno de nosotros ingresa porque no se puede trasladar a pasajeros que tengan maletas puestas ya en otro vuelo, en el propio de Air France de diez horas después del que teníamos que tomar. Es decir, la misma empresa que ya nos había perjudicado antes, nos volvía a perjudicar ahora por las consecuencias de aquella pérdida. Llovido sobre mojado, un inglés que notábamos a la caza de una oportunidad, fue más vivo que Wayne Rooney y de contragolpe se metió en el último instante, al no llevar consigo ninguna maleta. Otra vez a esperar, y ya con la certeza de que nada podríamos hacer, pese a que ya en el vuelo, el capitán viniera hacia nosotros para pedirnos disculpas y ofrecernos un formulario de queja, que por cierto, tampoco tenía la compañía en el aeropuerto (cosa elemental). Es decir, muy al estilo “First World” (o Premier Monde), Air France otorga un formulario que uno rellena pero que al entregar, se queda sin nada que certifique que protestó. Ni un sello, ni un papel, sólo expresiones de “buena fe” de que la compañía tomará recaudos.
Pero estamos en Tokio, una vez más, con sus rascacielos, su complejísimo sistema de transporte de trenes “JR” (aunque no son malditos), de subtes, de “shinkanséns”, o trenes de altísima velocidad, y nos metemos en un hotel de cápsulas con un extraño sistema. No hay habitaciones, sino sólo cápsulas en fila horizontal, dos por lado, y divididos por sexo, que contienen en su interior una cama, radio, TV, despertador y apenas si entra no en forma horizontal y con una altura me ochenta centímetros, como para meter el cuerpo, recostarse y dormir, porque invariablemente a las diez de la mañana, habrá que salir de las instalaciones. El hotel está en el barrio de Akibahara, conocido por sus artículos electrónicos, en pleno centro, y apenas entrar, hay que descalzarse (esto es típico en todo el país) y guardar el calzado en un armario especial. Luego se nos dará otro ropero, en el que encontraremos una bata y dos toallitas ocasionales, cepillo de dientes y peine descartables, y todo esto, junto a las duchas. En un piso diferente a las cápsulas. En fin, una nueva experiencia. Conocíamos las cápsulas callejeras, aquellas en las que mucha gente descansa o pasa la noche cuando ya no hay trenes o se encuentra lejos de su casa, pero no conocíamos las cápsulas pagas tipo hotel.
Seguimos sumando experiencias. Salimos tarde del Estadio Nacional en la noche del miércoles tras trabajar en el partido Liga de Quito-Pachuca, y sabiendo que hay pocos trenes, vamos pronto hacia uno de ellos en la estación Sendagaya cuando aparece el eterno primer problema: para sacar el boleto sólo se puede hacer de manera automática a esa hora, pero el sistema sólo está en japonés. ¿Cómo saber cuánto vale nuestro trayecto? Sólo queda preguntar y pasar a depender de la buena voluntad de esa persona. Una chica solidaria nos saca el boleto con sólo pronunciar de manera simple ambas estaciones, la de origen y la de destino, es decir, en este caso, “Sendagaya-Akibahara”. Pero la chica ensaya una explicación que no entendemos. Nos acompaña hasta la misma parada y nos muestra que hay un tren que hace el trayecto directo en siete estaciones. Nos suena raro pero le creemos, ¿qué otra nos queda? Y lo tomamos, pero una vez arriba, nos damos cuenta de que por alguna razón que desconocemos, la chica la pifió. Nuevamente a preguntar en el tren, con la certeza de que con suerte uno de cada cien podrá hablarnos en cierto inglés. Nuevamente pronunciando las palabras máginas (el nombre de las dos estaciones) conseguimos entender que hay que combinar (nos repiten, aunque mal pronunciada, la palabra “change”), así que lo hacemos…y ….¡¡¡Eureka!!!! llegamos, agotados por el stress, al destino. Nos espera otra noche de cápsula y experimentación.

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