“Esta es una
reunión histórica no sólo para Israel y el pueblo judío, sino para toda la
humanidad”, dijo en Jerusalén el pasado 22 de enero el presidente israelí
Reuven Rivlin, para enmarcar el hecho de que más de cuarenta líderes de buena
parte del planeta se reunieran para conmemorar la liberación del campo de
exterminio de Auschwitz-Birkenau, siendo el argentino Alberto Fernández el único
mandatario sudamericano entre los presentes.
Más allá del
emocionante discurso del presidente francés Emmanuel Macron, quien se atrevió a
recordar al planeta que detrás de la postura anti-israelí se esconde un buen
porcentaje de antisemitismo, es tiempo de reflexionar también acerca del rol
que el Estado de Israel fue cumpliendo desde su existencia en 1948, apenas tres
años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, con el asesinato de seis
millones de judíos, la mayoría de ellos obligados a morir en campos de
concentración, como animales de laboratorio, y luego de estar condenados a
trabajos forzados.
Muchas de esas
trágicas historias, aunque imposible de revivirlas del mismo modo, pueden
estudiarse o al menos pueden ser útiles para la toma de consciencia sobre lo
que un ser humano puede ocasionarle a otro visitando lo que queda de esos
campos de concentración o escuchando las descripciones que con voz cada vez más
tenue, pero firme, de los sobrevivientes, de todos aquellos que tuvieron la
suerte de salir de aquel infierno, ayudados por un ferviente deseo de vivir o
porque, simplemente, no les tocaba en ese momento.
El hecho de que
hayan pasado ya 75 años de la liberación del campo de concentración de
Auschwitz, en territorio polaco, por el ejército soviético, y con doscientos
mil sobrevivientes aún residiendo en Israel, es un llamado para que los
escuchemos, para que conozcamos sus historias con la apuesta de que cuando
ellos no estén, no debamos comenzar de nuevo porque si la humanidad no conoce su
pasado es posible que esté condenada a repetirlo.
Es entonces
necesario recordar, cuando se le niega el derecho a la defensa o a la
existencia al Estado de Israel (lo cual no quiere decir que no sea necesaria,
también, la existencia de un Estado palestino y en una convivencia de ambos en
paz), lo que vivió el pueblo judío que, por ejemplo, intentó escapar del horror
del nazismo en embarcaciones que recorrieron toda la costa europea sin que
ningún país los acogiera, para regresar a morir en los campos de exterminio.
Pero también
cabe preguntarse cómo se llegó, en pleno Siglo XX, en pleno auge de los avances
tecnológicos y humanísticos, a un desastre tal que permitió que seres humanos,
con consciencia de lo que hacían, con estudios y con total abstracción de los
sentimientos mínimos de empatía con sus pares, hayan podido experimentar con
otros cual conejillos de indias, o torturarlos de esa forma, sin el menor
escrúpulo, lo que Hannah Arendt llegó a calificar como “La Banalidad del Mal”.
En su
inolvidable “Si esto es un hombre”, Primo Levi, un doctor en química italiano,
contó el día a día de lo que se vivía en Auschwitz. La violencia, la
humillación a seres humanos, el trabajo forzado, la hambruna, las enfermedades,
el frío atroz, la hacinación. Una vez
que seres humanos pudieron generar todo esto en otras, con consciencia de sus
actos, parece complicado volver a creer en nuestra condición, pero acaso sea su
actitud pacífica y de exigencia de Justicia en la tierra la que nos pueda
insuflar de una nueva ética para afrontar la vida.
Lo cierto es que
más allá del conflicto de Oriente Medio, muchos judíos viven hoy en peligro en
Europa, lo que luego de lo acontecido con la persecución sufrida por el Nazismo
hasta 1945 parece increíble, pero es real. Muchos de ellos debieron abandonar
Francia para buscar refugio en Israel, y las encuestas muestran una creciente
intolerancia en el Viejo Continente.
“Que los líderes
del mundo estén unidos en la lucha contra el racismo, el antisemitismo y el
extremismo, en defensa de la democracia y los valores democráticos es nuestro
desafío y nuestra elección”, señaló Rivlin, el presidente israelí, en su
discurso. Y de eso se trata. De recordar. De no olvidar. Para no repetir el
horror del pasado y para que, como seres humanos, honremos lo que nos toca
vivir.
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