Como suele suceder
en las relaciones entre enemigos íntimos, los momentos de esplendor de uno
coinciden con las agonías del otro. Así, si el Atlético vio desde el recodo
triste de la segunda división y en los puestos más grises de la primera las
tres Champions en color que alzó su vecino, el presente nos depara un
fulminante cambio de hegemonía.
En un presente con
rabiosa vocación de ser historia, allí habita el Atlético de Madrid. Llegó
Simeone y fue capaz de construir un bloque rocoso, un clon multiplicado por
once de su actitud fiera en los terrenos de juego. Llegó la estabilidad que
nunca anclaba en el río Manzanares, llegaron los futbolistas que ya no estaban
de paso, llegó la afición que al fin pudo dejar de vivir en el sobresalto.
Llegaron los títulos, dos trofeos en Europa y uno en España donde más y cuando más
se necesitaba. En el Santiago Bernabeu, frente al eterno rival, después de
catorce años de carestía.
Llegó entonces el
derby, que ya se antojaba oportuno para los unos e impertinente para los otros.
Las apuestas seguían favoreciendo a los locales, al eco del mantra de que la
calidad es más poderosa que la intensidad. Los visitantes aguardaban,
sacudiéndose el tradicional fatalismo con los goles inacabables de Diego Costa
y Miranda en una no muy lejana noche de mayo.
En verdad
aguardaron poco, pues desde los primeros minutos el fútbol de los rojiblancos
atenazó a su rival. La obra maestra de Simeone supone un equipo solidario en el
esfuerzo y en los movimientos, una escuadra que se mueve como un solo hombre y que
aniquila a su rival a base de anticipación. El Real cambió la velocidad mental
de Özil por el juego de piernas de Isco, ambos formidables pero acaso el alemán
más dotado para solucionar situaciones como éstas. Benzema no llegaba y ya casi
nadie espera que pueda llegar, y faltaba Xabi Alonso con sus certeros envíos a
la espalda de los defensas. Quedaba el recurso de siempre, el guante de plomo
de Cristiano Ronaldo, pero tampoco encontraba huecos ni aliento en la maraña
atlética.
Mientras tanto el
Atlético tejía su red y de vez en cuando lanzaba virutas de arsénico sin
compasión. Para eso cuenta con Diego Costa, un delantero mortífero, el único
capaz de empatarse con Messi en la tabla de goleadores. Y su socio Koke, máximo
asistente de la Liga, que busca en todas las acciones la anatomía de su
compañero. Se equivocó Di María y robó Filipe Luis, Koke tocó en corto, Diego
Costa salió disparado y burló a su tocayo con un tiro preciso a la red: 0.1
No fue la única
ocasión rojiblanca. Tiago pudo marcar de cabeza, Diego Costa de nuevo en
carrera anduvo cerca de sentenciar. Siempre Diego Costa, frenético en sus
acciones y en sus decisiones. En una ocasión se enzarzó con Diego López tras
una patada de éste, en aquélla desafió al árbitro y sólo la ira de otro genio
como Arda Turan le salvó de una doble tarjeta. Así ruge el temperamento en que
el Cholo baña a sus jugadores, en un equipo en el que incluso los llamados a
ser más inconstantes se baten sin remedio.
Entretanto el Real
fue sucumbiendo a los minutos y a su propia ineficacia. Un solo disparo, escasa
personalidad, y no demasiado arrojo. El luso-brasileño Pepe protagonizó un
bonito duelo con el hispano-brasileño Costa, todo entre casi-compatriotas. Las
líneas blancas jugaron con timidez, la entrada de Bale en su debut en el
Bernabeu no dejo más que un disparo en complicada situación, los minutos de
Morata dejaron entrever una ambición capaz al menos de espolear los ánimos de
una afición de costumbre severa con los suyos.
Siete jornadas y
siete triunfos para el Atlético, una hazaña de por sí que abre el debate de si
cuenta con plantilla suficiente para permanecer arriba y disputar con solvencia
las tres competiciones en liza. Vencer por segunda vez en el Bernabeu en cuatro
meses tras catorce años sin hacerlo es un acicate para un Atlético que se sabe
formidable. Estar por encima de su vecino dulcifica cualquier Temporada, pero
entre estas y aquellas alegrías cunde el ánimo de otras quimeras y de otros
sueños.
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