Es necesario aclarar de entrada que los dos clásicos
por la semifinal de la Copa Sudamericana fueron muy parejos, que River Plate,
finalmente clasificado para la final ante Atlético Nacional de Medellín, no es
el que fue hasta hace un mes, tras una caída física importante, sumada a la falta
de un jugador clave como Matías Kranevitter, y que tal vez en el balance, Boca
estuvo más cerca de pasar.
Sin embargo, la sensación que hay en el ambiente luego
de los dos partidos, definidos en 180 minutos por un gol que con su gran
pegada, concretó Leonardo Pisculichi, es que River fue justo vencedor. ¿Por qué
esta idea es la que recorre las redacciones, las radios, las calles?
Todo se relaciona mucho más con la actitud y las
convicciones, con el juego desarrollado durante el segundo partido, que con el
gol o el resultado final.
En todo caso, River supo desde el primer minuto de
la Bombonera que no estaba para construir aquel fútbol que tantos elogios le
generó hace apenas unos meses, y se dedicó a defender el cero, con el peligro
que acarreaba que de local, Boca pudiera concretar algún gol, algo posible de
acuerdo a sus características de visitante durante todo el torneo.
Pero para ser campeón, es necesaria también una
cuota de suerte y la suma de muchos detalles gravitantes. En el partido de ida,
Leonel Vangioni lastimó (sin irse expulsado) a un Juan Manuel Martínez en
ascenso (aunque seguimos creyendo que por sus características no es un jugador
del estilo de Boca), y antes de la revancha en el Monumental se lesionó un
jugador clave en el ataque xeneize como Andrés Chávez, por lo que su lugar lo ocupó Emanuel Gigliotti, que venía
teniendo cierta continuidad en la red en los últimos partidos.
Gigliotti terminó siendo un jugador clave en el
segundo partido, porque Boca se encontró con una situación demasiado positiva
apenas al comienzo. Un penal por una torpeza de Rojas, que muy bien cobró el
árbitro Delfino, pero que el arquero Marcelo Barovero contuvo y desde ese
momento, parecía que cambiaría el eje anímico en el Monumental.
No fue así porque hasta el gol de Pisculichi, Boca
tuvo varias llegadas con peligro que una y otra vez, estando muy cerca, no pudo
convertir Gigliotti, por lo que el resultado pudo ser tranquilamente para los
visitantes.
Es decir que el problema de Boca no pasó ni pasa por
el resultado. Pudo haberlo ganado, si Gigliotti convertía el penal porque eso
ya obligaba a River a concretar dos goles y a Boca le daba una gran
tranquilidad en lo táctico y el partido se planteaba para lo que más sabe
hacer, contraatacar.
También lo pudo ganar en las situaciones siguientes,
hasta que River se puso en ventaja. El tema, entonces, es otro. El tema de Boca
no es el resultado sino el juego, la falta de convicción para saberse ganador,
para confiar en algún aspecto del juego porque íntimamente sabe que no tiene
algo que lo caracterice por su fortaleza entre sus once jugadores.
Boca no tiene, como en cambio River sí, la sensación
interna de que en cualquier momento va a convertir, que va a dar vuelta un resultado,
que tiene elementos suficientes. Todo lo contrario. El gol de Pisculichi vino
de un remate sin parar la pelota, algo que hoy por hoy necesitan casi todos los
jugadores del torneo argentino. Y si no era en ese momento, podía llegar con
alguna de Carlos Sánchez por la derecha, o por Teo Gutiérrez, o por Rodrigo
Mora.
River siempre supo que con una buena dosis de aquel
fútbol perdido hace un mes, siempre podía embocar alguna. Boca, en cambio, siempre dudó sobre si podía o no.
Acaso mejor representado que nunca fue lo del cambio del chileno Fuenzalida,
que en cuatro meses, aún no se sabe a ciencia cierta de qué juega, o al menos
en qué puesto lo cuenta el técnico Rodolfo Arruabarrena.
En un clásico tan importante, definitorio,
Fuenzalida entró y volvió a salir, porque no se supo bien para qué estaba.
Tampoco se entendió cómo, por más líder que sea, Fernando Gago (hoy, mucho más
un speaker de la mitad de la cancha que un atildado jugador de buena postura)
pudo jugar cuarenta minutos cuando ya se había lesionado en el calentamiento
previo. Un buen entrenador debe encontrar las palabras justas para explicar,
aunque sea doloroso, que no se puede jugar en determinadas ocasiones.
En el fondo, Arruabarrena intentó mejorar, desde la
autenticidad y el realismo, un equipo que desde hace mucho tiempo que no juega
al fútbol, que no sabe bien cómo hacer para llegar al arco rival en base a los
toques, al traslado estético de la pelota, sin que sea necesario empujar,
presionar, meter, correr. Pero olvida que todo aquello es un aditamento a lo
principal: el fútbol es primero que todo, un juego.
Por eso, ante cada libro de pases que se abre, Boca
va y trae todo lo que parece bueno en otros lados, sin fijarse posiciones ni
estilos. Si es bueno, viene y listo. Y primero está siempre la idea, luego el
proyecto, luego los ejecutantes acordes. En Boca, primero están las estrellas,
luego la camiseta, las urgencias, y entonces no parece haber tiempo para pensar
y jugar.
Mientras esto no cambie, Boca seguirá perseguido por
un torbellino. Con jugadores que no han contrastado con la historia del club,
con otros que funcionan en equipos chicos pero no en uno que requiere de otro
tipo de personalidades, con tres nueves en un ataque, sin usar las puntas, sin
un jugador que conecte las líneas (era Juan Román Riquelme, en horas bajas en
lo físico, pero se fue en conflicto con los dirigentes), con picapiedras en las
tres posiciones en el medio, con Gago más dedicado a la queja, la pelea y las
lesiones que a jugar, y con una defensa que tiene problemas de alto, en los centros cruzados, al regresar de un
ataque propio.
Esto era más grave en tiempos de Carlos Bianchi y
luego, Arruabarrena heredó el plantel y aunque de palabra pareció tener buenos
propósitos, no pudo reconducir el juego en ningún momento. Boca casi se queda
afuera contra Deportivo Capiatá de Paraguay, no hay que olvidarlo.
Y sumado a esto, los problemas extra-deportivos,
como la imperiosa necesidad de ganar algo porque se termina en un año el ciclo
del radical-macrista Daniel Angelici como presidente del club, con Riquelme
dando entrevistas importantes en los momentos claves, influyendo desde afuera
en un grupo en el que no todo parece funcionar, y que viene de varios
cimbronazos, y con un vestuario que ya no conserva aquellos ganadores de otros
tiempos.
River no tiene estos problemas, y si bien su
entrenador Marcelo Gallardo también se equivocó más de una vez, como colocar a
los suplentes en un partido clave ante Racing Club que le puede hacer perder un
torneo que lo tenía ganado, acertó en un punto crucial: el apostar a una
estética, a una manera de jugar que transmite mayor seguridad a los suyos, y
aunque últimamente no aparecía tanto, siempre estaba en algún rincón, esperando
que se la recuperara.
En el segundo tiempo del Monumental, en el momento
clave de la clasificación, River tuvo eso que se necesita para avanzar, para no
ser uno más. Boca, con demasiadas dudas y en una noche en la que además no le
salía nada, se fue hundiendo, sin encontrar los caminos, porque sabe en la
intimidad que no cuenta con muchos recursos, que si el rival se pone exigente,
no hay mucho de dónde sacar. Porque ni siquiera tiene un claro ejecutante de
tiros libres, córners o penales. Porque hace mucho, demasiado tiempo, que no
juega.
1 comentario:
Que dolor, Ruso. Luis Blanco
Publicar un comentario