En unos pocos días, probablemente estaremos hablando
del doblete del Barcelona y las mieles envolverán a la ciudad condal y los
medios españoles polemizarán acerca de si en el Clásico del 6 de mayo, el Real
Madrid debe hacerle pasillo o no al campeón de Liga.
Sin embargo, es claro que la inesperada derrota (por
el rival, por lo abultado de la cifra, y por la enorme diferencia sacada en un
4-1 en la ida) ante la Roma por los cuartos de final de la Champions League
dejará huella e influirá en las próximas decisiones que deba tomar la
dirigencia con miras a la temporada siguiente.
Nunca puede ser malo un balance con dos títulos como
una Liga Española y una Copa del Rey (en el caso, claro, de que el Barcelona
termine imponiéndose en la final del sábado próximo ante el Sevilla en el Wanda
Metropolitano del Atlético de Madrid), pero no era lo esperado para este curso.
Tampoco es que lo único que servía para el Barcelona
eras ganar la Champions League porque ese es un objetivo demasiado fuerte para
cualquier equipo y es bastante ocasional la posibilidad de llegar a la cima con
tanta y tan alta competencia (más aún en estos años, con la afluencia del
llamado “doping económico” por el que bajo la alfombra, algunos clubes
poderosos reciben dinero extra simulado como publicidad desde los propios
Estados, como es el caso del PSG o el Manchester City).
Pero la expectativa para este año, con los fichajes
de jugadores como Paulinho y Osmane Dembélé (también Philippe Coutinho, aunque
éste está impedido de jugar esta Champions) era muy grande por el nivel de los
refuerzos y porque sería, además y con mucha probabilidad, la última temporada
del capitán Andrés Iniesta, con lo que eso significa para el barcelonismo, que
además trazó inmediatamente (y con lógica) un paralelo con 2015, último año de
título europeo, cuando se produjo un caso similar y el capitán anterior que
también se alejaba, Xavi Hernández, levantó “la orejona” en la final ante la
Juventus.
Todo parecía caminar hacia ese objetivo. El
Barcelona, muchas veces sin lucir como antaño, sin dar aquellos espectáculos
que nos regocijaban como en los primeros tiempos de Josep Guardiola hasta 2012
y luego con el pequeño remanente de su sucesor, Tito Vilanova hasta su
alejamiento y luego fallecimiento, aparecía sólido, seguro, y con el espacio
para que su genio, Lionel Messi, pudiera sobresalir y hacer su juego, en otra
temporada de muchos goles y de enorme madurez.
Messi marchaba tranquilo y con mucha planificación,
hacia su principal objetivo de estos años, el Mundial de Rusia, y para ello no
había nada mejor que arribar a la máxima cita con el triplete en sus manos,
apoyado en la indiscutible jerarquía de Iniesta, la tremenda capacidad
goleadora de Luis Suárez, la prestancia y la experiencia de Gerard Piqué, el
excepcional año del lateral izquierdo Jordi Alba, el tiempismo de Samuel Umtiti
(aún con la polémica sobre su renovación de contrato) y un portero de la talla
de Ter Stegen.
Pero todo se desmoronó impensadamente en el estadio
Olímpico de Roma. Una muy mala noche pero no sólo en el juego, sino
extrañamente en un innecesario sistema defensivo culé impropio de su historia y
de su estilo de los últimos años, y cuando se dio cuenta y quiso reaccionar, ya
era demasiado tarde y no sólo por cuestión del reloj sino porque todos habían
entrado ya en una dinámica negativa y la Roma había logrado ya un objetivo que
parecía imposible: eliminar a un rival tan superior que en la ida había podido
sacar mucha más ventaja pero tuvo pereza y se dio cuenta (porque además era
real) de que la diferencia en el juego era tan amplia que de todos modos se
resolvería sin dificultad en la revancha.
Así es que el Barcelona salió al campo dormido, con
la idea de que de todos modos le alcanzaría, pero descuidó a un sensacional
delantero como el bosnio Edin Dzeko, y se retrasó demasiado, aislando a Messi
de su propio circuito, siempre con la idea de que el argentino aparecería en
algún momento para salvar la situación, algo cada vez más usual y que hace que
se dependa cada vez menos de la estructura general.
Pero esta vez, Messi no pudo aparecer lo suficiente
y no alcanzó con ese arrió final del último cuarto de hora, cuando el Barcelona
comenzó a darse cuenta de que no le alcanzaba y que sin atacar, sin asediar a
la Roma, quedaría eliminado, y se fue con las manos vacías y con muchas
preguntas.
Acaso la más importante de ellas sea si en el futuro
próximo, el Barcelona podrá ir regresando a aquel juego maravilloso del pasado,
si se darán cuenta sus cuerpos técnicos que el 4-3-3 es una identidad, más allá
de ocasionales ejecutantes, y que todos los resultados (en números, repercusión
y crítica) de los años de gran fútbol, llegaron cuando se le dio prioridad a la
estética y no es para nada casual que ya hayan pasado tres temporadas sin una
copa europea, con el mejor jugador del mundo en sus filas y con un talento
inigualable como Iniesta.
Pero si además de la sorpresiva eliminación, el Real
Madrid se vuelve a clasificar para las semifinales, con chances de ganar su
tercera Champìons consecutiva y la cuarta en cinco temporadas, y la
decimotercera de su historia, la crisis en Barcelona amenaza con ser mucho
mayor aún y entonces aquellos rumores sobre los cuestionamientos de Messi y
Piqué al planteo cauteloso de Ernesto Valverde en Roma serán poco para el
verano que se avecina.
Entonces, el doblete de Liga y Copa, como pocas
veces, no significará tanto. Y el Barcelonismo deberá replantearse varias cosas
para la temporada que viene.
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