jueves, 23 de octubre de 2014

Realismo mágico (Un cuento de Marcelo Wío)


¿Cómo que no hay señal de televisión?

Qué se yo, Tincho, no soy ingeniero electrónico.

¡Carlitos!

¿Qué Nene?

Poné la radio

No tiene pilas... ¿vos tenés?

¡No me jodas! ¿Quién tuvo la idea de venir al Tigre a ver el partido?

Tuya, boludo.

Madre mía, ¿y a quién se le ocurre darme bola a mí?

A todos.

Son unos irresponsables.

Tincho, ¿cómo va el asado?

Los chorizos salen en diez. Los chichulines y la mollejita en 20. Todo controlado.

Tincho estaba frente a la parrilla, el repasador colgando del cinturón del pantalón, gotas de sudor colgáldole de la sien, como custodios de una idea. Carlos, el Nene, Balfour y Manrique estaban sentados a la mesa, fumando, tomando un vino peleón y cortando salamín y queso.

¿Y qué hacemos?, la pregunta la formuló, tal vez, Balfour.

Comemos, boludo; ¿qué otra cosa vamos a hacer?, respondió, hurtando su voz de entre las brasas y el chamuyo de la grasa rumoreando posibilidades inhóspitas.

Imaginamos el partido..., aventuró Carlos.

¿Andás en las drogas?, inquirió el Nene, caliente porque su idea de ver el partido en el Delta era una rotunda pelotudez y nadie lo había parado.

¿Vos necesitás drogas para imaginar, pajero?, resentido, molesto, Carlos.

Disculpá, Carlitos, estoy caliente..., desestimó la querella el Nene.

Mirá los bichos rondándole al farolito, señaló Tincho el sol de noche a un costado de la parrilla.

Rescaten al muchacho de ahí – solicitió Balfour -, el calor de las brasas le está cortocircuitando las pocas neuronas con que la genética lo agasajó.

Rieron detrás de los primeros vapores del dudoso vino de damajuana.

No, en serio, pelotudos, miren los bichos esos; son veintidós.

Tincho miró el reloj y dijo: El partido empezó hace tres minutos.

¿Y qué tiene eso que ver con los bichos? – preguntó el Nene.

Nada. O todo. ¿No dijo que hay veintidós bichos de luz?

¿De luz?, chicaneador Balfour.

Esos mosquitos o lo que sean que se ponen todos pavotes alrededor de la luz, se justificó Tincho.

Los bichos se movian como dos equipos de fútbol, defendiendo, atancando en el territorio mezquino de luz.

¿Lo ven?, buscó consenso Tincho.

Claro, consesuó el Nene. Y los tros asintieron como hipnotizados por la luz mínima del farollilo.

Esos que atacan de abajo hacia arriba son, definitivamente, los nuestros, aseguró Balfour.

Sin duda – apoyó el Nene -, el planteamiento táctico es reconocible.

¿Cómo van los chorizos?, preguntó Carlos, mientras masticaba un trozo de salchicón que lubricaba con un trago de vino.

Van, van, desestimó Tincho.

Ahora, digo yo, cómo se puede seguir insistiendo por el centro si ellos están tan cerrados por ahí..., tiró el Nene.

Siempre jugó igual este técnico, empecinado, como si en lugar de fútbol estuviese enfrentado a una cuestión teológica, apuntó Carlos.

Tincho se sentó a la mesa, se sirvió un vaso de vino, se metió un trozo de queso y uno de salchichón en la boca y encendió un cigarrillo negro. Los cinco tenían la mirada fija en el farolillo, en la danza coordinada de los veintdós bichitos que emulaban los  movimientos de dos equipos de fútbol a la perfección; y sus once elegidos, el de su selección: sus aciertos, sus errores, sus fantasmas plasmados en el aleteo aleatorio que replicaba a la perfección lo que en ese preciso momento, sucedía en Brasil – y que ellos, los cinco muchachos (y los mosquitos), no sabían, pero de alguna manera intuían.

Hagamos un cambio, aventuró Carlos.

No, todavía falta partido. El central de la derecha tiene criterio, maneja bien la pelota. Adelantémoslo entre la línea de volantes y defensores para soltar un poco al cinco y que los.

Tincho se levantó y con un dedo, sin llegar a tocar al central derecho lo ubicó un poco más adelante, e hizo lo propio con el cinco.

Los minutos pasaban y, más allá de tener la posesión casi obsesiva del balón imaginario, no podían quebrar la tozudez y mezquindad defensiva del rival.

Mirá al siete, dejame de joder, esas cabalgadas aleteadas por la banda, al pedo..., protestó Carlos.

Siempre igual, no aprende. Y el técnico sentado en el banco como si estuviese en una oficina, no lee el partido, la circunstancia..., añadió Balfour.

Mirá ahí, al costado, advirtió el Nene.

Un mosquito nuevo parecía hacer ejercicios de precalentamiento.

¿Lo ponemos?, inquirió Tincho.

Claro, cualquiera es mejor que ese pelotudo que parece que lo hubieran atado a la banda para tirar centros al fantasma del nueve que hace tiempo no tenemos, apostrofó el Nene.

Una vez más, Tincho se levantó, y con el índice fue conduciendo el vuelo del mosquito que calentaba al costado del charco de luz hacia el campo de juego, hacia la banda, y sacó al otro de igual manera. Al minuto el ataque de los bichos propios cambió de cara: desboró por izquierda e hizo una diagonal hacia el área, arrastrando a dos bichos de ellos y dejando libre la subida del diez propio. El gol en Brasil hizo temblar Bello Horizonete. Los cinco reunidos en el Tigre saltaron en una alegría etílico-entomológica. Los chorizos se habían quemado, arrugándose en comas chasmuscadas que imponían pausas en una frase de chinchulines, mollejas y tiras de asado resecas y olvidadas sobre unas brasas largo tiempo menguadas.

Tal vez los mosquitos repetían el partido de Brasil, tal vez era éste último el duplicado, el facsímil del primero – que se jugaba en el territorio del sol de noche o de vaya a saber qué designios. Quizás ambos era la copia del otro, o de una coreografía pretérita, cosmogónica. Tal vez todo haya sido una coincidencia. Tal vez fueran dos instancias originales fraudulentas. Pero esa noche, en Brasil, los jugadores parecieron reflejos, repeticiones imantadas a la danza díptera, consecuencias de las causas que creaban, ignorantes, unos demiurgos reibereños. Nada de esto se sabrá.

Acaso ofrezca un indicio lo que dijo el técnico, con un rostro que aún buscaba respuestas, que aún reunía inquietudes, dijo, en la conferencia de prensa posterior al partido, sin querer decirlo: nunca hice esas modificaciones. No sé cómo sucedió.


En el Tigre, en tanto, los cinco combatían contra la dureza de una carne que había sucumbido al descuido de brasas y mosquitos, mientras apuraban la segunda damajuana sin conocer el resultado y, a la vez, de una extraña manera, sabiéndolo favorable; o quizás fuera el vino, la cháchara, ese cielo hinchado de estrellas y solsticios. 

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