Ya desde cuando comenzó a ser considerado por la opinión pública, cuando apareció con sus notables rabonas (las mejores que este cronista haya visto jamás), Claudio Borghi fue más bicho que “bichi”.
En aquellos tiempos cuando traspasaba las fronteras hacia la segunda década de su vida, cuando aquel torneo “Proyección 86” lo catapultó a la fama en dupla con Infantino, o cuando se quedó con el puesto de delantero de aquel mágico Argentinos Juniors campeón Nacional 1985, y luego también monarca de la Copa Libertadores de América tras eliminar en un memorable partido a Independiente en semifinales en el propio estadio de la Doble Visera de Cemento, Borghi nunca fue un jugador más.
Nunca se traicionó. Nunca aceptó correr por correr, aceptando aquella idea bochinesca de que el fútbol consiste en que corra la pelota, no el jugador, y en todo caso, la velocidad debe usarse en posesión de la pelota para superar a un rival, pero nunca como concepto en sí mismo. Ya lo decía el propio Ricardo Bochini cuando le preguntaron por Johan Cruyff, quien brillaba en el Ajax holandés: “corre mucho, pero juega bien”.
Y el “Bichi” Borghi defendió siempre sus ideas futboleras, dentro y fuera de la cancha. Afuera de los campos de juego, el “Bichi” que lo hacía todo, que era capaz de todo pero que nunca aceptó ser parte de un sistema enfermizo que le pedía matarse en una cancha en vez de disfrutar del juego, se transformaba en Bicho, por no aceptar lo establecido, por no declarar con un casette puesto, por no negar una creencia distinta a las tradicionales, por decir siempre lo que pensaba, con espontaneidad.
El mismo Borghi que deslumbrara aquella noche iluminada de Avellaneda en la que fue el puntaje más alto en un partido en el que todos los jugadores aprobaron su examen individual, en aquella oportunidad en la que arrastraba a sus rivales aún cuando lo tomaban de su camiseta, generando un murmullo de admiración en la hinchada local, es el que apenas meses después, igual que su compadre más veterano, otra vez Bochini, nos comentaba en varias oportunidades en pleno Mundial de México que extrañaba a su familia y que no se sentía cómodo.
El mismo Borghi, al que muchos rápidamente catalogaron como de escaso carácter, es el que ni se inmutó cuando en Japón, la organización de la Copa Intercontinental lo tomó como figura junto a Michel Platini (nada menos), de la Juventus y sus niveles fueron parejos durante el partido que los italianos ganaron por penales. Borghi no desentonó, aunque su carrera comenzó a decaer cuando llegado al Milan junto a los tres holandeses (Frank Rikjaard, Marco Van Basten y Ruud Gullit), Arrigo Sacchi optó por éstos y lo envió al Como. Borghi sólo le pidió una oportunidad, el torneo de verano. Allí fue elegido el mejor jugador, pero aún así, Sacchi lo envió al exilio, y fue demasiado. Ya no volvió a ser aquel crack, tal vez cansado de tanto manoseo y de tantas contradicciones sistémicas para quien sólo buscaba jugar.
Y ese mismo Borghi, una vez que dejó de jugar, siguió tomando el fútbol sin dramas, sin tensiones, apenas como lo que es: un hermoso juego que necesita de talentos, de tratar bien el balón, de respeto por el espectáculo y por los adversarios, y no caer en el ganapierde de cada partido.
Tal vez por todo eso es que Borghi se tuvo que hacer entrenador en Chile y no en su país, tan proclive al exitismo y a que ser segundo no vale y en el que para muchos, ganar no es lo importante “sino lo único”, algo que él mismo vio alguna vez en pizarrones como jugador y que le hizo fruncir el ceño.
Borghi llega a la Argentina desde su rotundo éxito en el Colo Colo chileno desdramatizando, ofreciendo su renuncia sin siquiera haber perdido un partido, harto ya de estar harto de un sistema podrido que presiona con violencia al menor resultado en contra, y que cuestiona al que no gana sin una mínima base de sustentación.
Borghi, dicente hincha de Racing, prefiere la oferta de Independiente y no entiende por qué hoy los aficionados de los equipos vecinos de Avellaneda no pueden compartir ni siquiera un café.
No entiende cómo pudo suceder este cambio cultural en el que los hinchas de dos equipos distintos no pueden compartir un mismo espacio social en un estadio, sin que medie un pulmón. No puede entenderlo. Como tampoco que en un plantel de un club tan rico en historia como Independiente, no encuentre jugadores como los que tuvo de compañeros, producto de la sinrazón de este fútbol de correr y correr.
Y Borghi no es justamente el enfermo, sino lo que lo rodea. Por eso hoy Borghi es más que nunca “Bicho”, más que aquel ingenuo “Bichi” que dejaba la pelota tan chiquita.
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