Por segundo año
consecutivo, un equipo brasileño se consagra campeón de la Copa Libertadores de
América con un gol sobre la hora (Breno Lopes, para Palmeiras en el Maracaná,
en la edición anterior Gabriel Barbosa, “Gabigol”, en Lima), con un director
técnico portugués (ahora Abel Moreira Ferreira, antes Jorge Jesús), y en ambos
casos, sin que hayan comenzado sentados en el banco de suplentes desde el
inicio de la temporada, sino ingresando al cargo una vez que terminó la fase de
grupos y por una racha de malos resultados de sus predecesores.
Puede que todos
estos datos nos acerquen un poco al frío análisis que podemos hacer a la
distancia, con la idea rondando sobre muchas cabezas luego de haber observado
una final tan insípida, tan incolora, tan falta de gracia (pensar que fue en la
misma Río de Janeiro, sede de esta definición, donde el gran Vinicius de Moraes
se inspiró para describir justamente lo contrario de aquella “Garota de
Ipanema”) de que en ese mismo Maracaná en la que festejó el Palmeiras con su
único tiro al arco en más de noventa minutos pudieron estar tanto Boca como
River, apenas con haber tenido partidos más o menos aceptables en semifinales.
Lo cierto es que
Palmeiras y Santos, (los dos paulistas que llegaron como intrusos a tierras
cariocas aunque la Conmebol se alegrara con esta rara casualidad de definición
de Copa Libertadores en Brasil con brasileños y de Copa Sudamericana en
Argentina con argentinos), ofrecieron un horrible espectáculo que alcanzó
coherencia total con la inmensidad de un Maracaná vacío, con apenas cuatro mil
invitados repartidos en partes iguales.
Con sinceridad,
tampoco estos equipos generaban grandes expectativas si se toma en cuenta el
juego desplegado por ambos durante toda
la fase final de la Copa Libertadores, aunque bien se podía pretender
que al menos salieran un poco a buscar el resultado favorable. Tal vez se podía
esperar algo de Santos, con un poco más de manejo de pelota desde Marinho.
Diego Pituca o el venezolano Soteldo,( aunque haya una distancia sideral cuando
uno se imagina a Pelé vistiendo la misma camiseta y el mismo número en el
pasado). Pero cada vez nos conformamos con menos.
La gran pregunta
es cómo hemos llegado a esto. Cómo puede ser que la Copa Libertadores de
América, un torneo con tanto prestigio en 61 ediciones desde 1960, pueda darnos
una final así, sin un remate al arco menos el gol y algún tiro libre aislado, sin
que poco más de una veintena de jugadores brasileños haya intentado una
gambeta, un caño, una cortina, tres pases seguidos. ¿A qué fútbol se juega de
este lado del Océano Atlántico? Al final, vamos a terminar creyendo esa
publicidad auspiciante del torneo que dice que “esto no es Football”. Al menos,
no es el fútbol que hemos visto en un pasado cada vez más remoto.
Si hay que
buscar una explicación a lo que ocurre, creemos que el fútbol brasileño ha
hecho dos milagros al revés, porque con tanta población es más que difícil
llegar a este presente sin grandes cracks en el torneo local, y con necesidad
de contratar a entrenadores extranjeros para llegar al éxito, o en muchos
casos, jugadores argentinos de segundo orden, sin demasiado mérito deportivo, y
que sin embargo logran destacarse allí.
Uno de esos
milagros pasa primero por un fútbol argentino que creyó, erróneamente, que
había que copiar la táctica y la disciplina europeas para progresar luego de la
dura derrota ante Checoslovaquia en el Mundial 1958, sin pensar que al fin de
cuentas, el campeón había sido un vecino, Brasil, desplegando un gran fútbol, y
que al conjunto nacional le había faltado media docena de estrellas de la talla
de Enrique Omar Sívori o Alfredo Di Stéfano.
El modelo que se
importó entonces fue el del negocio. Un combo completo que incluyó entrenadores
a los que se agigantó en importancia (¿cuánto importa instalar un cronista a su
lado para que en las transmisiones cuente que se alegró en los goles de su
equipo o se entristeció en los de sus rivales?). y que impusieron sistemas
conservadores con cada vez mayor marcaje y dependencia de sus decisiones para
generar jugadores en serie que fueran obedientes y menos creativos. Y de a poco
fueron matando la gallina de los huevos de oro hasta que la manera de jugar
terminó derivando en mera copia que, obviamente, fue sucumbiendo contra el
original.
Mientras esto
ocurría con el llamado “Fútbol Espectáculo”, que trataron de imponer primero en
los años Sesenta los presidentes de Boca y River. Alberto J. Armando y Antonio
V. Liberti, Brasil mantuvo su idiosincrasia, su manera brillante de jugar, en
tiempos de oro del “Rey” Pelé y otros cracks que nos emocionaron especialmente
en la cereza de la torta que fue el Mundial de México en 1970, de lo que se
vanagloriaban hasta los artistas con aquello de “La Copa del Mundo es nuestra”
hasta en aquellos inolvidables recitales de “La Fusa” con el maestro Vinicius.
Toquinho, María Creuza y María Betanha.
Pero tras
quedarse con la Copa Jules Rimet y el retiro de Pelé. aquel fútbol tan bonito,
único, incomparable, del que tanto gustábamos, fue comenzando a creer que había
que copiar el modelo argentino sólo porque hubo una racha entre 1978 y 1990, de
tres finales en cuatro mundiales, creyendo que ese era el camino, cuando ya el
albiceleste iba por el rumbo equivocado, aunque
un lapso de una cierta coherencia haya ralentizado la caída.
Sumado a esto,
la apertura de los mercados europeos, el creciente capitalismo del fútbol
basado en la contratación de futbolistas cada vez más jóvenes y la necesidad de
“producir” (los mapas de calor, los kilómetros recorridos por partido, los
medidores de esfuerzo, los GPS) hizo olvidar definitivamente lo que nos dio
identidad y hasta hubo que aclararle al presidente de la AFA. Julio Grondona,
que una publicidad de una marca de indumentaria deportiva era a favor y no en
contra cuando el slogan decía “Más animal que o zagueiro argentino”, con la
imagen de Roberto Ayala.
Para ganar
títulos, de repente, había que recurrir a la garra argentina; meter, morder.
“avivarse”, adquirir nuestras mañas en cada situación de juego. Se juramentaron
que ya nuestros equipos no los “pasarían más” en los detalles. Había que
importar futbolistas de estas tierras para que enseñaran el modus operandi,
directores técnicos “adelantados” que pusieran a Brasil “en el futuro”, hasta
que un día, en esos torneos cada vez más vaciados, el especialista de los ritos
libres, aquellos que antes pateaban esos cracks que tanto nos encantaban como
Pelé. Rivelino, Dirceu, Gerson o Zico, ahora era el serbio Dejan Petkovic, con
la camiseta del Flamengo.
Se había
producido el milagro al revés y de a poco, el gran talento que conocimos se fue
apagando. Como el argentino, no fue algo de un año o dos, sino un largo ciclo
una vez que se terminó la generación de los Ronaldinho, Ronaldo, Romario. Cafú.
Rivaldo o Roberto Carlos, hasta llegar a este esperpento que vimos en el
Maracaná, empaquetado y vendido por el marketing como “Final de la Copa
Libertadores de América”.
Nada de esto,
como se ve, es casualidad, sino el resultado de un ciclo, de pésimas
decisiones, en este caso con doble responsabilidad dirigencial, porque antes de
tomarlas, bien pudieron estudiar cuál fue su efecto primero en sus vecinos y
hoy, paradójicamente, tantos años después, el fútbol brasileño decidió apartarse
de aquello que le dio orgullo para copiar lo que ya nosotros conocemos desde
1958 y de o que, por suerte, según parece, ya muchos intuyen que es de lo que
hay que escaparse cuanto antes.
Y no se trata de
que no surjan cracks porque Brasil, en tanta población, potencialmente los
tiene y en cantidad. El problema es el mismo que el argentino: un sistema
productivista, resultadista, de negocios, que no sólo atenta contra el
espectáculo sino, al final, contra sí mismo.
Cuando Flamengo
ganó el título, a duras penas y con dos goles en el final ante River, en 2019,
su director técnico en la fase de grupos era Abel Braga (ahora en Inter de
Porto Alegre), echado por una mala racha y reemplazado por el portugués Jorge
Jesús. Ahora, el Palmeiras fue el equipo de mejor desempeño en la fase de
grupos, pero con Wanderlei Luxemburgo en el banco, luego echado por otra mala
racha, reemplazado por otro portugués, Moreira Ferreira, y accedió a la final
luego de penar en San Pablo contra River luego de un 3-0 a favor en la ida.
Demasiados parecidos. Ciclos que no son tales, goles sobre la hora. Así se gana
hoy, con poca consistencia y sin dejar casi nada para el recuerdo.
Algunos dirán
que sólo importa ganar, que nadie se acordará del segundo y frases ya por todos
nosotros conocidas. Y sólo estarán repitiendo aquello que generó el sistema que
va terminando con el orgullo y la identidad en una manera de jugar, hasta que
los estadios queden vacíos y no por una pandemia, precisamente.
Acaso éste haya
sido otro ensayo general. Una final entre dos equipos con escaso talento, mucho
miedo a perder y un par de tiros al arco. Es lo que hay. Esta película ya la
vimos y sabemos cómo termina. Que después no digan que no les avisamos. Es por su bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario