El fútbol es uno de los fenómenos masivos por
excelencia del siglo XXI, y para muchos, con condimentos que lo hacen acercarse
cada vez más a una nueva religión, y si bien hay cantidad de símbolos que así
lo indican (los cánticos con unción en los estadios, los trofeos como fetiches
y las banderas como mantos sagrados), acaso haya uno fundamental que lo
distingue de los demás deportes y que sus dirigentes se encargan de seguir
cuidando: la resistencia al uso de la tecnología, librando toda decisión a la
“buena fe” de los que imparten justicia.
No hay fin de semana, en casi todas partes del
mundo, en el que no ocurra algún hecho polémico, pero los capitostes de la
FIFA, en especial los veteranos (con gran mayoría europea) que conforman el
International Board (IB) que decide los cambios reglamentarios, se resisten a
los avances de la tecnología y prefieren conceder hasta cinco árbitros, que el
día de mañana pueden ser siete, nueve, once por partido, pero jamás, que la
ciencia pueda ayudar finalmente para determinar para qué lado cobrar un fallo.
También en esto, masivo y apasionante, el fútbol,
desde sus estructuras, es conservador. No quiere cambios, por el pánico que
genera en quienes mandan que se derrumbe el castillo de cristal y que tal vez
los poderosos dejen de serlo un poquito, por unos minutos, y que las enormes
diferencias entre unos y otros puedan disminuir por un rato. Nada. La duda en
los fallos sigue favoreciendo siempre a los mismos.
Hasta la final del Mundial 2006 entre Italia y
Francia, en Alemania, tuvo un fallo, precisamente de un árbitro argentino,
Horacio Elizondo, nada menos que la decisiva expulsión de Zinedine Zidane (en
el último partido de su carrera profesional), porque aunque lo nieguen todos,
fue avisado por el cuarto árbitro, el español Luis Medina Cantalejo, del
cabezazo del crack francés a Marco Materazzi. La FIFA niega que todo haya
comenzado en la tecnología antes de llegar a los jueces, aunque un archivo
rigurosamente guardado en la sede de Zurich así lo atestiguaría.
Entre tantos ejemplos, el fútbol argentino vivió el
pasado sábado un caso con muchos elementos ricos para el análisis. Y no sólo
desde la necesidad urgente del uso de la tecnología, sino de cómo se cruza la
ética con cada una de las acciones.
Por un lado, el delantero de Vélez Sársfield Mariano
Pavone había puesto sutilmente su mano al lado de la cabeza de su marcador,
Dany Rosero Valencia, de Arsenal, algo que desde su posición, el árbitro Germán
Delfino no sólo no pudo ver sino que cobró exactamente al revés, con el
consiguiente penal y expulsión del defensor.
Lo notable de lo ocurrido se explica por la forma en
que todo fue girando, desde la lógica protesta de los integrantes del banco de
Arsenal por la injusticia, hasta allí razonable, hasta el airado reclamo
posterior de gran parte de los jugadores de Vélez, y del banco de suplentes
local, con el director técnico Miguel Russo a la cabeza, cuando supieron del
fallo revertido, especialmente tomándose del frío reglamento que, retrógrado,
no admite el uso de la tecnología, argumentando que fue a partir de ella, y del
comentario de un miembro de “Fútbol Para Todos” al cuarto árbitro, Lucas
Comesaña.
El asunto es rico por donde se lo mire para entender
por qué tantos argentinos tienen un
concepto tan laxo de la ética y un desapego tan grande a las reglas.
Desde el autor de la mano, Pavone, que en ningún
momento pensó en apaciguar los ánimos reconociendo su mano, lo que hubiera
terminado con toda polémica, pero ¿quién está en condiciones de reclamarle algo
al delantero cuando tantos millones festejaron el gol de “La mano de Dios” en
1986 como parte de la viveza criolla?
O desde Martín Palermo, director técnico de Arsenal,
o Roberto Abbondanzieri, su ayudante, o los jugadores del equipo visitante, que
aunque sabían que se trataba de una injusticia, se aferraban a la verdad antes
que al reglamento. O desde sus rivales, que se aferraban al reglamento, y no a
la verdad. Cada uno, queriendo sacar
provecho, forzando de todos los modos posibles un fallo a su favor.
Pero también desde los propios jueces, porque no
dejan de ser argentinos. Porque tanto Delfino como sus colaboradores, y luego
sus supervisores como Miguel Scime, director arbitral, como los dirigentes de
los dos sindicatos de árbitros, Federico Beligoy (Asociación Argentina) y
Guillermo Marconi (SADRA), ocultaron la verdad, y es que el fallo revertido por
el que finalmente no fue penal y Valencia volvió al partido sí se basó en la
tecnología, como profusa e ingenuamente mostraron las imágenes de la televisión
en el momento que, parapetado detrás de una carpeta roja, se le contaba al
cuarto árbitro lo que había mostrado la pantalla de TV.
Con hipocresía, a Delfino lo pararon por una fecha y
no dirigirá en la próxima, pero puede decirse que se trata de una sanción del
sistema, del mismo perverso sistema conservador de la FIFA sumado a la laxitud
institucional con códigos mafiosos del fútbol argentino, que buscó tapar por
todos los modos posibles que se haya “vulnerado” el reglamento para fallar
aplicando la tecnología, algo así como guiñando el ojo al entorno, buscando
complicidad, diciendo “ustedes saben que sí, pero entenderán que no lo puedo
decir. Que no salga de acá, ¿OK?”
Hasta en el fallo de Delfino, del pasado
Vélez-Arsenal, aún con un mandato que viene desde Zurich, tuvimos el condimento
argentino. No se puede usar la tecnología en el siglo XXI, apuestan por el
atraso. Nosotros somos vivos, hacemos goles con la mano y nos ocultamos detrás
de la pared, luego fallamos por lo que se vio en la TV, pero acá no pasó nada.
Lo paradójico es que cuando por fin se falla
buscando más la verdad que la legitimidad, se nos intente mostrar que importó
más la legitimidad que la verdad, por esa relación tan extraña con la ética.
Y la pelota seguirá rodando, como si nada pasara.
Yo, argentino.
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