jueves, 13 de noviembre de 2008

River, de Aruba a Islas Caimán

Escuchar hablar a José María Aguilar puede llegar a ser un buen ejercicio para intentar profundizar el idioma castellano por sus vericuetos más intrincados. Es capaz de estar hablando horas sin decir nada concreto o, inclusive, pintar el mejor de los mundos. "River es Aruba", dijo una vez, en referencia a la placidez con la que supuestamente se vive en el club "ex millonario", al que describe como ni el mejor fanático podría hacerlo, "el mejor club de la Argentina, lejos".
Si el lema de la desencantada mayoría argentina en aquellos días de cacerolazos de 2001 fue el "que se vayan todos", en River es lo que más se ha cantado en los últimos años, cansados como están sus hinchas de soportar esta etapa de dislates y de lograr el milagro (como el de la Argentina) de terminar con lo que anteriormente era una máquina de generar títulos deportivos y dinero.
No parece difícil dirigir a River. Al menos, no lo parecía cuando el club llegó a tener en sus filas a los jugadores más deseados, a los más talentosos, a la gran "Máquina" de los años cuarenta, en la que hasta el gran Alfredo Di Stéfano llegó a ser suplente y cedido a Huracán en 1946 porque no había lugar, ocupado como estaba por Adolfo Pedernera. En los años cincuenta, el club se dio el lujo de cerrar la herradura con el pase de Enrique Omar Sívori, y siempre contó con los mejores cracks y pese a dieciocho increíbles años de sequía, volvió a colocarse en la cima del fútbol argentino desde 1975 con la llegada como DT de una gloria del club, Angel Labruna.
Pero River no fue sólo eso: también se lo destacaba porque formaba parte del modelo del "club con fútbol" y no "de fútbol", con magníficas instalaciones en el barrio porteño de Núñez.
Si bien ya desde hacía años que River era un polvorín, jamás había llegado a la situación en la que está. Y no sólo por pasar de ser un mediocre campeón del Torneo Clausura 2008 tras cuatro años de nueva sequía (aunque esta vez no atribuible a la mala suerte), al lugar del pobre colista del Apertura ahora, o quedar casi en el quinto lugar en los promedios del descenso, cuando nunca había bajado de tercero y casi siempre fue segundo, o que Boca Juniors, su eterno rival, le saque un campeonato de distancia en los últimos seis.
Este River de "Aruba", en el que todo está en orden, cual casa alfonsiniana de Pascuas (cuando Aguilar y sus dirigentes saben bien que la barra brava se está matando entre sus agrupaciones internas dentro de las instalaciones pero fue necesario que un hincha lo grabara desde su teléfono celular para que se difundiera en los medios), ha perdido desde muchas de sus actividades, hasta su patrimonio en jugadores. Muchos fueron entregados en paquete, siendo juveniles o siquiera debutantes, a los socios del capital con sede en Islas Caimán, o en negociados extraños con el Locarno de Suiza. Se las saben todas, estos tipos. Uno los escucha hablar y en el país en el que Friendrich (quien robó una fortuna de un banco en Santa Fe pero nunca cantó) es un ídolo para algunos, ¿cuánto más es Aguilar?, el mismo que llegó jovencito y flaco, y terminó muy gordo y con un inmenso poder, y al lado de Grondona, haciendo carrera.
El mismo que justo estaba veraneando en Punta del Este cuando las distintas facciones de "Los Borrachos del Tablón" se mataron en medio de los quinchos en los que la gente comía asados, y los violentos se disputaban el botín de parte del pase de Gonzalo Higuaín al Real Madrid. O tampoco recuerda haber vosto o conocido a nadie cuando el asesinato de Gonzalo Acro, mientras insiste, con la misma cara, que River "es el club más seguro de la Argentina". Hoy es así, una generación que sabe que miente, pero que no se propone decir la verdad, sino disfrazar la no-verdad (por decirlo con términos cletísticos) de la mejor manera posible, cosa de que todos sabemos que no es verdad, pero queda tacitamente claro que no la escucharemos y que el juego será ver cómo se las arregla Aguilar para mentirnos armoniosamente y zafar otro día más, entre Aruba e Islas Caimán, yendo y viniendo Ortega, cambiando o no de DT, negando que el club esté manejado por violentos con los que negocia, arregla y encubre.
Mientras tanto, los hinchas se desangran, saben bien que este equipo no es el que están acostumbrados a ver y lentamente se van resignando a la espera de que el desgaste sea tan grande cuando lleguen las elecciones, que al menos por una vez el rechoncho dirigente que llegó flaquito, al menos pretenda irse a Zurich cerca de Don Julio, pero abandone la cháchara de la nada, de los Aruba de la teoría, las Islas Caimán de la práctica oscura, y al menos deje que en la desvastada Buenos Aires que queda, alguno pueda intentar recomponer alguna pieza de aquella grandeza, y se acabe la desvergüenza. Y River vuelva a ser lo que antes era.

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