Mucho más allá
de los resultados de esta miniserie de dos partidos y cinco minutos, por la
clasificación al Mundial 2022 –que fueron positivos pero a la vez, lógicos de
acuerdo con los rivales de turno-, lo más importante que deja es el definitivo
reencuentro de la selección argentina con la gente luego de muchos años de
enorme distanciamiento, no sólo por los veintiocho años sin títulos, sino por
distintas actitudes de los protagonistas que fueron vistas de reojo, o
directamente con enfado.
Desde que
finalizó el Mundial 1994, de una manera que no fue la prevista, y se terminó
aquella generación ganadora que lideró Diego Maradona, comenzó una nueva etapa
que coincidió, no por casualidad, con la Ley Bosman, aquella que permitió que
circularan libremente por todos los clubes europeos los jugadores que fueran
ciudadanos con pasaporte europeo, y eso facilitó que sobraran cupos en cada una
de las ligas más importantes, y hacia allí partieron infinidad de futbolistas argentinos
que desde entonces establecieron una distancia cada vez mayor con el público,
que no pudo identificarse con ellos, sumado a otros factores, como el final de
la posibilidad de tener una selección local o que muchos de sus integrantes
tuviera ese “hambre de gloria” que se suele reclamar.
Desde la Copa
América de Ecuador 1993, todos los éxitos de seleccionados argentinos pasaron
por los juveniles de José Néstor Pekerman o los subñ23 de los Juegos Olímpicos
y la pasada generación es la que estuvo más cerca de terminar con esos años
duros cuando llegó a tres finales consecutivas en las que no sólo no pudo
imponerse, sino que siquiera consiguió marcar un gol en ninguna de ellas,
aunque haya sido por distintas razones.
Tampoco parecía
que el camino iba a ser distinto en esta nueva etapa, comenzada cuando finalizó
el Mundial de Rusia 2018. El modo de elección de Lionel Scaloni como entrenador
de la selección argentina no fue el adecuado, porque no se trata de alguien con
la carrera requerida para el cargo (hace poco tiempo, el director técnico del
equipo uruguayo, el veterano Oscar Washington Tabárez, sugirió al actual DT
argentino que dijera que no tiene experiencia pero sí vivencias), y
rápidamente, la desconfianza volvió a aparecer, tanto más cuando había formado
parte del cuerpo técnico anterior y sin embargo, optó por quedarse, a
diferencia del resto de los integrantes durante el Mundial pasado, aunque era
indudable que tomaba decisiones de sentido común.
Un liderazgo
distinto de Lionel Messi, ya más maduro y uno de los cuatro más veteranos del
equipo (junto a Sergio Agüero, Ángel Di María y Nicolás Otamendi) fue
fundamental para iniciar un cambio. El genio rosarino había adquirido ciertos
métodos maradonianos, como su airada protesta a la Conmebol, a la que tachó de
“mafiosa” durante la Copa América de Brasil 2019, en la que la selección
argentina fue claramente perjudicada en la semifinal del estadio Mineirao ante
los locales por no haberse recurrido al VAR en dos más que posibles penales, y
Scaloni optó por convocar a una nueva generación, que entendió enseguida que
había que apuntalar al mejor jugador del mundo y armar por fin un equipo que lo
sostuviera, porque ya en el Mundial 2022 veríamos a un crack de 35 años y
medio.
Sumado a la
necesidad de un giro a la situación anterior, el público pudo observar un
compromiso de estos jugadores en cuanto a actitud, que mucho más allá del
carácter expuesto en la final del Maracaná a mediados de este año, cuando
debieron sobreponerse al impacto de que Argentina perdiera su sede de la pasada
Copa América por razones de pandemia, volvió a aparecer en esta serie de tres
partidos, ante Venezuela, Brasil y Bolivia, cuando fueron los únicos que osaron
desafiar al poder político del fútbol y viajar de todos modos al continente
sudamericano exponiéndose a sanciones como las que, aparentemente, recibirán en
los próximos días Cristian Romero y Giovani Lo Celso por parte del Tottenham
Hotspur.
El público
argentino, siempre exigente, y arrastrando una larga y rara mezcla de
indiferencia y enojo con selecciones anteriores (que ni siquiera sacaban una
mano para saludar desde el micro o el hotel hacia tanta gente que sólo quería
verlos unos segundos cuando venían a sus ciudades, o que ninguneaban a gran
parte del periodismo nacional e internacional), supo entender este cambio de
actitud de estos jugadores actuales, y aunque el título de Copa América es
nítidamente lo que más interesa, los aplausos y vítores no brotaron por
casualidad el pasado jueves en el estadio Monumental.
Esa noche se
reunieron varias condiciones para la fiesta: la obtención del título tantos
años después, el regreso del público a las canchas luego de dos años, aunque
más no fuera en poco menos de un tercio de la capacidad, los extraños hechos de
San Pablo del domingo anterior, cuando la agencia sanitaria estatal brasileña
impidió que el partido continuara a los cinco minutos del primer tiempo, el
buen andar del equipo en la poco sufrida (esta vez) clasificación mundialista,
la victoria anterior ante Venezuela y tras el 3-0 ante Bolivia, el récord de
Messi de los 79 goles, con los que pasó a Pelé como mayor goleador histórico de
una selección sudamericana.
El combo era
casi perfecto, aunque esto no significa que haya que caer en ninguna euforia.
Desde el juego, a la selección argentina le falta corregir muchos aspectos: no
está tan claro el segundo marcador central (Venezuela y Bolivia no son rivales
para medirlo), sigue teniendo problemas con el volante central de marca (el que
más se acerca es Guido Rodríguez, porque Leandro Paredes es un “diez”
atrasado), hay una superpoblación de volantes, lo que a su vez genera que
Lautaro Martínez (que de todos modos se las rebusca) juegue demasiado solo
arriba, Marcos Acuña ni defiende (cuando nadie lo amenaza por su banda), ni
ataca (por recibir indicaciones de sumarse en la marca en el medio).
La buena noticia
es que hay tiempo. Todo indica que a este ritmo, la clasificación al Mundial
podría llegar varias fechas antes, y eso permitiría trabajar con enorme
tranquilidad y ya luego será necesario cotejar con las potencias europeas y
equipos africanos para terminar de saber en qué lugar se encuentra, con miras
al Mundial.
Mientras tanto,
no es poco que el equipo se haya reconciliado con la gente. No es lo mismo
saberse querido que dudar del afecto. Que Di María se anime a la gambeta o al amague,
es consecuencia de eso. Que Messi aparezca liberado y los goles le surjan con
facilidad, como en sus tiempos del Barcelona, también, pero aún mejor fue lo
que ocurrió luego con sus lágrimas de emoción al levantar la Copa y recibir una
ovación desde las tribunas. Que en este tiempo de individualismo y ultra
capitalismo, un genio como el rosarino llore porque se lo reconoce como
futbolista campeón, significa haber antepuesto la ambición colectiva a la
individual.
Comprobar que
terminó siendo verdad aquello que tantas veces Messi dijo acerca de que
prefería cambiar varios de sus logros individuales por un título con la
selección argentina, al cabo, era verdad. Y es maravilloso poder comprobarlo,
porque el afecto personal ya lo tenía. Lo que cambió fue el logro del equipo, y
no lloró en partidos anteriores sino en éste, cuando por fin pudo mostrar una
copa y gritar “campeón”.
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