El final de las
vacaciones y el retorno al imperio de lo cotidiano se va volviendo más dulce o
más soportable con la irrupción de la nueva temporada futbolística. El preludio
cada vez más exótico de las giras de pre-temporada encuentra su prolongación en
las supercopas locales que abren las distintas ligas (salvo en el caso español,
inoportunamente programada iniciado el Campeonato). En espera de un nuevo
carrusel de partidos los medios de prensa se disfrazan de revistas del corazón
anunciando los penúltimos fichajes, bosquejando portadas en las que las
estrellas lucen –como nuevas amantes- sus nuevos colores, fraguando onces que
tal vez serán.
Las playas se
vacían del rastro de los veraneantes al tiempo que se traban los nuevos
desafíos: la Premier con Mourinho y sin Fergusson, el Scudetto del emergente
Nápoles, la Liga en la que Bale y Neymar duplicarían el talento de Cristiano y
Messi, la Bundesliga de Guardiola versus Klöpp. El fútbol nos aguarda a la
vuelta del último baño, brindándonos una intensa temporada que nos devolverá a
otra playa esta vez brasileira en las orillas del próximo Mundial.
Europa vivió con
expectación el sorteo de la inminente Champions League. Al día siguiente y esta
vez no en Montecarlo sino en Praga se citaban los dos campeones continentales
en pos de una nueva edición de la Supercopa: el Bayern de Münich que izó la
Champions League, el Chelsea que se impuso en la UEFA League. Un grande de
todos lo tiempos y una potencia emergente en las dos últimas décadas, dos
gigantes cuyo rutilante paso en Europa no fue suficiente para mantener a sus
respectivos entrenadores. Bayern dio por concluida la etapa de Heynckes sin
prever la triple corona con que cerró el curso pasado, Chelsea se desprendió de
un Benítez que nunca fue aceptado por la grada “blue”. Sus respectivos
sustitutos ya triunfaron en otras latitudes, ya ganaron en más de una ocasión
la ansiada Champions League y ya se midieron fieramente al sol de la liga
española. Pep Guardiola, José Mourinho, dos caracteres fuertes, dos estilos
innegociables, dos almas ganadoras.
Felizmente todas
las expectativas tuvieron fruto en un duelo que augura una Temporada memorable.
Tal y como cabía esperar los dos equipos encarnaron el ideario futbolístico de
sus generales: Mourinho confería su credo táctico a los jugadores que ya tuvo
en su primera etapa en Londres (Ivanovic, Cole, Lampard,…), Guardiola
encomendaba su juego de pase rápido y corto a los hombres más habilidosos
(Lahm, Robben, Müller,…).
En los primeros
compases el juego estaba donde deseaba Mourunho: presión inicial, superioridad
en el centro del campo, y un gol de ventaja que -porqué no- podría ser
suficiente. Tras una brillante incursión del belga Hazard marcó Fernando
Torres, el más discutido de los indiscutibles, y el Chelsea se afirmó entonces
en un juego sin fisuras con el que cerró la primera parte.
Y llegó la tanda de
penalties, en la que nadie se acordó, pese a disputarse en su patria chica, del
intrépido Panenka. Disparos implacables a la red, muy lejos de los guantes de
los porteros. Los primeros nueve lanzamientos se convirtieron el gol, el décimo
correspondía al “blue” Lukaku que había sustituido minutos atrás a Torres.
Mourinho le hizo una señal, Lukaku colocó el balón, emprendió una carrerilla
que nos transmitió cierta inseguridad, y su tiro blando y sin malicia terminó
en las manos ya campeonas de Neuer. El Bayern de Munich se alzaba con la
Supercopa, el Chelsea perdía su segunda final consecutiva en este torneo, y la
afición de toda Europa se frotaba las manos en el excelente prólogo de la nueva
Temporada. Es el fútbol, que ya está de regreso.
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