Hace casi ocho años, en la tranquilidad de Madrid,
Carlos Bianchi le decía a este periodista que suele necesitar el “hambre
futbolístico” para poder llegar a grandes conquistas. Y precisamente este Superclásico,
con toda la cancha en contra, con una enfermería en su plantel, con cuarenta
partidos sin ganar dos veces consecutivas y hasta con un fallecimiento en la
semana (el suegro del “Cata” Daniel Díaz), pareció hecho a su medida, para su
filosofía como director técnico.
Bianchi maneja como pocos el vestuario, aunque para
eso necesitó siempre limpiarlo a fondo. A fines de los noventa, del recordado
“cabaret”, y ahora, de las divisiones entre falcionistas y riquelmistas, lo que
le costó zafar in extremis de la última posición en el torneo anterior.
Liberado de estas ataduras, se encontró en el actual
torneo con el problema de la imposibilidad de contar con cierta regularidad por
la enorme cantidad de lesionados, que muchos asocian con una preparación física
al límite de las posibilidades de cada jugador, y un plantel rico en
individualidades terminó diezmado y con la necesidad de pensar un nuevo esquema
para cada fecha.
River lo tenía todo a su favor. Hace tiempo que su
director técnico, Ramón Díaz, dispone de sus jugadores, casi sin bajas, pero
con una calidad irregular dependiendo de las posiciones. Un excelente arquero
en Marcelo Barovero, una zaga central firme, dos laterales que van mucho al
ataque, un delantero de mucha jerarquía como el colombiano Teófilo Gutiérrez,
pero un mediocampo sin peso y un Lanzini que puede pasar de la magia al humo en
cuestión de segundos.
Por eso es que de las doce llegadas en noventa
minutos intensos pero de baja calidad técnica, a tono con la actualidad del
fútbol argentino, River tuvo el doble, incluso dos tiros en los palos, pero
Boca las usufructuó mejor y en las cuatro veces que merodeó el arco rival,
siempre pudo haber convertido.
Emmanuel Gigliotti ya había tenido muy cerca una
primera oportunidad en un rebote ante Barovero que no pudo conectar bien, y en
cambio sí pudo enganchar desde el sector derecho un centro hacia atrás del
“Burrito” Juan Manuel Martínez, de aceptable partido.
Y fue desde ese momento, todavía en el primer
tiempo, que si Boca tenía motivos para ir con todo a la hazaña en el
Monumental, contra 66.000 personas, al igual que la gesta de aquella semifinal
de Copa Libertadores de 2004 con el mismo Bianchi en el banco, ese triunfo
parcial lo motivaba para defenderlo con uñas y dientes ante un River impotente,
que dispuso de campo y pelota casi hasta tres cuartos del terreno, pero que no
pudo pasar el vallado azul y oro.
La sensación fue siempre que River, más allá de dos
tiros en los palos aunque en ambos estuvo siempre atento el arquero Agustín
Orión (muy bueno bajo los palos aunque exaspera el tiempo que hace y sus saques
a dividir, cuando no altos y afuera del campo de juego), no le iba a empatar a
Boca ni aunque le dieran la posibilidad hasta la mañana siguiente.
Los de Bianchi llegaron con un equipo remendado, con
tres de los cuatro defensores suplentes (ni Marín, ni Ribair Rodríguez ni
Insúa, ni siquiera Guillermo Burdisso), con Ledesma suspendido, Erbes
lesionado, Gago en puntas de pie (se desgarró ahora y tiene para tres semanas),
Riquelme, con un solo partido previo luego de una larga ausencia, y Cata Díaz
regresando antes del tiempo estimado.
Por eso, puede entenderse (aunque no justificarse,
porque jugó a no jugar, a anular a River, como si fuera un voceador que se sabe
ganador por puntos que evita el knockout), que Boca se haya replegado tanto
tras el gol.
Menos puede comprenderse lo que quiso hacer River.
Los nervios pueden jugar su partido, junto con la ansiedad por dar vuelta un
resultado adverso ante su gente y su máximo rival, pero no generó el peligro
como para grandes merecimientos, con la demostración de que aún necesita
reforzar algunos puestos, especialmente en el medio, y más punch adelante.
No pareció acertado por parte de Ramón Díaz el
reemplazo del chico Andrada por el uruguayo Mora, sino que debió haber sacado a
algún volante, bien para juntar a Lanzini con Teo y con dos puntas, o bien que
saliera Lanzini y que Mercado y Vangioni se pararan como volantes ofensivos.
Boca terminó demasiado cerca de Orión, y con un
equipo lleno de juveniles, si se suman los ingresos de Bravo y Escalante y
hasta Riaño, que si bien jugó en San Martín de San Juan, reúne muy poca
experiencia en su nuevo equipo.
Pero los de Bianchi tuvieron el hambre que tanto
recalca su técnico, en el contexto ideal para revertir una racha, sobreponerse
a tantas lesiones, y ganar en un terreno tan adverso.
River pareció chocar más contra su propia impotencia
y sus fantasmas históricos que con este Boca que Bianchi debe volver a
reconstruir como cada semana cuando el domingo reciba a Rosario Central.
¿Qué River lo pudo haber empatado? Tal vez, pero el
fútbol no se lleva demasiado bien con el potencial. Y el presente le indica que
algunas cosas deberán cambiar si aspira a regresar a tiempos de mayor gloria.
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