Un tal Descartes insertó
la duda (dicen los mistificadores que lo planeó en solitario, frente a una
estufa), hace unos cuantos años ya. Lo quitó de escena demostrando, paradójica
o irónicamente, su existencia – o tal vez no tanto, pero le arrebató el papel
central, eso seguro. Luego, pocas noticias tenemos de Él (no de Descartes). Se
lo nombra aquí o allá, pero ya parece de capa caída.
Nietzsche, un
alemán, lo vuelve a nombrar asegurando que ha muerto. Pero, ¿quién lo mató? El
por qué, poco me interesaba. Mi curiosidad era quién. Eso me desvelaba. Tal
vez, luego de saber quién, me desvelaría saber por qué. Pues bien, viajé hacia
Alemania, puesto que era la tierra de Nietzsche (ya dije que era alemán) y éste
aseguraba su defunción. Anduve de arriba abajo, sin saber muy bien dónde
buscar. Por casualidad fui a dar a una librería de usados, en Heidelberg, de
esas en las que también se pueden encontrar viejos periódicos. No recuerdo qué
había entrado a comprar, o si simplemente había entrado a echar una ojeada
(nunca puedo resistir la tentación de entrar en una librería, es más fuerte que
yo; y generalmente, termino comprando algún libro). Allí, en la librería,
mirando y revolviendo, encontré un pequeño periódico de Freiburg. Por
curiosidad me puse a leerlo. Era del 25 de octubre de 1812. En una de las
últimas páginas vi un titular que me llamó la atención: “Joven nihilista acusado de asesinar a un anciano”. Aquellos que
dicen haberlo visto a Él, lo describen indefectiblemente como un anciano, así
que tal vez fue eso lo que me llamó la atención (sumado a la palabra
nihilista). La noticia explicaba que un anciano (como ya anunciaba el titular)
de gran barba blanca y con aspecto cansado había discutido acaloradamente (no aclaraba el motivo de la discusión) con
un joven nihilista (el mismo del titular) en una taberna de Freiburg.
Aparentemente, el viejo se había marchado y el joven se había quedado unos
minutos más, para salir más tarde también de la taberna. Los parroquianos
decían haberlo visto muy alterado al momento de la partida. Eso ocurrió
alrededor de las 22.30, según relatan los clientes de la taberna. A las 24.05
el dueño del establecimiento cerró las puertas y salió. Antes de emprender el
camino a su domicilio, se desvió a un baldío cercano a tirar unos cajones. Fue
ahí cuando encontró al viejo muerto. Un puñal clavado en el pecho. El nombre
del joven se mantenía en el anonimato debido al secreto de sumario. El viejo se
hacía llamar Él, aunque nadie
conocía su nombre. Nada más decía el artículo.
Me fui rápidamente
para Freiburg (hermosa ciudad, pero no la pude apreciar, pues mi búsqueda todo
lo nublaba). Nada pude sacar en claro. Allí se desvanecían todas las pistas.
Nadie sabía quién era el viejo. Nadie recordaba aquel asesinato. Nada. Lo cual
era lógico. El asesinato había sido uno de tantos, y había sucedido más de un
siglo antes.
Anduve visitando
algunas organizaciones que dicen estar en contacto con Él: estuve en algunas de
sus oficinas, donde pude ver a personas monologando (casi zumbando, en algunos
casos) – algunas arrodilladas, otras sentadas y con la mirada perdida en el
techo, otros con los ojos cerrados (“Técnicas”, supuse) – pero no me pareció
que tuvieran mucha idea de qué había sido de aquél que se hacía llamar Él. Los
funcionarios de estas organizaciones no se ponían de acuerdo: en cada
organización tenían versiones muy distintas y me aseguraban que eran los únicos
que se comunicaban con él. Así que no me quedaba claro si él era Él o si él era
simplemente él, un él que a saber quién era. En fin, que no encontraba ningún
rastro de Él (el del principio, ése que Descartes... descentró, y que Nietzsche
aseguraba estaba muerto).
Volví a Buenos
Aires con las manos vacías, más confundido que al principio y muy
desilusionado. Me consolaba diciéndome que por lo menos había viajado un poco,
me había desenchufado de la realidad agobiante.
Unas semanas
después, entré en un bar de la calle Arenales. Me senté en la barra, justo al
lado de un viejo que llevaba una larga barba blanca y lucía muy cansado. El
televisor estaba encendido con el volumen muy bajo. Miré al viejo con sorpresa
y algo de temor mientras él le daba el último trago a un vaso opaco. “Poneme un
poquito más de tintillo de la casa”, pidió el viejo. Le llenaron el vaso.
“Haceme el favor de subir el volumen de la televisión que van a decir algo de él”,
ordenó. El “Él” lo remarcó, y cuando lo dijo me tiró una mirada cómplice. Yo le
sonreí algo nervioso y clavé la vista en el televisor.
“La salud del astro
– informaba el periodista, desde la Clínica y Maternidad Suizo Argentina – es
delicada; aunque los galenos informaron hace instantes que pasó una noche
tranquila. De todas maneras, y siempre según fuentes médicas, es muy pronto
para hablar de estabilidad”, continuaba el reportero. “Los seguidores se
encuentran rezando por Él y brindándole su apoyo. Hay una guardia permanente
frente a este nosocomio”. Y alguna que otra pavada de relleno para despedirse
con un “todos hacemos fuerza por Él, que tanto nos dio, que tantas alegrías
supo regalarnos en medio del sufrimiento de este pueblo, Su pueblo; de esta
Nación, la que lo vio nacer”.
Quedé mudo. Era
verdad eso que se decía medio en broma: Él era argentino. Y... entonces ese Él,
el del diario de Freiburg, era simplemente él. Él estaba agonizando en una
clínica en Buenos Aires. Y yo tanta vuelta, tanto viaje... Siempre había estado
frente a mis narices. El viejo que estaba a mi lado levantó el vaso, como
brindando con el televisor (la imagen
seguía en la Clínica, mostrando a los fieles del astro, Sus fieles) y se mandó
un trago largo al buche. Yo pagué mi cerveza y me fui. Corrí por Arenales rumbo
a Pueyrredón. Al rato llegué a la Clínica, turbado (por la reciente revelación)
y exhausto (el cigarrillo me va a matar el día menos pensado). “Tanto viaje al
pedo”, me reprochaba para mis adentros. Todo el tiempo estuvo allí, delante de
mis ojos... ¡Pero las veces que lo habré nombrado en charlas de café! Claro...
Él, Diego... cómo se me había pasado semejante obviedad.
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