lunes, 24 de octubre de 2016

Un puesto delicado (Un cuento de Marcelo Wio)




Pero no se quede ahí parado, Obnulino, siéntese, hágame el favor. ¿Quiere algo para beber? ¿Una gaseosa cola? Sí, a mí también me vedan el sueño, pero, qué le voy a hacer, soy un adepto al agua gasesosa diluida en azúcar. ¿Una copita tal vez? 

Es cierto, no son horas de andar disminuyendo facultades, queda mucho día aún por transcurrir como para andar dándole tantas ventajas a las horas. ¿Cómo anda la familia? Me alegro, me alegro; siempre es bueno saber que los cercanos, los quiera uno o no andan bien (es que si encima uno de los menos agraciados con nuestro afecto anda más bien para el traste, eso aumenta nuestra desafección). Pero vayamos al intríngulis de la cuestión por la que lo mandé llamar, Obnulino. 

Sabe usted bien que su puesto (el puesto en sí, quiero decir, no tanto quién lo ocupa) es vital para este club; es, vital para el lubricamiento de la maquinaria del primer equipo (de sus piezas). Un puesto que requiere más bien poco esfuerzo, pero que obliga a desempeñar la labor esporádica y breve, de manera perfecta – justamente por la mezquina limitación de tiempo para realizarla; y por su relevancia. 

Entiéndame bien, Obnulino, no soy un intransigente ni un hombre dado a rigurosidades que rozan en la injusticia, en lo despótico. Ninguno estamos exentos de altibajos, de alguna que otra chambonada, de un desliz mínimo. Yo, sin ir más lejos, olvido más de una vez alguna reunión – hecho que, por lo demás, es subsanable por la vía usual de la excusa o la coartada falaces.

Fíjese usted, sin ir más lejos, mi mujer: una cocinera excelsa – justamente lo opuesto de su hermana, que no sabe distintiguir entre una sartén y una paleta de pintor; la de veces que le he dicho a mi cuñado: La tenés muy mal acostumbrada; por más dinero que haya, una mujer debe aprender sus labores por dos motivos estrictamente pragmáticos: se ahorra en servicio doméstico y, de venir las vacas flacas, la mujer ya está ducha en las artes de la casa y el rebusque. 

Y déjeme que le añada una tercera que me viene ahora mismo a la cabeza: una mujer ociosa es pasto para las concuspicencias extra matrimoniales – y estará usted de acuerdo conmigo que agarrarse un chancro con una amante tiene más dignidad a que se lo pegue a uno la propia mujer después de pescarlo en un revuelco sicalíptico; y ni que decir, si esa cuernalidad deriva en un vástago con el que hay que contemporizar a fuer de amparar el mínimo prestigio restante que a uno pudiera quedarle. ¿Por dónde iba?

Sí, si... Pues que todos tenemos nuestros más y nuestros menos, nuestros días tontos y nuestros días iluminados. Pero aún en los días en que las cosas, por una cuestión de geometría desventurada, a uno no dejan de salirle torcidas; aún en esos días, hay cosas que igualmente uno puede hacer de manera correcta por el simple hecho de haberlas hechos mil veces: tanto la atención como la costumbre conjuran el influjo de gafe bajo el que uno pudiera andar discurriendo. ¿Me sigue, Obnubilio? Obnubilino, perdón. 

Ve, altibajos, pequeños errores, pero que no acarrean mayor consecuencia que una leve corrección de su parte. Así pues, Obnubilino, lo de usted el otro día en la final de la copa contra Poceros de San Sima, fue, y estará usted de acuerdo conmigo, de una gravedad que no admite rebajas en sus adjetivos acompañantes. 

Una chambonada, vaya y pase; pero eso, Obnubilino... Eso fue un cagadón de dar y tomar. Con decirle que tuve que contenerme de llamarlo el mismo día; y el siguiente. 
Con decirle, como usted ya ve, que tuve que esperar dos semanas para aplacar un denuedo hacia el lado de lo criminal, ya ve lo grave que es el asunto. 

Obnubilino, un aguatero no tiene que hacer mucho; no precisa siquiera estar los noventa minutos totales del partido concentrado; tan sólo en los momentos aislados en que algún jugador se acerca a tomar un poco de agua, o en alguna falta en la que el equipo médico entra y usted aprovecha para repartir bolsitas de agua. Nada, en definitiva, a cambio del privilegio no ya de ver el partido a pie de campo, sino de formar parte propiamente del equipo Obnubilino. 

Y una única vez en que el técnico le pide algo inusual, fuera de la rutina; algo que, por lo demás, no requería mayor intelección: las bolsitas de agua con el puntito amarillo, eran para el equipo rival. Simple. Incluso un daltónico habría podido: las otras no tenían puntito alguno. 

Y el técnico se lo repitió, no una vez, sino por lo menos diez: las del puntito amarillo son para dárselas a los jugadores del otro equipo. Pero usted, en la primera de cambio, ante una falta que paró el partido, y con sólo diez minutos del primer tiempo jugados, hizo lo opuesto de lo que le habían pedido. Y a los cinco minutos, tres de nuestros jugadores tenían unos retortijones de padre y señor nuestro. 

Y no cualquiera: el 10, el 5 y el 9. Un ojo el suyo para patinar, que ni que lo hubiera hecho a propósito. Por esto mismo tuve que contenerme, que dejar pasar los días, repasar su historia en el club y llegar a la evidente conclusión de que usted, Obnubilino, es simplemente un grandísimo pelotudo. 

Así, pues, en vista de esta evidencia irrebatible – a lo que se suma la onerosa pérdida de la copa (no quiero entrar en detalles pecuniarios de lo que supone para las arcas del club alzarse con un trofeo como ese) -, el club ha decidido dejar de contar con su riesgosa prestación de servicios – una verdadera amenaza para la salud de los jugadores, para la economía y la honra del club. 

Desde ya, estaré encantado de escribirle recomendaciones para otros clubes. Por favor, salude a su familia de mi parte, especialmente a su madre. No sabe cuánto me he acordado de ella estas últimas dos semanas.

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