Eleuteria Tamborini,
viuda de Herraiz, nacida – según figura en su partida de nacimiento – en 1936,
entró en el campo de juego detrás de los jugadores, enjuta, el bolso colgado
del brazo izquierdo que también mantenía cerrado el saquito de lana negra – una
brisa crepuscular cruzaba el estadio de noreste a sureste. Saludó al técnico
rival con el acostumbrado “suerte m’hijo”, y se sentó en el banquillo de
suplentes junto a sus dirigidos. Apoyó el bolso en el suelo, entre sus piernas,
sacó el tejido, y empujó el bolso debajo del asiento. A su lado estaba Varela,
reciente incorporación de Sportivo Alvarado.
“¿Va a tejer el
partido, doña Eleuteria?”, preguntó socarrón Varela.
“No sea pavo,
Varelita; es una bufanda para mi nieto. El partido no se teje, se urde,
delineando un 3-4-3, que puede trasformarse en un 3-3-4 o en un 4-4-2...
Cuestión de coreografía. Usted no se preocupe, ya va a aprender a bailar esta
danza. Tenga, borde un poco mientras calienta el banco”, respondió con un dejo
de lástima. Los jugadores cada vez entendían menos de este juego, de este
bailongo.
Eleuteria tejía esa
eterna y extravagantemente dilatada bufanda y con el pie marcaba un compás y
con la cabeza seguía la melodía de 1812 de Tchaikovsky y el equipo se plantaba
en un osado 2-1-4-3 y apabullaba al rival y la pelota danzaba o quizás las que
danzaban eran las piernas y las cinturas y el gol se transformó en una
inevitabilidad, porque cuando se le cantan esas cosas al oído, no hay quién se
resista.
Y entonces Eleuteria con un valsecito en la mente que seguía (¿o
configuraba?) un 4-3-3 y una pausa en la que el rival se desesperaba detrás de
un balón del que ya comenzaban a dejar de creer, siempre al alcance, tan lleno
de promesas, pero imposible de alcanzar, porque se mecía rendida a la gracia
respetuosa y señorial de los de Sportivo Alvarado. Y el pequeño pie de
Eleuteria como un metrónomo.
“No se me distraiga,
Varelita, borde... Pero no así, alma de Dios, con ganas, deseándolo, no lo haga
por contradecir a una vieja...”.
Y una milonguita,
porque eso de mecer, de seducir sin concretar, sin llevar al balón al clímax, a
la consumación de entreveros con la red, era una falta de respeto, una soberbia
inútil. Y entonces otra vez un 3-4-3, la pausa, la aceleración – “Y sabe qué
Varelita, estudie el Kamasutra, le va a venir bien, y su esposa se lo
agradecerá... ¿Tiene esposa? No conteste, no sé por qué le pregunté. Realmente
me da igual la respuesta. De todas formas, si no tiene ni esposa ni noviecita,
búsquese una amiguita, hay que descargar tensiones antes de jugar... Ah, y tome
unas clases de baile; el lunes en el entrenamiento le doy la dirección de una
academia de confianza” – que va conduciendo al rival a hacerse a la idea de lo
indefectible del desenlace, a aceptar esa suerte de violación que supone que el rival penetre la portería propia,
quebrando el orgullo, la virilidad. La crónica del gol anuncia cumplió,
tautológicamente, el resultado previamente notificado.
Benítez, el líbero
suplente, se levantó, se acercó a Eleuteria y le puso su casaca sobre los
hombros. “Me viene siempre con ese saquito de nada, doña Eleuteria...”, la
amonestó con cariño y respeto. “Ya sabe que en esta época del año refresca
traicioneramente a estas horas”.
“Gracias, m’hijo”, y
el pie y la melodía y esa intriga de vaivenes y sutilezas y el público
embobado, agradecido, entregado a esa ingeniería de la táctica, a esa
delicadeza de la habilidad.
Cinco minutos antes
de que finalizara el partido, Eleuteria guardó el tejido en el bolso, se
incorporó, se dirigió al banco rival, saludó al técnico y a los suplentes y se
perdió en el túnel de vestuarios.
Varelita siguió
bordando hasta que terminó el partido y Benítez le dijo que ya estaba bien. “No
es castigo ni chanza. Dale tiempo, ya va a ver”, le ofreció un punta de
explicación.
“Si a vos te sirvió,
¿cómo es que estás en el banco?”, preguntó Varela, sin deslealtad ni querella;
pura inquietud.
“Cada hilo a su
tiempo, según el dibujo...”, fue todo lo que replicó Benítez. Ya estaban en el
túnel de vestuarios. La humedad filosa
acumulada como una trampa fría Varela. Benítez ya entraba en el vestuario.
Eleuteria hablaba bajito y repartida agujas, ovillo y discos de vinilo
(“Escúchenlos para el lunes”, vamos a trabajar con ellos”) y repartía
felicitaciones maternales. Varelita se preguntó si había hecho bien en aceptar
la oferta de Sportivo Alvarado, si alguna vez entendería, si encajaría en esa
dinámica. Entró al vestuario y, mientras cerraba la puerta tras de sí,
Eleuteria le decía: “Varelita, unas clases de pintura, de perspectiva, sobre
todo – el lunes le voy a prestar un libro sobre Della Francesca -, no estarían
de más”. Blasco, el 10, asintió, mirándolo, confirmando o ratificando el
consejo y, a la vez, corroborando la duda o la inquietud de Varela.
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