“¿Cómo es posible que la especie que inventó
el sistema decimal, de tanto contarse los dedos, se apasione con un juego donde
sólo el portero tiene dispensa para usar las extremidades prohibidas? […] ¿Qué
significa este retroceso en el tiempo? Que el domingo podemos recuperar lo que
aún tenemos de tribu encandilada por el fuego, del griego que confunde a los
dioses con los mortales, del niño convencido de que los héroes duran 90
minutos. […] Lo decisivo, a fin de cuentas, es que el fútbol se percibe como
cosa mental. Nadie puede jugarlo ni verlo sin imaginación. Se los digo yo, que
una vez gané la Copa del Mundo, y no tuve necesidad de despertarme”. Juan
Villoro (El arte y el fútbol)
El hombre, pesado, transitado de años, sigue una mosca
imaginaria en una travesía por el cafetín y dice – un poco con una voz que no
le pertenece; que le hurtó algún domingo a la radio: Hacer algo con alegría y con el solo fin
de entretenerse o divertirse-
Qué dice, don
Hipólito, pregunta el mozo que espanta tedios como moscas apoyado en la barra
del bar.
Digo juego. Digo
fútbol. Y podría decir, Diego. Ése Diego, dice Hipólito.
Frente a
Hipólito, asiente el gringo Nietzsche,
viejo tertuliano del café La Humedad, en una esquina de barro y pampa sin
número, amparada por lunas suburbanas, mitologías y posibilidades ilimitadas.
En la esquina, como no queriendo comprometerse del todo, Johan Huizinga repasa
la formación holandesa del 74 y el 78 y se pregunta cómo o por qué, o ambas
cosas a la vez. Un televisor disimulado por la grasa anuncia el inicio de lo
que todos esperan: el Argentinos Juniors del 1985 contra el Independiente de
1973.
Ese jogo bonito
“El juego no es la vida ‘corriente’ o la vida
‘propiamente dicha’. Más bien consiste en escaparse de ella a una esfera
temporera de actividad que posee su tendencia propia. […] ¿Cuál es la manera
justa [de llevar la vida de paz de la mejor manera] Hay que vivirla jugando,
‘jugando ciertos juegos, hay que sacrificar, cantar y danzar para poder
congraciarse con los dioses, defenderse de los enemigos y conseguir la
victoria’”, Johan Huizinga, Homo ludens
Aseveraba el
historiador y teórico de la cultura holandés Johan Huizinga (Homo Ludens) que el juego, el acto de jugar, es anterior a la
cultura, ya que la cultura, aunque insuficientemente definida, siempre
presupone una sociedad humana, y los animales no han esperado a que el hombre
les ensañara a jugar. “Podemos incluso afirmar con seguridad que la
civilización humana no ha añadido ninguna característica esencial a la idea
general del juego”.
“…incluso
en sus formas más simples a nivel animal, [el juego] es más que un mero fenómeno
fisiológico o un reflejo psicológico. Va más allá de los límites de la
actividad puramente física o puramente biológica. Es una función significativa -
es decir, hay un sentido. En juego hay algo ‘en juego’ que trasciende las
necesidades inmediatas de la vida y da significado a la acción. Todo juego
significa algo. [...] el hecho de que el juego tenga un significado implica una
cualidad no materialista en la naturaleza de la cosa misma”, dice Huizinga.
Después
nos cuenta, Huizinga; ahora empieza el partido, corta el ritmo verbal del
pensamiento del holandés, Nietzsche. Hipólito le guiña el ojo en un gesto
indefinido – aunque quizás sólo lo haya picado el humo del cigarrillo – y dice:
sí, compadre, todo juego implica algo más que el juego, lo trasciende – a veces
como metáfora, otras, con entidad propia.
¿Usted
también, Hipólito?, reprende Nietzsche señalando el televisor con enfado.
Los niños, los no tan
niños, los que descreen haber sido alguna vez niños cada vez que el espejo
constata los despojos que dejaron las horas, todos juegan a ese juego único.
Incluso lo juegan en la tribuna, creándose papeles pertinentes. De hecho, el
Dr. en Filosofía Mauricio Navia A. (Filosofía, estética y fútbol) afirmaba
que, sobre todo y en su
esencia misma, el fútbol es un juego y solo se realiza cuando se juega, y se
juega jugando fútbol como el niño y el artista.
Juegan
con rigor. Porque, como decía Cortázar en el Último Round de una pelea en la que cualquier lector se presta a
recibir esos sopapos benévolos, no hay “nada más riguroso que un juego; los niños
respetan las leyes del barrilete o las esquinitas con un ahínco que no ponen en
las de la gramática”. Y los que dejamos de ser niños, respetamos esas leyes que
nos permiten volver a la infancia en que una pelota medio desinflada, unos
amigos incansables y dos piedras y dos cúmulos de ropa se erigían en porterías
a las que no hacía falta ni imaginación para completarle las fronteras de los
logros. Un descampado con topografía capciosa y un sol que siempre parecía
aferrado a la verticalidad más absoluta – salvo cuando huía, conchabado con el
grito de las madres llamando a cenar y a lavar morros, rodillas y cansancios
desatendidos.
Y, así, el niño aprende a dibujar, a
bailar, a tararear astucias en el potrero. Luego, vendrán las técnicas en óleo,
el assemblé, la armonía: la gambeta,
el regate, quedarán enmarcados por los límites precisos de las reglas, por el
mapa rectangular del territorio; pero allí dentro, en el lienzo, en el tablao,
en la caverna de la voz, el niño indefectiblemente vuelve a aparecer – no me
diga que no ha visto la cara pícara y feliz de Messi cuando se divierte en
campo de juego -, lúdico, borroneando las fronteras entre realidad y juego,
entre campo y tribuna; las normas mismas desteñidas, apenas visibles. El niño
jugador, el niño hincha/crítico/técnico.
Cada vez que el balón rueda, todos juegan. Incluso los
que no juegan. Porque uno juega a ser técnico y experto en cuestiones del ánimo
en un bar; alrededor de una radio con amigos, en las tribunas de una cancha
cualquiera. Todos jugamos mirando y, mirando, jugamos.
Las reglas de las que hablaba Cortázar… Bueno, de las
que hablo yo en voz de ese “jugón” habilidoso, un “enganche” de las letras, son
unas reglas que no excluyen la creación,
ni mucho menos, sino que la desafían con unos límites que pueden parecer
infinitos o, al menos, laxos como una sustancia que cede ante la genialidad.
¿Acaso usted no vio alguna vez la línea de banda doblarse para que Garrincha
transitara bailando esa danza tan propia? O, ¿no vio combarse como una súper
cuerda la línea del área grande para que Messi se hamaque de camino a un gol?
No me puede decir que vio esas imposibilidades euclidianas, amigo.
Y es que hay
ciertas perspectivas que sólo algunos jugadores tienen; y le aseguro que ni
Piero della Francesa las entrevió, dice el hombre, apoyado sobre imágenes remotas
y recientes de pases que siguen curvas cartesianas precisas y otras que son
imposibles de calcular mediante ecuaciones geométricas.
Laura Pinto Araújo, docente en el
Colegio de Filosofía de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México (Aproximaciones fenomenológicas al fenómeno
lúdico del fútbol) aseguraba: “El juego es creación y producción, su
producto es el mundo lúdico: una esfera de apariencia en la que vivimos
mientras jugamos. Pero, “tal apariencia tiene a veces una realidad y un poder
sugestivo más fuertes y vivenciales que las pesadas cosas habituales en su
gastada cotidianidad” (Fink, 1996). En él nos sentimos parte del gran juego del
nacimiento y de la muerte, y también en él se revela nuestro estar-en-el-mundo.
El juego abre el mundo y nos ayuda a comprender el tiempo que nosotros mismos
somos, pero las proezas y las derrotas que caben en 90 minutos… ¡esas son
inimaginables!”.
Por su
parte, Santiago Díaz, de la Universidad de Mar del Plata (Juego, arte
y belleza. Deleuze y la “Ludosofía”), decía que es posible establecer
el concepto de juego, en su dimensión filosófica como el espacio ordenado que permite temporalmente suspender el caos
para dar una posibilidad creativa al jugador que establezca sus propias leyes y
caminos de juego.
Plántese usted en un campo de juego - dice el hombre
golpeando el índice sobre la mesa de fórmica – y haga lo que hacen los
artistas. Plántese, paleta en mano, sobre un lienzo, y haga lo que hacen los
maestros. Conoce las reglas amigo, y aún así, no puede hacer nada. Porque esas
reglas no son como las de tráfico. Son unas reglas embusteras: le hacen creer
al desprevenido que con ellas basta… Si usted no sabe jugar, querido… no hay tu
tía.
“El juego
tiene su finalidad en la misma esencia del jugar, es su propia finalidad. Es
actividad creadora, incondicionada, es una libre expresión de los deseos del
jugador sin filtros ni coladores. Roger Caillois dibuja al juego como una
libertad en incertidumbres, cubierta de pura expresividad incondicionada, una
placentera inutilidad productiva. (Roger Caillois, Teoría de los juegos)...
“El juego y
el arte conviven en los bordes de la realidad, confeccionan una ficticia
instancia alterna que divisa los horizontes futuros del saber ‘epocal’ en el
caso del arte y que establece, en el caso del juego, un estadio de libertad y
emancipación pura de la esencia vital del ser humano…”, explicaba Díaz.
Sin desviar
la mirada del televisor, atusándose los bigotes, Friederich Nietzsche (Ecce Homo) luego de un silencio largo,
de eremita – algunos dicen que por esa época andaba rumiando las palabras de su
Zaratustra -, comentó: “Sabe, compadre, yo ni siquiera ‘conozco ningún otro modo de tratar con tareas grandes que el
juego: éste es, como indicio de la grandeza, un presupuesto esencial,”, y con
el índice de su mano derecha pateó una pelotita hecha con una servilleta de
papel que se coló entre la traza del hombre y el cenicero.
Haz lo que yo digo…, lanzó Huizinga, que aún conservaba
hilachas de agravio.
Tiene usted razón, pero, a mi favor, debo decir que es
culpa del redactor que me hace hablar incluso cuando no quiero, dijo Nietzsche.
El Dr. Navia A., justamente comentaba que el propio Nietzsche
subrayaba que el juego es una necesidad, y es una necesidad imperativa que
obliga al niño y al artista que somos a jugar con total libertad e inocencia
sin preocupaciones morales ni prácticas (por el resultado) pues todo juego
contiene el “cielo azar”, “el cielo acaso”, “el cielo inocencia”.
El
juego, el arte…
“El juego, encontramos, era tan
innato en la poesía, y todas las formas de expresión poética tan íntimamente
ligadas con la estructura del juego, que el lazo entre ellos fue considerado
indisoluble. Lo mismo es cierto, y en mayor grado, del vínculo entre el juego y
la música”, escribió Huizinga.
“Un partido de fútbol puede ser una gran
coreografía de danza. En ella, cada bailarín toma una decisión en cada
instante, de forma espontánea. ¿Quién no ha visto bailar a Xavi, Iniesta,
Zidane o Pirlo?”, se preguntaba Jorge A. Astiaso (Diálogos con la danza)
El jugador de fútbol – más allá de su
edad, del escenario sobre el que despliega sus coreografías y astucias - es un
creador momentáneo, su obra, efímera; es un puro presente que ya se está
convirtiendo en carne de palabras, de vitrinas, de recuerdo. ¿Cuántas veces, y
cuánta gente, recorre la historia de imágenes grabadas? El fútbol es un puro
instante presente; una obra que se evapora al momento de concebirse.
Quizás la relación inmediata entre el
arte y el juego sea su carácter “innecesario”, desde el punto de vista
práctico, pragmático. Debajo de esa capa de sedimentación equívoca, yacen otras
arqueologías que sugieren una identidad común: ficción, imaginación, estocástica
creativa, subversión de la realidad que es apenas la superficie de los días –
esa seriedad que nos es requerida para lavarnos los dientes, fingir cumplidos,
acatar órdenes (por peregrinas que sean), hacer cola para poner un sello en un
papel que dice quiénes somos, etcétera.
El arte y el juego son, en definitiva,
una manera de observar y comprender el mundo: toda esa secuencia de eventos,
gestos y relaciones que nos “contienen”. Una weltanschauung que impone sus propias reglas de interpretación y
expresión: así, ofrece un mayor número de grados de libertad para realizar
observaciones del espacio en el que vamos siendo aquello que creemos ser;
incluso, para imaginarlas, inventarlas y validarlas.
No es extraño, entonces, que el fútbol
sirva – y haya servido – como inspiración a artistas varios; de la misma manera
que diversas expresiones artísticas han servido como tales, unas de otras. El
escritor Juan Villoro (El
arte y el fútbol) enumeraba algunos
casos de estas simbiosis productivas y estéticas:
“En la pintura, Max Beckmann llevó el expresionismo al área
chica, Robert Delaunay inmortalizó un lance del “equipo de Cardiff”, Nicolas De
Staël creó un paisaje perfectamente abstracto al que por soberano capricho
tituló “Los futbolistas”, Pablo Picasso dibujó a tres fantasmones regordetes
que flotan en pos de un sol hecho pelota y el mexicano Ángel Zárraga logró una
sutil y perturbadora transexualidad con sus mujeres futbolistas. Los escritores se dedican, con variada intensidad, a rendir testimonio de lo que miran en el césped: Vinicius de Moraes retrató a Garrincha, Umberto Saba a un equipo sin gloria, Samuel Becket al hombre acorralado, ansioso de que el destino le brinde un “juego de vuelta”, Günter Grass a un arquero en un estadio nocturno, Pier Paolo Pasolini a los que corren en prosa y a los que corren en poesía y Luis Miguel Aguilar a un virtuoso con tan buen toque que se electrocuta.
El futbol ha sido la más peculiar factoría de artistas: Joan Manuel Serrat aprendió a cantar en los campos del Barcelona, Chillida se dedicó a la escultura cuando una lesión lo alejó para siempre del Athletic de Bilbao y Jorge Valdano adquirió su buena prosa en las concentraciones del Real Madrid y la selección argentina”.
Huizinga: “El juego… se encuentra fuera de la racionalidad de la vida práctica; no tiene nada que ver con la necesidad o la utilidad, con el deber o la verdad. Todo esto es igualmente cierto para la música… Todo verdadero ritual es cantado, bailado y jugado. Modernos hemos perdido el sentido para el juego ritual y sagrado”.
Tiene usted mucha razón, Huizinga, sentenció Nietzsche.
¿No me va a amonestar por hablar?
No se me ofenda, amigo; ya sabe que me pongo un tanto nervioso cuando está por empezar un partido… No me lo tenga en cuenta.
No se preocupe, no suelo tener mucho en cuenta sus palabras…
Es usted vengativo…
Una revancha minúscula.
Un juego no sólo para los “jugadores”…
Quizás busquemos una suspensión de la
realidad o, al menos, de los criterios mediante los que nos adentramos en la
misma; un aplazamiento coordinado entre unos pocos en un potrero, entre miles
de personas. Uno entra en el territorio de césped o yuyos y tierra, o en el estadio o enciende la
televisión, y es como tirar la piedrita en la primera casilla de la rayuela y
que sea lo que Dios o Ronaldinho o Xavi Hernández, o quien sea, quieran. Y uno
es muchos – no todos, porque cada miembro de ese convenio inconsciente, tiene
sus propias idiosincrasias y necesidades dispuestas a encontrar unas respuestas
(aunque transitorias, efímeras) particulares.
Y es que, como decía Villoro, en una charla
en la Biblioteca José Vasconcelos de la capital mexicana, el fútbol está
asociado también a la palabra. Uno puede jugar a través de los verbos relatados
por una voz metálica que sale de la radio como un empellón que obliga a
imaginar los movimientos lejanos y, a la vez, tan inmediato, metidos allí donde
uno esté.
“Las palabras pueden evocar imágenes
cuando son eficaces si representan lo que queremos transmitir. (Todavía) veo la
jugada que nos dejó (a la selección mexicana) fuera, del jugador español Paco
Gento: pude ver su jugada gracias al poder de las palabras”, contaba el
escritor.
Como sea, Pinto Araújo, se preguntaba si
acaso el ir al estadio los domingos, y ser espectador del partido, también nos
“pone en juego”:
“¿Qué sucede cuando el juego se
convierte en juego “escénico”? A este respecto comenta Gadamer, el espectador
ocupa el lugar del jugador…. es claro que el juego posee un contenido de
sentido que tiene que ser comprendido y que, por lo tanto, puede aislarse de la
conducta de los jugadores. Aquí queda superada en el fondo la distinción entre
jugador y espectador. El requisito de referirse al juego mismo en su contenido
de sentido es para ambos el mismo. Como espectadores, estamos en el juego en la
medida en que estamos referidos al mismo contenido de sentido que el de los
propios jugadores. Somos jugadores y, como tales, vivimos en el juego.
En este sentido, podemos decir que el
juego forma parte, al igual que el trabajo, el amor o la muerte, del complejo
tensor básico de la existencia. Es por ello que, a decir de Fink, la
determinación óntico-conceptual del juego nos ubica justo frente a las
preguntas fundamentales de la filosofía, dejando en evidencia la cuestión del
ser y la nada, y de la apariencia y el devenir”.
Tal vez por eso Bill Shankly, uno de los
grandes entrenadores británicos, dijo que algunos creen que el fútbol es una
cuestión de vida o muerte, pero que en realidad es algo mucho más importante
que eso.
En esta misma línea (del fútbol-arte;
del fútbol-existencia) escribía el gran Osvaldo Soriano (Centrofóbal): “Me acuerdo del tiempo en que empezamos a rodar
juntos, la pelota y yo. Fue en un baldío en Río Cuarto de Córdoba [Argentina]…
Para ser referí bastaba ser mayor. Eso solo ya daba autoridad, y me acuerdo que
uno de los partidos más memorables que jugué lo arbitró mi padre [que detestaba
el fútbol]… [En el transcurso del partido] un morochito pelado a la cero me
quitó la pelota en el área con la elegancia de una niña que toma clases de
piano. Yo grité como si me hubiera quebrado y empecé a revolcarme en el suelo.
Ahí nomás mi padre cobró penal y expulsó de mal modo al morocho. Confieso que
rematé con un deleite perverso. Sabía que coronaba una injusticia, pero al
mismo tiempo intuía que esa aberración provocada por la ignorancia de mi padre
nos metía de lleno en las miserias de la vida”.
Por
qué no, dice el hombre, apurando un cigarrillo que parecía violar las leyes de
la duración del tabaco – y la ceniza, las de la gravedad -; decía, por qué no
también el fútbol-ética…
Eso,
¿por qué no? A fin de cuentas, no es sólo un “juego”, responde el mozo,
ahuyentando, por reflejo, algo con el repasador.
Nietzsche
asintió, y Huizinga pidió: Ponga el canal 4, van a pasar el Brasil-Francia del
mundial 1986.
Benavídez
– llamó Hipólito al mozo -, subile el volumen a la radio, que eso que suene le
va mejor al partido que los comentarios de los relatores.
Benítez,
murmurando “acá todos piden pero nadie concede”, subió el volumen. La voz de Zitarrosa
llenó el espacio y el tiempo: “Los niños en las esquinas forman la ronda
catonga, rueda de todas las manos que rondan la rueda ronda”. En eso andaban, sin
saberlo, los tres sentados a la mesa y los otros, en la pantalla.
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