El despertador de la habitación de la villa olímpica
de prensa sonó a las cinco de la mañana. Era Eduardo Alperín, periodista del
diario “La Nación”, que me despertaba para decirme que fuera rápido a la sala
de conferencias, que le habían detectado positivo a Ben Johnson.
La primera reacción fue decirle que por favor me
dejara dormir, que teníamos pocas horas para descansar y que no era momento
para bromas. El experimentado colega insistió, con voz seria, algo solemne, y
comencé a darme cuenta de que podía ser verdad, así que junto al amigo Luis
Blanco, de Las Parejas, Santa Fe, y los otros compañeros de habitación y del
mismo piso, nos cambiamos a toda velocidad, pese a la modorra, y allí
estábamos, frente a Alexis de Merode, presidente del departamento médico del
Comité Olímpico Internacional (COI), que confirmaba que se había consumado la
mayor mentira de la historia moderna de los Juegos.
Aquel sábado 24 de setiembre de 1988 habíamos llegado
temprano, con Luis Blanco, al Estadio Olímpico de Seúl. No nos queríamos perder
nada de una final histórica de los cien metros llanos, y además, bromeábamos
con una frase de Quique Wolf acerca de que uno puede estar en la mejor
ubicación, preparado de antemano, pero en una competencia así basta con
estornudar para perderse todo.
Johnson ganaba ante un griterío ensordecedor,
marcando un récord que superaba incluso a los 9 segundos con 83 centésimas del
año anterior en el Mundial de Roma y ahora dejaba la impresionante plusmarca de
9’79”, a trece de su principal rival, el llamado “Hijo del Viento”, Carl Lewis,
y hasta pudo haber perdido algunas centésimas de más distancia por sacarle el
puño como saludo hacia atrás, burlón, al llegar a la meta.
No salíamos de nuestro asombro contemplando la
reiteración por la pantalla gigante, una especie de espejo que agranda egos en
los campeones, cuando por una cuestión que sólo se puede atribuir a una bendita
intuición periodística, comencé a notar que la demora en la premiación era
excesiva.
Se lo comenté a Luis, quien primero dudó, pero ante
mi extraña decisión de bajar a la zona de vestuarios para ver qué ocurría, me
acompañó. Lo que percibimos en ese lapso fue muy particular, con las chicas
coreanas con las flores a punto de salir para la pista otra vez, rumbo al
podio, con Lewis y el británico Linford Christie también esperando el momento
de volver a ingresar, pero sin Johnson aún.
Desde un pasillo se escucharon gritos en inglés, que
no pudimos determinar exactamente qué indicaban, pero era evidente la tensión,
que alcanzamos a notar, continuó luego en la entrega de medallas, pero todo
parecía una conjetura nuestra, propia de dos personas naturalmente desconfiadas
luego de la rara circunstancia vivida.
Todo pareció desenvolverse en cierta normalidad
hasta el llamado de Alperín y el desborde de consecuencias para Johnson y para
el deporte en general. El COI suspendía al jamaicano nacionalizado canadiense
por doping con estanozolol (un reforzador de masa muscular) y lo suspendía por
dos años, por lo que la medalla dorada pasaba a Lewis, la plateada a Christie y
la ebúrnea, al estadounidense Calvin Smith.
Johnson, en ese momento de 26 años (nació el 30 de
diciembre de 1961 en Falmont) pasó en un momento de héroe a villano en Canadá,
fue condenado en vida, sancionado en su país a perpetuidad como atleta, y
aunque en 1991 fue indultado, volvió a competir pero apenas dos años después,
el 17 de enero de 1993, dio nuevamente positivo, esta vez por testosterona.
Eso significó su destierro. Pasó a ser prácticamente
un apestado y sólo Diego Maradona, que también se sintió víctima de un sistema
como el de la FIFA que lo sancionó por “un cóctel de sustancias” (en realidad,
había consumido un medicamento que en Estados Unidos es de venta libre y
contiene efedrina), lo fue a buscar en 1997 como entrenador personal. Pocos lo
podían entender como el argentino.
Johnson buscó reconciliarse con la sociedad y con el
mundo del deporte por todas las vías posibles. En 1998 participó de una carrera
a beneficio, contra un coche y un caballo y logró que en 1999 la Justicia
canadiense aceptara su vuelta, pero tuvo que correr solo. Nadie quería competir
a su lado.
La IAAF (Federación Internacional de Atletismo)
desconfió siempre y decidió realizarle controles antidoping sorpresivos y en
uno de ellos, apareció otro positivo por uso de un diurético que no era sino
una máscara de otras sustancias dopantes. Ya estaba indefenso ante el mundo, y
aún así, apareció Muamar Khadafi, el líder libio recientemente fallecido, para
contratarlo como entrenador de su hijo Al Saadi, excéntrico futbolista que
compró una insólita chance en el Calcio.
Ahora mismo, en 2013, Johnson sigue su carrera con
obstáculos, muy lejos de aquella plana y veloz, tratando de convencer a todos
de su bondad, recorriendo el mundo con el slogan “Elige el camino correcto”, no
muy distinto de la campaña que quiere montar el ciclista estadounidense Lance
Amstrong, héroe para tanta gente y más luego de superar un cáncer, que tuvo que
confesar que siempre hizo trampas con el doping, tirando abajo la alta
consideración mundial luego de sus siete Tours de France, ahora perdidos
Se cumplen 25 años de aquella extraña jornada,
que encierra acaso la mayor mentira de la historia del deporte moderno, que
este periodista vivió con mucha intensidad en Seúl y que recuerda como si fuera
ayer.
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