jueves, 15 de abril de 2021

Casi ganamos (Por Marcelo Wío)


 

“Casi gol”, no es gol, es yerro. Pero, suceso de un sistema mayor de instantes, puede obviarse. El problema es otro. Es “casi gana(mos)” la sentencia crítica, trágica. El “casi gana” que es una derrota – un empate en el mejor de los casos (aunque la inconcreción, la incompletitud, convierte al empate invariable y meramente en un vergonzoso disimulo fatuo, en un consuelo lacio, casi calvo).

Así pues, el “casi” es la forma sesgada y manida de atemperar derrotas y yerros. “Casi” significa estar o haber estado cerca de algo. Pero no haberlo conseguido. El “casi” al que se alude no es nada, inexistente (conjunto vacío). “Casi” es un consuelo imbécil y dañino: porque con su idea de cercanía de consecución hace del fracaso un hecho del que no pueden extraerse experiencias, saberes: el “casi” aboca ineludiblemente a la perpetración (y al incremento) de la sucesión de errores que condujeron al revés apenas disimulado de verborrea, de justificación del “aproximamiento”: que viene a decir que si esta vez, así, “casi”; por tanto, la próxima vez, así, definitivamente. Sin tener en cuenta que el “así” vinculado a este “casi” no puede ser más que el método de, en el mejor de los casos, otro “casi” (límite tendiendo a infinito) – pero que siempre es la fórmula infalible de un resultado peor (del cual, además, se extraerán, acaso, si se rompe la inercia, el círculo vicioso, las conclusiones equivocadas, porque el punto de partida del análisis será ese evento, y no el anterior que condujo al, esta altura, “casi-que-en-realidad-fue”: que en realidad es precursor de la forma “somos los campeones morales” o “somos los que pusimos el fútbol”, o cualquier otra necedad por el estilo.

El “casi gana” (“que siempre es “casi ganamos”, realmente – quién le hace esa concesión a un rival) es al fútbol lo que el chauvinismo a la política: el discurso que junta a los mediocres alrededor del conformismo manso, quieto, que se permite exabruptos puntales contra una imaginaria entidad exterior – con los invariables colaboradores internos; cuya existencia es imprescindible para el éxito cabal de la conjura – que labora en contra de la pureza y destreza de nuestro seleccionado. Por qué no habían de copiarse en este campo los vicios de lo político que tan bien han servido tantas veces. Por qué no mimetizar su jerga, su semántica facilona, sus procedimientos ecuménicos, certeros.

Y, como tal, ese “casi” no deja de ser sólo la negativa de esa misma estratagema: el compromiso consustancial de todo movimiento de tal guisa con su derrota absoluta – que, se pretende, valide los postulados del mismo. En el fondo hay un temor atroz a ser, a realizarse, a confrontarse ante los pares: la derrota perpetua justificará el carácter sin igual de las virtudes propias enfrentadas no a un igual, sino a una figura inconmensurable: una injusticia (que huele a que algo está en mal estado en Zürich – con lo ordenados y pulcros que uno creía a los suizos, mire usted) hipertrofiada, hiperbólica, pergeñada por marcas y ocultamientos, gustosamente  apoyada por las potentes naciones del balompié (que son, además, tales, en tanto obedecen los caprichos transnacionales)y aplaudida complacientemente por el resto (a cambio, posiblemente, de prebendas nimias, o no tanto, a saber qué guisos se cuecen en esos conciliábulos).

A su vez, “casi ganamos” pisotea el concepto matemático de límite, al pretender, finalmente, que, en realidad, “ganamos”. Es decir, el suceso se convierte así en una derrota aún mayor dentro de la otra que, como todo, ya era anécdota – y para las otras selecciones, ya había sido enseñanza -;y abraza, acepta, desarrolla la idea fácil de que la mediocridad (y el delirio) es el refugio, es el estado más acabado de la integridad imaginada.

Dicho todo esto; es decir, manifestando conocer los resortes del conformismo y la manipulación, la final que nos robaron el pasado mes de julio no es fruto de una chambonada colectiva (y sistemática, además) de un equipo que jugó como no lo había hecho ningún equipo en el torneo, no digo ya en ese mundial, sino en los dos o incluso tres últimos. Decir que casi ganamos es poco. Porque el gol anulado, el penal inventado en contra, la serie de tiros libres regalados al equipo contrario en el borde de nuestra área (dejé de contarlos a los diez minutos del segundo tiempo – iba por no menos de cincuenta; ahora no recuerdo con exactitud), las faltas en ataque pitadas cada vez que los nuestros enhebraban lo que, se hacía evidente, era una posibilidad clara de marcar o de socavarle notoria e irreversiblemente la confianza al rival… No, no voy a decir “casi ganamos” porque no tiene sentido. Yo digo que ganamos. En la cancha. Con las reglas vigentes del balompié – es decir, sin Zürich y despachitos afines operando para que lo que en la cancha se perfilaba, fuera abolido, alterado.

Pueden venirme con toda la cháchara que yo mismo acabo de adelantar tan socráticamente (¿o es cartesianamente? ¿Hegelianamente? Algunomente), que mi respuesta va a ser clara, racional, lógica: cuando muchos, y tan vinculados al poder, o manoseados por este, esgrimen estas parrafadas trilladas con aire de soberbio academicismo, tan por encima de esas pretendidas y folclóricas posiciones que nos adjudican, es que en estas palabras, en estas interpretaciones, hay demasiada certeza, tanta que son (y no “casi”; no como algo que se queda a poco de plasmarse, de concretarse) una verdad incontrovertible: no perdemos, imposibilitan extra deportivamente nuestra victoria que, de hecho, y de acuerdo al reglamento, tuvo lugar ese día de julio pasado.

No hay comentarios: