No me
importaba mucho quién ganara. Así que no tengo una excusa, una justificación
para lo que desencadené. Podría decir que, de lejos, era el mejor partido que
se había visto en el Mundial. Una disculpa vaga, sin asidero: quedaba aún casi
todo por delante.
Tal vez fue la humedad y el calor y la confabulación de
cervezas y cachaças que habíamos tomado la noche anterior en una callecita
llena de encanto y tentaciones.
Quizás fue mi negligente descreimiento de las
fórmulas de la superstición y la hechicería. Quizás fue todo eso. Quizás nada.
Quizás, incluso, ni siquiera fui yo, a fin de cuentas, sólo había escuchado
esas frases, ese conjuro que, me aseguraron, era yoruba, y del que en ese
momento no comprendí su propósito. Las frases las dijo un tipo con un solo
diente y una edad que había dejado de mostrar la evidencia de sus años. Detrás
de un vaso de cerveza habló, cruzando los dedos (para que no tenga efecto,
dijo), y pronunció esas sentencias, ese llamado a potencias o bríos
inverosímiles.
Italia e
Inglaterra llevaban jugado gran parte del segundo tiempo. Un partido atractivo,
a pesar de la humedad que parecía tejer compromisos gravitacionales mayores,
como si el objetivo final fuera derretirlo todo, vincularlo con ese pecho
inmenso que es la Amazonía.
Desvarío, lo
sé. Incluso con aires literarios. Es el calor, este grumo neblinoso, esta
impregnación que abate. La cuestión es que pensé que si repetía la frase el
partido se alargaría unos minutos más. Ensueños, incuria, la estupidez del que
sin creer prueba un conjuro suponiendo que éste obrará de acuerdo a sus deseos
y no a su mezcla de instrucciones precisas, concretas. Pero el que no cree no
piensa siquiera que seguirá un efecto al enunciado de esas frases. Quizás, en
ese momento de escasa lucidez llegara a pensar que nadie que poseyera una
fórmula que es efectiva traspasaría dicho conocimiento a un borracho de paso.
Como sea.
Recité esos sonidos que conformaban un lenguaje que no conocía y que no sé aún
cómo recordé (no repetiré esas palabras). El enunciado luchó contra la
agregación de partículas de agua que saturaba el ambiente, y me olvidé antes de
que atravesara las capas superiores del bochorno.
El efecto fue
casi instantáneo. Al menos así lo percibí. El tipo que estaba sentado a mi lado
comentó de modo interrogativo, amparando su descrédito: ¿El césped está más
crecido que al principio?
El césped
estaba mucho más alto. En los costados, junto a los banderines del córner,
donde había menos tránsito futbolístico, se notaban algunos brotes altos, de
algo. Eso es castaño de Pará, dijo una mujer tetona que estaba detrás de mí, en
diagonal hacia mi derecha. La vegetación ahora creía más de prisa.
Y allí, en el centro del campo, crecen Itahuba,
Tajibo, Cedro, Cuta barcina, Almandrillo, dijo otra mujer, no menos agraciada
de busto. No mi querida, respondió la primera. Esos de ahí no pueden ser nunca
Almandrillos, eso es Timbó. Timbó, dice, replicó la agraviada, dónde ve el agua
usted: eso crece cerca del agua. Como que estanos en la Amazonia, más cerca del
agua y se moja. Así siguieron.
Entre tanto, los jugadores esquivaban ramas que iban
surgiendo, troncos que se iban imponiendo. El partido, debo decir, en esos
momentos iniciales del desastre se volvió sublime: equipo contra equipo y
ambos, contra el avance vegetal. El árbitro cobró un penal para Italia, pero el
propio Pirlo le dijo que no, que había sido un brote vigoroso que justo había
brotado del suelo, que el inglés ni lo había tocado.
Por laas paredes del estadio comenzó a subir un
murmullo de hojas y tallos marchando sobre el cemento y el acero. Todo se iba
tiñendo de verdes recios y robustos. La gente comenzó a salir del estadio, pero
no en estampida, como cabría haber previsto sino con la lentitud de la sorpresa
que perduraba como si las plantas y sus flores contuvieran un narcótico para
aplazar la voluntad humana y así reconquistar sus dominios.
Llegué en una lancha a Ovidos. El avance de la
vegetación había perdido gran parte de su ímpetu a la altura de Itacoatiará.
Mañana parto en otra lancha hacia Belém. Tuve la tentación de preguntarle a un
lugareño el significado de las palabras que pronuncié.
Pero no me atreví a repetirlas ni con los dedos cruzados.
Así que nunca conoceré su poder –o si tenían por alguno-. Nunca sabré si ese
suceso vegetal se debió a mi enunciación o no. Creo que aquel hombre estaba
buscando un intermediario para la catástrofe o lo que fuera esa desmesura de
flora creciéndole a la ciudad.
Supe por un alemán que también escapó que Foster,
Gerard, Sterling, Marchisio, Chielini y Pirlo iban en una balsa camino del
Atlántico y que tenían un balón y que continuaban el partido –a fin de cuentas,
el árbitro nunca lo terminó o suspendió, al menos nadie se enteró-. Tal vez,
alguna vez, alguien se entere del resultado de aquel partido.
Quizás, después de todo, mi deseo se cumpliera;
quizás tendría que haber especificado más claramente los términos del mismo.
Mientras escribo esto, no puedo dejar de imaginar que hay grupos de jugadores
italianos e ingleses jugando un partido que ya no comprenden en una región de
la que muy probablemente ya no puedan salir: o por la vegetación y sus engaños
o porque mi deseo indefinido supone un partido inagotable, jugado por el
capricho de alguien que no puede verlo.
1 comentario:
Muy bueno el blog.
Saludos.
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