“Casi gol”, no es gol, es yerro. Pero, suceso de un
sistema mayor de instantes, puede obviarse. El problema es otro. Es “casi gana(mos)”
la sentencia crítica, trágica. El “casi gana” que es una derrota – un empate en
el mejor de los casos (aunque la inconcreción, la incompletitud, convierte al
empate invariable y meramente en un vergonzoso disimulo fatuo, en un consuelo
lacio, casi calvo).
Así pues, el “casi” es la forma sesgada y manida de
atemperar derrotas y yerros. “Casi” significa estar o haber estado cerca de
algo. Pero no haberlo conseguido. El “casi” al que se alude no es nada,
inexistente (conjunto vacío). “Casi” es un consuelo imbécil y dañino: porque
con su idea de cercanía de consecución hace del fracaso un hecho del que no
pueden extraerse experiencias, saberes: el “casi” aboca ineludiblemente a la
perpetración (y al incremento) de la sucesión de errores que condujeron al
revés apenas disimulado de verborrea, de justificación del “aproximamiento”:
que viene a decir que si esta vez, así, “casi”; por tanto, la próxima vez, así,
definitivamente. Sin tener en cuenta que el “así” vinculado a este “casi” no
puede ser más que el método de, en el mejor de los casos, otro “casi” (límite
tendiendo a infinito) – pero que siempre es la fórmula infalible de un
resultado peor (del cual, además, se extraerán, acaso, si se rompe la inercia,
el círculo vicioso, las conclusiones equivocadas, porque el punto de partida
del análisis será ese evento, y no el anterior que condujo al, esta altura,
“casi-que-en-realidad-fue”: que en realidad es precursor de la forma “somos los
campeones morales” o “somos los que pusimos el fútbol”, o cualquier otra
necedad por el estilo.
El “casi gana” (“que siempre es “casi ganamos”,
realmente – quién le hace esa concesión a un rival) es al fútbol lo que el
chauvinismo a la política: el discurso que junta a los mediocres alrededor del
conformismo manso, quieto, que se permite exabruptos puntales contra una
imaginaria entidad exterior – con los invariables colaboradores internos; cuya
existencia es imprescindible para el éxito cabal de la conjura – que labora en
contra de la pureza y destreza de nuestro seleccionado. Por qué no habían de
copiarse en este campo los vicios de lo político que tan bien han servido
tantas veces. Por qué no mimetizar su jerga, su semántica facilona, sus
procedimientos ecuménicos, certeros.
Y, como tal, ese “casi” no deja de ser sólo la
negativa de esa misma estratagema: el compromiso consustancial de todo
movimiento de tal guisa con su derrota absoluta – que, se pretende, valide los
postulados del mismo. En el fondo hay un temor atroz a ser, a realizarse, a
confrontarse ante los pares: la derrota perpetua justificará el carácter sin
igual de las virtudes propias enfrentadas no a un igual, sino a una figura
inconmensurable: una injusticia (que huele a que algo está en mal estado en
Zürich – con lo ordenados y pulcros que uno creía a los suizos, mire usted)
hipertrofiada, hiperbólica, pergeñada por marcas y ocultamientos,
gustosamente apoyada por las potentes
naciones del balompié (que son, además, tales, en tanto obedecen los caprichos
transnacionales)y aplaudida complacientemente por el resto (a cambio,
posiblemente, de prebendas nimias, o no tanto, a saber qué guisos se cuecen en
esos conciliábulos).
A su vez, “casi ganamos” pisotea el concepto
matemático de límite, al pretender, finalmente, que, en realidad, “ganamos”. Es
decir, el suceso se convierte así en una derrota aún mayor dentro de la otra
que, como todo, ya era anécdota – y para las otras selecciones, ya había sido
enseñanza -;y abraza, acepta, desarrolla la idea fácil de que la mediocridad (y
el delirio) es el refugio, es el estado más acabado de la integridad imaginada.
Dicho todo esto; es decir, manifestando conocer los
resortes del conformismo y la manipulación, la final que nos robaron el pasado
mes de julio no es fruto de una chambonada colectiva (y sistemática, además) de
un equipo que jugó como no lo había hecho ningún equipo en el torneo, no digo
ya en ese mundial, sino en los dos o incluso tres últimos. Decir que casi
ganamos es poco. Porque el gol anulado, el penal inventado en contra, la serie
de tiros libres regalados al equipo contrario en el borde de nuestra área (dejé
de contarlos a los diez minutos del segundo tiempo – iba por no menos de
cincuenta; ahora no recuerdo con exactitud), las faltas en ataque pitadas cada
vez que los nuestros enhebraban lo que, se hacía evidente, era una posibilidad
clara de marcar o de socavarle notoria e irreversiblemente la confianza al
rival… No, no voy a decir “casi ganamos” porque no tiene sentido. Yo digo que
ganamos. En la cancha. Con las reglas vigentes del balompié – es decir, sin
Zürich y despachitos afines operando para que lo que en la cancha se perfilaba,
fuera abolido, alterado.
Pueden venirme con toda la cháchara que yo mismo acabo
de adelantar tan socráticamente (¿o es cartesianamente? ¿Hegelianamente?
Algunomente), que mi respuesta va a ser clara, racional, lógica: cuando muchos,
y tan vinculados al poder, o manoseados por este, esgrimen estas parrafadas
trilladas con aire de soberbio academicismo, tan por encima de esas pretendidas
y folclóricas posiciones que nos adjudican, es que en estas palabras, en estas
interpretaciones, hay demasiada certeza, tanta que son (y no “casi”; no como algo
que se queda a poco de plasmarse, de concretarse) una verdad incontrovertible:
no perdemos, imposibilitan extra deportivamente nuestra victoria que, de hecho,
y de acuerdo al reglamento, tuvo lugar ese día de julio pasado.
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