miércoles, 8 de octubre de 2014

El fútbol, la gran pasión nacional (Jornada)



Un sábado de agosto, ya de regreso del Mundial de Brasil, este cronista fue despertado, muy temprano, con una melodía que alcanzó a reconocer entre el sueño y el desconcierto.

Una banda militar estaba por ingresar al predio de La Rural, en el barrio porteño de Palermo, al ritmo de “Brasil, decime qué se siente”, con música original de Creedence.

A los pocos días, unos amigos relataron que no era la primera vez que en uno de los desfiles patrios, mucho más formal, otra banda ejecutó la misma melodía, marchando entre la gente.

Esa canción, repetida hasta el cansancio durante el Mundial, llegó a ser coreada en un mítico Fan Fest de Copacabana, el día anterior a la final del Mundial, por cien mil argentinos con camisetas celestes y blancas y de colores de sus distintos equipos.

Al margen de los partidos, si hay algo extra deportivo que debe ser señalado como espectacular durante el pasado Mundial fue la invasión de argentinos al Brasil, con y sin entrada, lo que hizo que el gran periodista carioca columnista de O Globo, Fernando Calasanz, pese a la histórica rivalidad, afirmara que en el partido decisivo ante Alemania no podía hinchar por otro equipo que no fuera el argentino, al notar el conmovedor esfuerzo de su gente por llegar, algunos sin recursos, sacrificando todo para poder estar presente y acompañar a su selección.

Si hay algo que se mantiene incólume en el fútbol argentino es la pasión, acaso transformada desde los años 90 con una idea distinta del hincha, en algún caso, pasando desde el “fana” (aquel que prefería meter la cabeza en la masa para pasar desapercibido en la tribuna, y con timidez admitía que era fanático de tal o cual equipo) al “fan” (el que busca mostrarse hincha, quiere que se note su pertenencia, lleva puesta la camiseta y es más proclive a aparecer en medios de comunicación para mostrar su devoción y hasta para enviar un recado a su rival, gracias a la expansión de los medios masivos de comunicación).

Las camisetas, las banderas, los “trapos”, forman parte ya de una liturgia que para algunos estudiosos va tomando forma de religión del siglo XXI.  Los hinchas lloran por una derrota que huela a descenso, de emoción por un ascenso, un título, un triunfo importante. No comen ni duermen, polemizan hasta la mínima jugada, como ocurrió en el interminable último superclásico, y suelen ver “manos negras” siempre en contra de los suyos, y ayudas en los rivales.

En el verano europeo pasado, en el festival “Offside” de cine relacionado con el fútbol, en Barcelona, se exhibió la gran película “El otro fútbol”, en la que Federico Peretti recorrió el país, de punta a punta, para mostrar distintos aspectos de la idiosincrasia argentina: desde un policía que se da vuelta, pese a que custodia la tribuna, para poder ver un tiro libre, hasta un jovencito trepado a lo más alto del alambrado en cualquier cancha casi sin césped, y con escasas tribunas. Todo vale.

Las canciones de los hinchas argentinos son copiadas en toda América, con algunas cadencias, o ritmos más lentos, y por la Europa latina, adaptadas a los distintos idiomas o idiosincrasias, aunque muchos no conozcan a nuestros Calamaros, Fitos, Giecos o Heredias.

Y si se tiene en cuenta que el fútbol argentino sufre cada seis meses una sangría tremenda, por la marcha al exterior de cracks y de promesas y hasta de los que seguramente regresarán al poco tiempo al comprobar que no eran para tanto o que no estaban maduros, que las condiciones organizativas para viajar, ingresar a los estadios sin horarios claros ni días seguros, dejan mucho que desear, y que ni siquiera se puede estar seguro de regresar con vida una vez terminado el “espectáculo”, vaya si se trata de pasión.

Ni qué hablar de querer conocer la situación económica de los clubes, o por qué contratan a fulano en vez de mengano o perengano, o por qué no atacan cuando el empate no parece alcanzar y la situación parece dar para más.

El hincha argentino lo es a prueba de balas, de malos resultados, de organizaciones penosas, de emigraciones constantes, de hábitats peligrosos, y al margen de sus equipos, y de un modo distinto, a veces de reojo, aunque los mundiales, o los grandes torneos, o los clásicos de renombre, lo es también de la selección cuando siente que su presencia es necesaria, y mucho más aún cuando se identifica con su juego, con su entrenador o con algunos de sus jugadores, o como mínimo, tiene esperanza en uno o varios de ellos.

Es difícil pretender una mirada fría, del fútbol, por parte de un hincha argentino. A veces es tan conmovedor, que aparece en momentos impensados como aquel descanso de la final del Mundial 1994 entre Brasil e Italia, que aburrían con un inamovible cero a cero. Hubo un silencio, en el intenso calor del Rose Bowl de Pasadena, y en un codo, de repente, un grupete de cien, doscientas personas, comenzó a agitar sus remeras, sus camisas, al grito de “ohhhh, Argentina, es un sentimiento, no puedo parar”.

La pasión es inexplicable, aunque viene de muy lejos, de cuando los “locos” ingleses, a través del puerto, introdujeron el fútbol en estas costas y jamás hubieran imaginado que en pocos años, un estilo distinto los iría quitando del mapa, hasta superarlos para dar lugar a todo tipo de polémicas, debates, conferencias, ponencias, guiones, películas, libros, enciclopedias, obras de teatro, fotografías, ríos de tinta, papers, tesis, pero también gente abrazada, que reza por un resultado, que espera un milagro, que se persigna.

Hasta el Papa Francisco se permitió bromear en El Vaticano con un éxito de su San Lorenzo. El fútbol da para todo, hasta para la comparación del gol con el orgasmo, o la gran pregunta del español Vicente Verdú si acaso el festejo de un gol no simboliza al que conquistó en tierras enemigas y regresa a la propia para contarlo.


El fútbol argentino, a lo largo de poco menos de un siglo y medio, fue construyendo una cultura propia, que superará y poco le importará todo este análisis para sumergirse una vez más, en la pasión, cuando la pelota vuelva a rodar.

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