Allí está, en algún cajón perdido, la pequeña camiseta de Boca, sin publicidad, limpia, azul y oro, con el número tres de cuero blanco, por Silvio Marzolini, uno de los grandes ídilos de la infancia de un memorable equipo de Boca Juniors, paradójicamente dirigido por un ex jugador de River Plate y símbolo del Real Madrid, Alfredo Di Stéfano, que terminó dando la vuelta olímpica en la cancha de River Plate luego de aguantar en la última fecha, y por varios minutos, un empate 2-2 que lo consagró campeón del Nacional 1969 de manera brillante.
Con un gol más, River hubiera podido conseguir un título que se le negaba desde 1957 y que tampoco podría alcanzar hasta 1975, pero la defensa de Boca resistió los embates finales de Víctor Marchetti, Carlos Rodríguez o el gran wing izquierdo Oscar "Pinino" Mas, entre otros grandes jugadores de la época.
Di Stéfano, en verdad, había llegado a Boca tentado por los dirigentes para hacerse cargo de la dirección general del fútbol, algo así como lo que hoy sería el manager, pero la renuncia de D'amico precipitó todo y el gran crack de los cuarenta y cincuenta terminó haciéndose cargo del plantel y produjo una auténtica revolución en el juego, que incluso le costó la salida de algunos indiscutidos hasta ese momento, como Antonio Ubaldo Rattín, símbolo del caudillo, pero que perdió su puesto luego de una expulsión, a manos de un crack como sin dudas fue Norberto Madurga, un "cinco" que picaba al vacío y así convirtió los dos goles del superclásico que terminaron dándole el campeonato. Boca se había quedado en la puerta del título del Metropolitano 1969 al quedar eliminado por River en semifinales al no poder desequilibrarlo, pero había dejado ya una buena sensación con algunos cambios que comenzaron a producirse, como los ingresos como wines de Ramón "Mané" Ponce e Ignacio "Pibe" Peña, jugadores dúctiles como Nicolás Novello y especialmente Madurga, en el arco, el "Gitano" Rubén Sánchez reemplazó a una gloria como Antonio Roma, y se incorporaron Orlando Medina ("El negro") y Raúl Armando Savoy, al igual que el muy fino (y caballeroso) central peruano Julio Meléndez Calderón terminó ocupando la plaza de Miguel Alberto Nicolau.
Lo extraño del caso, es que en el torneo Nacional (Boca ya había ganado ese año la Copa Argentina), Di Stéfano optó por un sistema de 4-2-4 sin un centrodelantero definido, y con ejes como Savoy y su experiencia, y Angel Clemente Rojas y su mágica cintura, confiando en la ayuda de los wines Ponce y Peña, y las llegadas al vacío de Madurga, a pases de Savoy o especialmente de Medina. No sólo este cambio fue fundamental sino también el hecho de no contar con jugadores duros de marca (como antes Rattín o Nicolau) sino técnicos, de buen dominio de pelota, con una línea de cuatro excepcional en la defensa: Rubén Suñé, en su primera etapa antes de convertirse en volante central, el peruano Meléndez, Rogel y Marzolini, considerado el mejor lateral izquierdo del Mundial de Inglaterra 1966.
Ese Boca de Di Stéfano demostró que se puede ser campeón jugando un fútbol brillante y efectivo y que para armar un buen equipo hace falta, primero que todo, excelentes jugadores y luego, voluntad de su entrenador por atacar y agradar a los espectadores. El escenario de la coronación no podía ser mejor: el superclásico en un Monumental que aceptó respetuoso el resultado final.
Y en quien esto escribe, un imborrable recuerdo, de los primeros que entregaron tantos años de fútbol, en un contexto de una Argentina que tenía mucho más que festejar que en la actualidad.
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