Lo vi un par de días después de aquel partido. En un café de la calle
Viamonte. Uno de esos encuentros que uno propicia cuando se imagina un cierto
desenlace y quiere poder sentirse bien con uno mismo una vez que se produzca.
No digo que fuera algo consciente en ese momento. Pero, visto en perspectiva,
ese sentimiento mezquino me llevó a ese café esa tarde de agosto. Recuerdo que
llovía a cachetazos. Elvio apareció empapado – si hubiese sido un día soleado,
no habría habido ningún cambio en su aspecto: chorreado; la mirada lacia,
enológica. Ya, trece días después de aquel partido, Elvio era otro. Un medio hermano
enclenque del jugador de Sporting Ágiles de San Marcos. Se sentó frente a mí y
pidió una copita de vino de tinto de la casa. La voz pedía como desde un foso.
¿Qué hacés, Barrientos? – me preguntó.
Ya ves… Con este tiempo… – el manido recurso meteorológico, que, cuentan,
lo inventó Dios en el Monte Sinaí, para eludir querellas y explicaciones;
“Caluroso, ¿no, Moshé? Menos mal que no es húmedo…
Elvio miró hacia fuera por el ventanal junto al que estábamos sentados y
enunció: Claro…
El mozo le puso la copita frente a él y ya se marchaba, cuando Elvio le
pidió que le trajera un pingüino. “¿A quién corno quiero engañar?”, dijo con
tristeza. El mozo hizo uno de esos gestos que le son propios al oficio, y que
no tienen jurisprudencia ni sentencia, y se marchó.
¿Cómo estás? – se me escapó. Tan menguado… Elvio, el rudo defensor; temido
por los rivales, e incluso por los compañeros que atravesaban el territorio en
el que se dedicaba a guadañar sin misericordia.
Cómo querés que esté, Barrientos; estoy mismamente como el traste –
respondió desde el fondo de la copita, batallando con un resto de líquido o
borra. El mozo dejó el pingüino sobre la mesa y se fue como si nunca hubiese
venido (o existido).
No puedo explicarme cómo carajo hice lo que hice… No puedo. Intenté recordar
cada instante del partido, reconstruir su trámite, su devenir; y creo casi
haberlo logrado: como una película que proyectaba contra el techo de mi piecita
en la pensión. Pero hacía falta la exégesis: las imágenes sólo transcurrían, y
cada vez, perdían algo más de significado (o adoptaban otro que no tenía nada
que ver con lo que buscaba).
A veces, lo mejor es no darle tanta vuelta. Aceptarlo, y seguir para
adelante – sugerí con ese psicologismo de parada de autobús que puede practicar
quien no tiene grandes vergüenzas ni arrepentimientos que suprimir, olvidar.
Eso hago – me dijo señalando la copa con la mirada turbia, bailona,
mientras se servía más vino. Eso hago, Barrientos. Porque no te creas que me
entregué al método de embrutecimiento por cobardía; no señor. Pero tanta labor
de restauración cinematográfica de aquel partido, hacía imposible poder
desprenderse de todo ese material. Y tanta proyección en esa piecita de mierda…
No alcanza la voluntad de hacerse el pelotudo, Barrientos. Todo el día, las
imágenes benditas, con el hecho, pero sin explicación.
Le quise preguntar qué iba a pasar después de que arruinara la película de
aquel partido – pensando que iba a arruinar tantas otras, inevitablemente. Y se
lo iba a preguntar; pero Elvio siguió hablando y cancelando las preguntas que
podía hacerle sin comprometerme en una amistad que nunca había existido – ya se
sabe, uno juega en el mismo club, entrena, participa de las chanzas, del
ejercicio de la masculinidad, pero nada más; cada cual, tiene su vida.
Ahora – dijo, levantando la copa -, es método, refugio e inevitabilidad.
Siempre me gustó el vino. Así que rendirse a sus encantos prestigiosos es algo
sencillo; hasta lógico te diría. Antes o después esta realidad me alcanzaría.
Como a mi padre, a mi abuelo. Y si uno quiere olvidar el hecho que lo ha
arrojado a la ignominia que le enchastra la vida que todos conocían, que uno
mismo creía conocer, entonces acaso lo mejor sea olvidarlo todo… - y se bebió
el vino de un trago y se sirvió otra copita.
¿Era posible que lo que había ocurrido en aquel partido lo hubiese
trastornado tanto?
Evidentemente sí. Y es que somos significado. El que proyectamos, el que
otros nos dan. Y si éste cambia para mal, estamos jodidos. Jodidísimos.
Eso fue ni más ni menos lo que le pasó a Elvio, pienso ahora, con la
perspectiva que ofrece el paso del tiempo y no ser uno quien padece la
desgracia en cuestión.
Si no hubiese hecho ese gesto pelotudo, que vaya a saber quién puso de
moda, de levantarse la camiseta cuando se marca un gol. Pero Elvio, en ese
momento, no podía hacer acopio de razones, de cálculos causales; no había
marcado un gol en su vida. Y no digo sólo a nivel profesional. Nunca. Ni en los
picaditos en la calles de tierra de su pueblo; ni en los entrenamientos. Nunca.
Había marcado, sí, un par de goles en contra.
Y en aquel partido, casi sin
quererlo, mero instrumento del azar, la pelota que debería haber transitado sin
pena ni gloria por sobre el área rival luego del tiro de esquina, encontró en
su camino alguna corriente de aire imprevista, o alguna otra eventualidad de
esas que el universo se ofrenda a sí mismo, y se desvió lo suficiente para
rozar en la cabeza de Elvio y cambiar su rumbo hacia la portería. Gol. Y claro,
la emoción novedosa, y esa descarga de frustraciones que uno va juntando, y, otra
vez, esa costumbre inane de levantarse la camiseta… No se dio cuenta sino hasta
que volvió a su posición y recuperó el aliento y se situó en sí, en el de
siempre. Entonces, notó primeramente las miradas de los rivales y las nuestras
y las del público cercano; y las risas nerviosas y las malintencionadas, esas
que reescriben en un santiamén una personalidad, un prestigio. Y recordó la
camiseta que siempre llevaba, por cábala, debajo de la del equipo. Una que le
había regalado su madre – rosadita, con motivos de flores y dos niñas con
sombrillitas y cestas y vestiditos vaporosos -
que le quedaba corta y ceñidísima al cuerpo y que le daba un aspecto trágico
y degenerado.
Comprendimos por qué siempre se quedaba solo, en el vestuario, un
rato antes de salir a la cancha… Y él comprendió, obviamente, que su reputación
se había ido al carajo. Importaba un rábano que repartiera más patadas que
antes, que se trompeara con alguno. Es más, probablemente ya ni pudiera: todo
descansa en la imagen que los demás se forman de uno; una vez que la reputación
se extingue, no hay tu tía, y uno termina por someterse, le guste o no, a esa
nueva circunstancia y por acatar la identidad que viene con ella. Entonces, sin
haberse movido del lugar, Elvio se largó a llorar y, de pronto, salió corriendo,
patético, hacia el vestuario – no sé si es un recuerdo apócrifo, pero sus
piernas parecían desviarse a los costados, como las de las niñas cuando corren…
Supercherías de mierda… Al final no protegen de nada; en todo caso, nos
inventan otras calamidades. Desde aquel día he dejado de utilizar los calzones
de mi abuela Benita…
Esa fue la última vez que lo vi… No, miento, lo vi otra vez (creo). Pero de lejos. Iba caminando por la calle Tres Sargentos.
Obedeciendo como a una gravedad cambiante, que ejercía ora por un costado, ora
por otro. Esa fue la última. Pero prefiero contabilizar como tal, la del café; a
aquella otra prefiero registrarla entre los cómputos estadísticos de las confusiones
por parecido fisionómico, por defecto visual. Iba tan deshecho… Desperdigado,
como juntando los trozos que creían que eran necesarios para continuar…
Continuar vaya a saber qué… Creo que aún llevaba la camisetita infame debajo de
una camisa o un jersey o lo que fuera esa tela ancha y derramada.
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