¿Cómo que no hay
señal de televisión?
Qué se yo, Tincho, no
soy ingeniero electrónico.
¡Carlitos!
¿Qué Nene?
Poné la radio
No tiene pilas...
¿vos tenés?
¡No me jodas! ¿Quién
tuvo la idea de venir al Tigre a ver el partido?
Tuya, boludo.
Madre mía, ¿y a quién
se le ocurre darme bola a mí?
A todos.
Son unos
irresponsables.
Tincho, ¿cómo va el
asado?
Los chorizos salen en
diez. Los chichulines y la mollejita en 20. Todo controlado.
Tincho estaba frente
a la parrilla, el repasador colgando del cinturón del pantalón, gotas de sudor
colgáldole de la sien, como custodios de una idea. Carlos, el Nene, Balfour y
Manrique estaban sentados a la mesa, fumando, tomando un vino peleón y cortando
salamín y queso.
¿Y qué hacemos?, la
pregunta la formuló, tal vez, Balfour.
Comemos, boludo; ¿qué
otra cosa vamos a hacer?, respondió, hurtando su voz de entre las brasas y el
chamuyo de la grasa rumoreando posibilidades inhóspitas.
Imaginamos el
partido..., aventuró Carlos.
¿Andás en las
drogas?, inquirió el Nene, caliente porque su idea de ver el partido en el
Delta era una rotunda pelotudez y nadie lo había parado.
¿Vos necesitás drogas
para imaginar, pajero?, resentido, molesto, Carlos.
Disculpá, Carlitos,
estoy caliente..., desestimó la querella el Nene.
Mirá los bichos
rondándole al farolito, señaló Tincho el sol de noche a un costado de la
parrilla.
Rescaten al muchacho
de ahí – solicitió Balfour -, el calor de las brasas le está cortocircuitando
las pocas neuronas con que la genética lo agasajó.
Rieron detrás de los
primeros vapores del dudoso vino de damajuana.
No, en serio,
pelotudos, miren los bichos esos; son veintidós.
Tincho miró el reloj
y dijo: El partido empezó hace tres minutos.
¿Y qué tiene eso que
ver con los bichos? – preguntó el Nene.
Nada. O todo. ¿No
dijo que hay veintidós bichos de luz?
¿De luz?, chicaneador
Balfour.
Esos mosquitos o lo
que sean que se ponen todos pavotes alrededor de la luz, se justificó Tincho.
Los bichos se movian
como dos equipos de fútbol, defendiendo, atancando en el territorio mezquino de
luz.
¿Lo ven?, buscó
consenso Tincho.
Claro, consesuó el
Nene. Y los tros asintieron como hipnotizados por la luz mínima del farollilo.
Esos que atacan de
abajo hacia arriba son, definitivamente, los nuestros, aseguró Balfour.
Sin duda – apoyó el
Nene -, el planteamiento táctico es reconocible.
¿Cómo van los
chorizos?, preguntó Carlos, mientras masticaba un trozo de salchicón que
lubricaba con un trago de vino.
Van, van, desestimó Tincho.
Ahora, digo yo, cómo
se puede seguir insistiendo por el centro si ellos están tan cerrados por
ahí..., tiró el Nene.
Siempre jugó igual
este técnico, empecinado, como si en lugar de fútbol estuviese enfrentado a una
cuestión teológica, apuntó Carlos.
Tincho se sentó a la
mesa, se sirvió un vaso de vino, se metió un trozo de queso y uno de salchichón
en la boca y encendió un cigarrillo negro. Los cinco tenían la mirada fija en
el farolillo, en la danza coordinada de los veintdós bichitos que emulaban
los movimientos de dos equipos de fútbol
a la perfección; y sus once elegidos, el de su selección: sus aciertos, sus
errores, sus fantasmas plasmados en el aleteo aleatorio que replicaba a la
perfección lo que en ese preciso momento, sucedía en Brasil – y que ellos, los
cinco muchachos (y los mosquitos), no sabían, pero de alguna manera intuían.
Hagamos un cambio,
aventuró Carlos.
No, todavía falta
partido. El central de la derecha tiene criterio, maneja bien la pelota.
Adelantémoslo entre la línea de volantes y defensores para soltar un poco al
cinco y que los.
Tincho se levantó y
con un dedo, sin llegar a tocar al central derecho lo ubicó un poco más
adelante, e hizo lo propio con el cinco.
Los minutos pasaban
y, más allá de tener la posesión casi obsesiva del balón imaginario, no podían
quebrar la tozudez y mezquindad defensiva del rival.
Mirá al siete, dejame
de joder, esas cabalgadas aleteadas por la banda, al pedo..., protestó Carlos.
Siempre igual, no
aprende. Y el técnico sentado en el banco como si estuviese en una oficina, no
lee el partido, la circunstancia..., añadió Balfour.
Mirá ahí, al costado,
advirtió el Nene.
Un mosquito nuevo
parecía hacer ejercicios de precalentamiento.
¿Lo ponemos?,
inquirió Tincho.
Claro, cualquiera es
mejor que ese pelotudo que parece que lo hubieran atado a la banda para tirar
centros al fantasma del nueve que hace tiempo no tenemos, apostrofó el Nene.
Una vez más, Tincho
se levantó, y con el índice fue conduciendo el vuelo del mosquito que calentaba
al costado del charco de luz hacia el campo de juego, hacia la banda, y sacó al
otro de igual manera. Al minuto el ataque de los bichos propios cambió de cara:
desboró por izquierda e hizo una diagonal hacia el área, arrastrando a dos
bichos de ellos y dejando libre la subida del diez propio. El gol en Brasil
hizo temblar Bello Horizonete. Los cinco reunidos en el Tigre saltaron en una
alegría etílico-entomológica. Los chorizos se habían quemado, arrugándose en
comas chasmuscadas que imponían pausas en una frase de chinchulines, mollejas y
tiras de asado resecas y olvidadas sobre unas brasas largo tiempo menguadas.
Tal vez los mosquitos
repetían el partido de Brasil, tal vez era éste último el duplicado, el
facsímil del primero – que se jugaba en el territorio del sol de noche o de
vaya a saber qué designios. Quizás ambos era la copia del otro, o de una
coreografía pretérita, cosmogónica. Tal vez todo haya sido una coincidencia.
Tal vez fueran dos instancias originales fraudulentas. Pero esa noche, en
Brasil, los jugadores parecieron reflejos, repeticiones imantadas a la danza
díptera, consecuencias de las causas que creaban, ignorantes, unos demiurgos
reibereños. Nada de esto se sabrá.
Acaso ofrezca un
indicio lo que dijo el técnico, con un rostro que aún buscaba respuestas, que
aún reunía inquietudes, dijo, en la conferencia de prensa posterior al partido,
sin querer decirlo: nunca hice esas modificaciones. No sé cómo sucedió.
En el Tigre, en
tanto, los cinco combatían contra la dureza de una carne que había sucumbido al
descuido de brasas y mosquitos, mientras apuraban la segunda damajuana sin
conocer el resultado y, a la vez, de una extraña manera, sabiéndolo favorable;
o quizás fuera el vino, la cháchara, ese cielo hinchado de estrellas y
solsticios.
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