Eran las 14.13 del domingo y la señora
Antonioni seguía confesándose. El padre Abelardo miraba el reloj calculando lo
que tardaría en quitarse los atuendos de misa, llegar a su cuartito, prender la
radio, prepararse unos mates y sentarse a escuchar la transmisión de fútbol. El
padre Abelardo, además, había dejado de escuchar la perorata de la Antonioni
unos diez minutos después de que comenzara (a eso de las 13.03).
La señora Antonioni, a todo esto, no
tenía valentía para pecar, pero ésta era suplida por una… corrompida
imaginación para inventarse culpas todas las semanas. Era ésta una situación
que se repetía fielmente cada domingo desde hacía casi año y medio – desde la
llegada del padre Abelardo a la parroquia. El padre Abelardo, en algún momento,
malició que su antecesor se había ido por ese motivo: así, lo de su
fallecimiento habría sido un ardid de lo más bajo, pero nada censurable…
Esta mujer vive una vida paralela de
ilusiones impuras, pensaba el padre, que calculaba que la transmisión ya habría
comenzado, y que toda esa ceremonia le estaba siendo hurtada por esa señora que
mentía faltas con una grandilocuencia que se oponía a su existencia chata.
In nomine pa…
Es que hay más padre…
Pero buena mujer, deje algo para la
semana que viene… el Señor es comprensivo (¿Lo es? ¿Acaso no me tiene amarrado
a este soliloquio? ¿Habré cometido, acaso, una infracción de la que no soy
consciente?) y, sobre todo, se maneja mejor con dosis razonables de
razonamiento… digamos que las juzga más sinceras…
Una voz cavernosa llegó a oídos del
padre: ¿De dónde has sacado eso Abelardo?
El padre creyó que el encierro y el
calor que iba ocupando cada espacio del confesionario lo estaba confundiendo en
un sopor de alucinaciones.
Pero la voz volvió a manifestarse: No te
preocupes, hijo, no es ningún castigo que yo haya decretado…
¿Entonces?, preguntó el padre.
¿Cómo?, cortó el hilo de sus
fabulaciones, la señora Antonioni.
Nada, hija, prosiga, dijo el padre.
La voz le respondió a Abelardo,
entonces: Todo es libre albedrío. Dejo que esta señora obre sus… seamos
benévolos, narraciones. No te preocupes, Abelardo, que llegarás a tiempo para
el partido que te interesa.
La señora en tanto, continuaba, en ese
tono monocorde y fastidioso: Es que, padre, necesito sacarme este peso… cómo le
diría… moral, sí, eso, peso moral, de encima.
Muy bien. Pero vaya al grano, a la
flaqueza en sí, no se quede en la nota de color… en definitiva, señora
Antonioni, ese… regodeo discursivo no es otra cosa que la vanidad metiendo la
cola, y el Señor no tomará en serio la… sinceridad de la confesión.
La voz: Bien ahí, Abelardo, una linda
gambeta doctrinal. Pero no te me agrandes.
La señora Antonioni dijo que sí, que era
cierto eso que el padre decía, pero prosiguió con su particular sistema
expositivo, explayándose en fabricaciones verbales.
Más allá de lo que la voz hubiese
asegurado, el padre no podía tranquilizarse.
Finalmente, sintiendo que le
faltaba el aire, tuvo que quitarse el alzacuello. Casi podía oír las voces del
relator, de los comentaristas, la conexión con todos los estadios – el sonido
de las gradas de fondo – para conocer el ambiente, las formaciones de los
equipos, la asistencia de público.
En tanto, la señora Antonioni relataba
una lujuria inverosímil que involucraba al dependiente de una zapatería y una
secuencia de miraditas, roces y sobreentendidos de lo más ridículos y, según la
señora, “incómodos, padre”.
¿Y si la dejaba hablando sola? El Señor
lo entendería… Incluso, probablemente lo aprobaría como un castigo a ese…
envanecimiento verbal, ese narcisismo…
Ni se te ocurra, tajante, la voz.
La señora ahora refería sobre algo que
involucraba a una vecina, un ferretero y un cuñado (¿de quién es cuñado?) y el
padre Abelardo cavilaba imaginaba que Fioravanti, en la radio, estaría dando la
formación de Deportivo Español, que seguramente alinearía a ese muchacho nuevo…
¿Cómo se llamaba…?
La voz: Bilardo.
Eso, Bilardo, el que había llegado ese
año desde San Lorenzo… Y esta mujer hablando de verduleros…
La voz: Ferreteros…
Ferreteros, cuñados y una red de chismes, seducciones y promiscuidades
fraudulentas… Y de ser ciertas, ¿a quién podrían interesarle esas miserias
mínimas de barrio? Todo ello, cuando en su cuartito lo esperaba ese momento tan
suyo, esa comunión tan trascendente…
La voz: Ojo, Abelardo…
Perdón, padre…
Perdonado estás…
El padre Abelardo comenzó a pensar en la
señora Antonioni como en esos niños caprichosos, poco habilidosos, que tienen
una pelota y que coaccionan al resto a subordinarse a sus caprichos de
mediocridad, de… cierto privilegio. Abelardo, en definitiva, comenzaba a sentir
un gusto agrio en la boca: un odio puro, inmaculado, auténtico, prolijo y
riguroso. Mientras tanto, la señora Antonioni seguía narrando ficciones que
eran como artilugios para crearse una reputación de penitente y arrepentida
fervorosa y exhaustiva.
Señora Antonioni, la voy a tener que
interrumpir… Me encuentro un poco mal… un bajó de presión, una nadería
seguramente…
Ay, padre, y yo aquí con mi catálogo de
transgresiones…
No, hija, no se preocupe… Yo te absuelvo
de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del…
¿No me manda ninguna penitencia?
Tres Ave Marías y cinco Padre Nuestros.
Yo te absuelvo de tus…
Menos que el domingo pasado… Padre,
estas faltas… bueno… ejem… son más… bueno, usted ya sabe…
Está bien. Multiplique por tres lo
anterior. Y lo repite cada día; mañana, tarde y noche.
¿No será mucho?
Es lo que hay, señora Antonioni… Yo te
absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
El padre Abelardo esperó a que la señora
Antonioni saliera de la parroquia; no quería arriesgarse a una charla “no
profesional”. Cuando escuchó el golpe seco de la puerta exterior, salió
disparado del confesionario hacia la sacristía. Si el próximo domingo se volvía
a repetir esta situación, iba diciéndose, pediría el cambio de parroquia. Y si
no se lo daban – tomó la decisión -, colgaría los hábitos y se iría a trabajar
a la carpintería de su hermano… Esto es un sinvivir… perderme sistemáticamente
los primeros minutos de los partidos es un sacrificio que Dios no puede exigirme…
La voz: Yo nunca te exigí nada… Yo no te
pedí que te hicieras cura…
Abrió la puerta de la sacristía casi
repuesto.
Pero allí lo aguardaba Ernesto
Laferrere, uno de los monaguillos. Padre Abelardo, quería preguntarle algo.
Abelardo, en tanto, se iba quitando la
casulla: Pregunta, Ernesto.
Padre, ¿si no se puede demostrar la
existencia de Dios, se puede demostrar su contrario? Y si sólo nos apoyamos en
la creencia de lo no comprobado, ¿no estamos creyendo en nuestras propias
concepciones, y no en Dios propiamente dicho?
Deportivo Español acababa de ingresar a
la cancha. Entre los titulares, Bilardo.
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