Raymond Chandler lo notó antes que nadie. El
escritor decía que sentía que lo bamboleaban, y que andaba todo el santo día
mareado. Peregrinó por médicos y especialistas que lo despachaban sin más,
achacando sus males o bien a una mala postura frente a la máquina de escribir o
bien a un exceso de Gimlets o a al humo de pipa que abotargaba sus
sentidos – más de un galeno lo adjudicó a las “sensibilidades de los artistas”,
sea lo que sea lo que este dictamen profesional signifique.
Tiempo después, distrayendo la vista en una huida
del papel que se negaba a indicarle el rastro de uno de sus personajes,
Chandler cayó en la cuenta que había una leve variación en la posición de las
estrellas. Tres años estuvo haciendo mediciones, para llegar a la conclusión de
que estaba siendo bamboleado por la Tierra. Hoy en día, a esta minúscula
variación del eje de la Tierra se lo conoce, precisamente, como Bamboleo de
Chandler.
¿Y a qué viene todo esto?, se preguntarán con razón
(o sin ella). ¿Qué tiene que ver… la astronomía con el fútbol?
Paciencia.
Carlos Salvador Bilardo, un entrenador de fútbol que
se centraba tanto en lo estrictamente futbolístico (lo táctico, lo físico, lo
anímico, etc.) como en lo contextual (acaso sobre todo en esto), comprendió que
podía sacar ventaja de esta oscilación. El técnico conjeturó que tal
movimiento, por mínimo que fuese, debía producir fuerzas, inercias potentes. No
en vano, se ha propuesto a dicha variación como la causante de una actividad
sísmica mayor y como una de las causas del famoso fenómeno del Niño (que nada
tiene que ver con el fenómeno también de ese nombre que tenía como epicentro el
desaparecido Vicente Calderón) en las corrientes oceánicas.
Así, Bilardo, conchabado con el observatorio
astronómico de la ciudad de La Plata, estudió esta oscilación, calculando
posiciones y direcciones de la rumba terráquea para sacar provecho en los
partidos que debía disputar de la selección argentina en el Mundial de México
de 1986. Los cómputos – que se realizaron proyectando o considerando alcanzar
la final – se utilizaban para diseñar o predecir cómo aprovechar las fuerzas
implicadas en la oscilación para atacar y para defender. Bilardo y los
científicos llegaron a la conclusión de que convenía atacar mayormente por la
banda que estuviese más al Oeste para aprovechar el envión de la mencionada
desviación. En tanto que, para defender, era favorable conducir al rival hacia
la banda que estuviese hacia el Este, de manera que tuviera que lidiar contra
de la corriente de las fuerzas creadas por la mecedura del planeta. Bilardo
pensó, consecuentemente, que, en defensa, convenía invitar, conducir, obligar,
vamos, al rival a ocupar esa zona, despoblándola de mediocampistas. Y acertó de
lleno.
Un evento ilustra muy bien el aprovechamiento hecho
del Bamboleo, como el su segundo gol de Diego Armando Maradona al seleccionado
inglés (el llamado “Gol del siglo”), en el que el astro precisamente hace un
diagonal de Este a Oeste acumulando energía, momento. Luego, ya en el área es
cierto que hace un leve giro hacia el Este, pero el momento de fuerza ya no
podía ser contrarrestado por la fuerza de la oscilación (menor que la
almacenada por el cuerpo del jugador argentino): en una superficie tan
reducida, su influencia era insuficiente para modificar de manera significativa
el gradiente. Maradona lo sabía muy bien porque Bilardo había insistido mucho en
ello durante el entrenamiento los días previos.
Pero más que en ese gol, acaso el primero de ese
partido refleje como ningún otro evento más cabalmente, la influencia de la variación
de la que se viene hablando. Fue el instante del mundial durante el que se dio
el gradiente de oscilación más grande de la historia registrada. Se podía
observar, en los minutos previos, a los jugadores extenuados. No pocos lo
atribuyeron meramente al calor; a lo inhumano de jugar a esas horas donde el
sol caía perpendicularmente con toda su inquina - incluso Maradona se quejó de
los horarios aunque es sabido ahora que eso fue una estratagema de Bilardo: el
Narigón, como lo apodaron cariñosamente (o no, que nadie sabe quién le calzó el
apropiado mote), no quería que ningún equipo se diese cuenta de las ventajas de
conocer el bandeo terrestre; a la vez que columbró que podía erigir a Maradona
en un defensor de los jugadores, lo que haría que los rivales lo respetaran y
lo molieran tanto a patadas-.
Bilardo acertó una y otra vez en ese Mundial. Sólo
se equivocó una vez. El día del mencionado partido contra Inglaterra. Pero se
trató de un error que terminó por pasar desapercibido (aunque, no es que nadie
se hubiese dado cuenta de lo que se desconocía: toda esa ingeniería de
cálculos).
Bilardo recibía informes a diario sobre la
oscilación terrestre – de hecho, su segundo, Carlos Pachamé estudió en secreto
tres años de astronomía; comenzó en 1983, en cuanto Bilardo tomó las riendas de
la selección -, que incluían predicciones aproximadas de en qué momento podía
llegar a producirse un ligero bandazo. Ese día, el informe indicaba: “Aproximadamente
en el minuto 4 del segundo tiempo – siempre y cuando el partido empiece en
horario, no se produzca ningún incidente que lo detenga mucho tiempo y se
reinicie en hora el segundo tiempo – se producirá un momento de fuerza
favorable hacia la Cabecera Norte. Evidentemente, no se trata de una fuerza que
pueda ser percibida, sentida, pero suficiente para poder ganar un poco más
impulso en el salto para cabecear o para patear”. Un hecho que era favorable
para la Argentina, puesto que en el segundo tiempo atacaba hacia esa portería.
Para ser fieles a la verdad, no fue Bilardo el que
se equivocó. Fue Pachamé. O una confabulación de mínimas inexactitudes. Y es
que el inicio del partido se retrasó apenas, y también levemente el reinicio
del segundo tiempo. Con lo que Pachamé se vio forzado a realizar unos cálculos
apresurados en el banquillo de suplentes y concluyó que el evento energético
tendría lugar en el minuto 6.
Bilardo, entonces – corría el minuto 4 - se puso de
pie y le chifló al Negro Enrique: “Contá hasta 120, cuando termines, gritá
centro a la olla. No importa quién la tenga ni quién esté en el área. Centro a
la olla y a otra cosa”.
Cuando Enrique iba por el 110 de la cuenta, lo vio a
Maradona iniciar un zigzag imposible (115) y soltarle la pelota (119) a
Valdano, para seguir hacia al área (120). En ese momento Valdano escuchó el
grito de Enrique que llegó como un malón. El hombre de Las Parejas no había
visto el desmarque de Maradona, pero la voz de Enrique, toda una conminación
surgida de las pampas, impulsó su pierna que, sorprendida por el bramido de
Enrique, no atinó a ser certera, a darle elevación suficiente al balón. Pero la
fortuna – ese factor que tanto trabajaba Bilardo en los entrenamientos,
haciendo que la suerte fuese algo casi predecible, que el azar fuese un elemento
moldeable – se inclinó del lado argentino: el defensor Steve Hodges, en su
intento por despejar, sólo logró añadirle el impulso que el balón andaba
necesitando para terminar entreverándose con la red. La pelota se elevó así por
sobre los defensores y encontró a Maradona, flotando en el aire, un poco como
esos ángeles renacentistas, otro poco como un obrero de andamio en caída libre.
Pero el salto se quedaba irremediablemente corto. La predicción de Pachamé se
había quedado corta por algo más de 5 segundos (lo que en ciencia pueden ser
como una pifia de dos días).
Pero venciendo a la gravedad y al reglamento de la
Federación Internacional de Fútbol Asociación, un brazo – el izquierdo –hábil,
como su pierna izquierda, acaso debido a que la oscilación había acumulado
destrezas hacia ese lado el día de su nacimiento -, y sagaz (tramposo, qué
tanto, dijeron los ingleses), se estiró para ayudar el esfuerzo contra la
gravedad sañosa, para suplir la testa, y así corregir el error de cálculo de
Pachamé y enderezar los designios de la historia de los Mundiales.
“La mano de Dios”, lo llamaron…
Los astrónomos que trabajaban con la selección,
examinando vectores y astros, llegaron a la conclusión de que ese día había
producido el bandazo más fuerte en un siglo, y que éste comenzó cuando Maradona
estaba ya en el aire. Fue esa fuerza adicional la que propulsó el brazo de
Maradona hacia arriba.
Así que, en un sentido, sí fue la “mano de Dios”, o
la “mano de la Naturaleza”. No hubo picardía, No hubo trampa (porque no hubo
voluntad de engaño). Fue el contoneo terráqueo, la jarana astral, el bamboleo
de Chandler.
Pero las explicaciones científicas no agradan a
quienes gustan de las mistificaciones, de la explicación que involucra la
piolada, la viveza (como si esa chambonada fuese superior al usufructo de la
sabiduría, del arduo cálculo científico).
La Tierra, en tanto, se sigue bamboleando. Pero ya
nadie utiliza esos mínimos desvíos para ganar partidos de fútbol ni para ganar
un envión para subir una cuesta en bicicleta.
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