Si hubo algo
indiscutible en Diego Maradona es que fue hincha del deporte argentino. Lo fue
de Las Leonas, de Los Dogos, de Los Murciélagos y, por supuesto, de Los Pumas.
A dondequiera que se definía algo importante que tuviera color celeste y
blanco, Maradona, nacido en un humilde hogar de Villa Fiorito, estaba allí,
alentando y en lo posible, y de corazón, sin ninguna otra intención, tratando
de ingresar a los vestuarios para alguna arenga previa apelando a la garra, a
la argentinidad cerca de un tenista, voleibolista, basquetbolista. O
llamándolos para darles ánimo ante una lesión, un debut, un partido
trascendente.
Lo supo Marcelo
Gallardo, entrenador de River (Maradona se identificaba con Boca), que lloraba
abrazado a la ex esposa de Maradona, Claudia Villafañe, en el velatorio masivo
del crack en la Casa Rosada. Cuando en 1995 se puso la camiseta diez de la
selección argentina, siendo el primero
en reemplazarlo tras aquella dolorosa salida por falso doping en Estados Unidos
1994, y ya con Daniel Passarella como director técnico, el “Muñeco” recibió una
llamada de aliento, en la que se le decía que estaba en perfectas condiciones
de ser el titular de allí en adelante.
Este escriba fue
testigo, en el Mundial sub-20 de 2005, en Holanda, cuando un periodista
italiano le acercó un teléfono celular al muy tímido Lionel Messi, con 18 años
recién cumplidos, para decirle que “alguien” le quería hablar y ese alguien no
era otro que Maradona, que quería alentarlo cuando se acercaban los partidos
finales. La carita de asombro del ahora crack del Barcelona resulta
inolvidable.
Sin embargo, Los
Pumas, que lo tuvieron a Maradona en su vestuario, cantando con ellos, saltando
con ellos, festejando con ellos, decidieron que su homenaje por el
fallecimiento podía caber en una pequeña cinta negra en una de las mangas de la
camiseta, y bastó que los All Blacks, el mejor seleccionado de rugby del mundo,
desplegara una remera negra con la palabra “Maradona” como inscripción a la
hora de su tradicional Haka, enfrentando al equipo argentino, para que éste
quedara absolutamente al desnudo, al punto de tener que pedir perdón
públicamente, tras una enorme presión mediática.
Pero las cosas
ni siquiera terminaron allí sino que apenas comenzaron, porque la bronca
aumentó cuando aparecieron mensajes de Twitter de tres de los jugadores de Los
Pumas Pablo Matera (capitán), Guido Petti y Santiago Socino, de tono escandalosamente
racista, aunque escritos hace casi una década, para cerrar un 2020 que comenzó
con el asesinato cobarde, en una discoteca, de un joven humilde, Fernando Báez
Sosa, por parte de una patota de rugbiers mientras gritaban cosas como “mirá
ese negro de mierda”.
A partir de
conocerse estos tweets, el rugby argentino volvió a vivir una semana
escandalosa, que terminó con un intento de paliar aquel insípido homenaje a
Maradona con otro algo retocado de ayer ante Los Wallabies de Australia en el
empate 16-16 por el último partido del torneo “Tres Naciones”, y los tres
jugadores involucrados en aquellos mensajes, fuera del partido, por decisión
del entrenador Mario Ledesma, después de
idas y vueltas de la Unión Argentina, que primero los suspendió y luego, por
presiones internas, volvió a habilitarlos, evidenciando su torpeza en el manejo
de la cuestión.
Lo que llama
poderosamente la atención es que el pleno Siglo XXI, en tiempos de debates de
distintos colectivos por su ampliación de derechos, la institucionalidad y
parte importante del rugby argentino siga viviendo atrasado y siga permitiendo
estos hechos aberrantes, con muy pocos paliativos, cuando la sociedad reclama
otra cosa, y el contraejemplo lo encontraron con claridad en los All Blacks,
que durante su estadía en la Argentina visitaron la ESMA, mientras la UAR no
puede terminar de llevar a cabo un homenaje a los 140 rugbiers desaparecidos
durante la última dictadura cívico-eclesiástico-militar de 1976 a 1983.
Pero estas
actitudes dirigenciales nos llevan a otra pregunta mucho más preocupante o
dolorosa, y es que tomando el caso de la patota del rugby que asesinó a
principios de año al joven Báez Sosa, o los jugadores de Los Pumas que
escribieron aquellos aberrantes tweets racistas hace años y tal vez hoy ya no
piensen lo mismo, ¿por qué surge siempre este odio de clase de arriba hacia
abajo pero que no se ve de abajo hacia arriba? ¿Cuántos ejemplos al revés, de
odio de clase de los deportistas más sumergidos, aquellos que pese a tener
talento, muchas veces no llegan porque no tuvieron las condiciones económicas y
sociales necesarias, ni las ayudas estatales para triunfar o para aspirar a
vivir como profesionales? ¿Por qué Maradona, nacido en Villa Fiorito, iba por su propia cuenta a alentar a Los Pumas,
cuando muchos de ellos pertenecen a clases sociales mucho más altas? ¿Dónde, en
definitiva, está más presente la grieta? ¿Qué clases son las que deberían estar
más enojadas, embroncadas, con la situación que les toca vivir?
La culpa, cabe
aclarar, no la tiene el rugby, un deporte hermoso, que tiene su reglamento y
que alberga a miles de jugadores en distintas categorías y en toda la
Argentina, entrenadores que aman al deporte y que no tienen una poizca de
discriminadores, y equipos de las más diversas identidades, como Ciervos Pampas
Rugby Club (LGBT), Aborigen Rugby Club (Pueblos Originarios), Espartanos
(detenidos), Los Cedros (libaneses), Sociedad Hebraica Argentina (judíos), San
Andrés (escoceses), Roma Rugby Club y SITAS (italianos) y cada vez más
conjuntos femeninos.
La cuestión pasa
por integrarse al mundo de otra manera, de terminar con el concepto de la
elitización y la nunca comprobada superioridad racial o cultural, y comprender,
de una vez por todas y desde lo institucional, que deporte es educación (como
sabiamente lo escribió el fallecido periodista Dante Panzeri en su monumental
libro “Burguesía y Gangsterismo en el Deporte”, a mediados de los años Setenta)
porque es formación en valores, no es resultado, y entonces la responsabilidad
dirigencial es fundamental y ya no cabe esconderse, como en 1982, en aquellos
equipos llamados eufemísticamente “Sudamérica XV” para poder participar en la
Sudáfrica racista pre Nelson Mandela. O para manifestar impunemente contra
otros colectivos. No va más y desde hace tiempo.
De nada sirve
justificarlo en que son “buenos muchachos” o que “ahora cambiaron y tienen
derecho a hacerlo”. Claro que lo tienen. El problema no es ese sino de dónde
surgió aquello, cómo es que alguna vez pensaron eso, abrevando de qué fuentes,
conviviendo con qué entornos, aprendiendo de qué pensamientos o ideologías.
Todo esto
destapó la muerte de Maradona, en un ambiente clasista que se resiste a los
cambios aferrándose al escaso resquicio
que le queda, cuando ya está desnuda, completamente desnuda, y no se termina de
dar cuenta y cada día se aleja más del resto de la sociedad.
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