miércoles, 8 de abril de 2015

Fútbol, ética y tecnología (Jornada)



El fútbol es uno de los fenómenos masivos por excelencia del siglo XXI, y para muchos, con condimentos que lo hacen acercarse cada vez más a una nueva religión, y si bien hay cantidad de símbolos que así lo indican (los cánticos con unción en los estadios, los trofeos como fetiches y las banderas como mantos sagrados), acaso haya uno fundamental que lo distingue de los demás deportes y que sus dirigentes se encargan de seguir cuidando: la resistencia al uso de la tecnología, librando toda decisión a la “buena fe” de los que imparten justicia.

No hay fin de semana, en casi todas partes del mundo, en el que no ocurra algún hecho polémico, pero los capitostes de la FIFA, en especial los veteranos (con gran mayoría europea) que conforman el International Board (IB) que decide los cambios reglamentarios, se resisten a los avances de la tecnología y prefieren conceder hasta cinco árbitros, que el día de mañana pueden ser siete, nueve, once por partido, pero jamás, que la ciencia pueda ayudar finalmente para determinar para qué lado cobrar un fallo.

También en esto, masivo y apasionante, el fútbol, desde sus estructuras, es conservador. No quiere cambios, por el pánico que genera en quienes mandan que se derrumbe el castillo de cristal y que tal vez los poderosos dejen de serlo un poquito, por unos minutos, y que las enormes diferencias entre unos y otros puedan disminuir por un rato. Nada. La duda en los fallos sigue favoreciendo siempre a los mismos.

Hasta la final del Mundial 2006 entre Italia y Francia, en Alemania, tuvo un fallo, precisamente de un árbitro argentino, Horacio Elizondo, nada menos que la decisiva expulsión de Zinedine Zidane (en el último partido de su carrera profesional), porque aunque lo nieguen todos, fue avisado por el cuarto árbitro, el español Luis Medina Cantalejo, del cabezazo del crack francés a Marco Materazzi. La FIFA niega que todo haya comenzado en la tecnología antes de llegar a los jueces, aunque un archivo rigurosamente guardado en la sede de Zurich así lo  atestiguaría.

Entre tantos ejemplos, el fútbol argentino vivió el pasado sábado un caso con muchos elementos ricos para el análisis. Y no sólo desde la necesidad urgente del uso de la tecnología, sino de cómo se cruza la ética con cada una de las acciones.

Por un lado, el delantero de Vélez Sársfield Mariano Pavone había puesto sutilmente su mano al lado de la cabeza de su marcador, Dany Rosero Valencia, de Arsenal, algo que desde su posición, el árbitro Germán Delfino no sólo no pudo ver sino que cobró exactamente al revés, con el consiguiente penal y expulsión del defensor.

Lo notable de lo ocurrido se explica por la forma en que todo fue girando, desde la lógica protesta de los integrantes del banco de Arsenal por la injusticia, hasta allí razonable, hasta el airado reclamo posterior de gran parte de los jugadores de Vélez, y del banco de suplentes local, con el director técnico Miguel Russo a la cabeza, cuando supieron del fallo revertido, especialmente tomándose del frío reglamento que, retrógrado, no admite el uso de la tecnología, argumentando que fue a partir de ella, y del comentario de un miembro de “Fútbol Para Todos” al cuarto árbitro, Lucas Comesaña.

El asunto es rico por donde se lo mire para entender por qué tantos  argentinos tienen un concepto tan laxo de la ética y un desapego tan grande a las reglas.

Desde el autor de la mano, Pavone, que en ningún momento pensó en apaciguar los ánimos reconociendo su mano, lo que hubiera terminado con toda polémica, pero ¿quién está en condiciones de reclamarle algo al delantero cuando tantos millones festejaron el gol de “La mano de Dios” en 1986 como parte de la viveza criolla?

O desde Martín Palermo, director técnico de Arsenal, o Roberto Abbondanzieri, su ayudante, o los jugadores del equipo visitante, que aunque sabían que se trataba de una injusticia, se aferraban a la verdad antes que al reglamento. O desde sus rivales, que se aferraban al reglamento, y no a la verdad.  Cada uno, queriendo sacar provecho, forzando de todos los modos posibles un fallo a su favor.

Pero también desde los propios jueces, porque no dejan de ser argentinos. Porque tanto Delfino como sus colaboradores, y luego sus supervisores como Miguel Scime, director arbitral, como los dirigentes de los dos sindicatos de árbitros, Federico Beligoy (Asociación Argentina) y Guillermo Marconi (SADRA), ocultaron la verdad, y es que el fallo revertido por el que finalmente no fue penal y Valencia volvió al partido sí se basó en la tecnología, como profusa e ingenuamente mostraron las imágenes de la televisión en el momento que, parapetado detrás de una carpeta roja, se le contaba al cuarto árbitro lo que había mostrado la pantalla de TV.

Con hipocresía, a Delfino lo pararon por una fecha y no dirigirá en la próxima, pero puede decirse que se trata de una sanción del sistema, del mismo perverso sistema conservador de la FIFA sumado a la laxitud institucional con códigos mafiosos del fútbol argentino, que buscó tapar por todos los modos posibles que se haya “vulnerado” el reglamento para fallar aplicando la tecnología, algo así como guiñando el ojo al entorno, buscando complicidad, diciendo “ustedes saben que sí, pero entenderán que no lo puedo decir. Que no salga de acá, ¿OK?”

Hasta en el fallo de Delfino, del pasado Vélez-Arsenal, aún con un mandato que viene desde Zurich, tuvimos el condimento argentino. No se puede usar la tecnología en el siglo XXI, apuestan por el atraso. Nosotros somos vivos, hacemos goles con la mano y nos ocultamos detrás de la pared, luego fallamos por lo que se vio en la TV, pero acá no pasó nada.

Lo paradójico es que cuando por fin se falla buscando más la verdad que la legitimidad, se nos intente mostrar que importó más la legitimidad que la verdad, por esa relación tan extraña con la ética.


Y la pelota seguirá rodando, como si nada pasara. Yo, argentino.

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