miércoles, 28 de enero de 2015

Pelota, vas a llorar (Jornada)



En tiempos de fútbol obediente, de escasa iniciativa, declaraciones armadas para la ocasión, gente que corre y que piensa poco, el adiós de Juan Román Riquelme como jugador representa para todos los amantes de este hermoso deporte, un dejo de orfandad.

Aún repiquetean en los oídos de este cronista las declaraciones recientes de Ricardo Lavolpe  acerca de que “el táctico” (como él llama con su particular dosis de conflictividad innata) “ya no se usa más” con el disquito reiterado de los números, como el “moderno” 4-4-2 que, claro, no necesita de un armador de juego, de un director de orquesta, del crack que maneje al equipo desde su elegancia y creatividad.

Riquelme fue un crack de aquellos. Un jugador que hizo época pero que no deja de ser un clásico, que pudo jugar en cualquier momento, porque fue un virtuoso con la pelota, desde sus pies, pero también con el movimiento de sus brazos como pocos en el mundo, con un remate preciso y a donde quiso, con una especial plasticidad, y con ese lujo que no se consigue ya salvo contadas excepciones.

Acaso como otro “diez” de tres décadas atrás, Ricardo Bochini, aunque diferente en algunos aspectos del juego (el crack de Independiente era más veloz, más de gambeta frontal, más cercano al ataque, especialmente si tomamos al último tramo del ex jugador de Boca y Argentinos Juniors), Riquelme también fue contracultural.

Desde aquel festejo con el Topo Gigio, parado frente al palco de Mauricio Macri, entonces presidente de Boca, hasta su postura de estrella (que lo fue), su desaire a los preguntadores de micrófono en los campos de juego, su negativa a bancar a los violentos de las barras bravas, que generaron que su nombre fuera coreado puramente por el hincha que siente los colores, hasta su negativa a jugar en la selección argentina de Diego Maradona, Riquelme fue diferente al resto.

Tan diferente, que en una historia de Boca de 110 años, Riquelme fue incluso más que el propio Maradona, con más títulos, más continuidad, más incidencia, más identificación con los hinchas, al punto de que en aquella negativa a la selección, que generó el enfrentamiento entre ambos, el público de la Bombonera se volcó a su favor.
Si Maradona llegó al altar popular con el símbolo de aquellos dos goles a los ingleses en México 1986, Riquelme lo consiguió más que nunca con aquella brillante exhibición contra un lujoso Real Madrid por la Copa Intercontinental en aquella noche de noviembre de 2000 en el Estadio Nacional de Tokio, cuando hizo lo que quiso con su amiga de siempre, la pelota, y motivó que Michel, aquel gran jugador blanco de los noventa, luego comentarista de la TV (y ahora director técnico), dijera a este cronista, “Ese muchacho es, hoy, el mejor jugador del mundo”, con admiración.

Riquelme consagró a muchos delanteros, hizo goles fabulosos, colocó tiros libres en los lugares más increíbles, hizo túneles gloriosos (como al colombiano Mario Yepes en un clásico ante River Plate por la Copa Libertadores), ganó títulos de todos los colores y hasta llevó al modesto Villarreal a la semifinal de la Champions League, y si no fue a la mismísima final de París, en 2006, fue porque el propio Riquelme perdió un penal, atajado por el alemán Jens Lehman, arquero del Arsenal inglés.

Dueño de sus silencios, poco gustoso de hablar con la prensa, y por lo general serio (“No entiendo por qué debo estar riéndome. Zidane no se ríe y se divierte en la cancha”, solía decir), Fue siempre partidario del asado con sus amigos, y nunca entendió aquello de ser políticamente correcto. Estuvo con los que quiso, y respetó, aunque tomó distancia, de los que no quiso. Sin muchas vueltas.

Riquelme fue un jugador con convicciones. Siempre fue partidario de pensar, lo que contrariamente a lo que pareció, lo hizo más rápido que el resto, porque siempre sabía qué hacer con la pelota antes de recibirla, y que es el balón el que debe correr y no los jugadores, algo que hoy podría ser visto como blasfemia por un fútbol argentino chato, de golpes, choques y corredores que miran al banco hasta para patear un tiro libre.

Bochini también fue contracultural y con la misma idea. Partidario de que el fútbol argentino tiene un sistema propio de juego, nunca estuvo de acuerdo con el macaneo tacticista, vacío de contenido, y con ideas de importación hacia un país que siempre fue temido por lo que generó solito.

Consultado “el Bocha”, sobre Johan Cruyff, antes del partido que Independiente debía jugar ante el Ajax holandés por la Copa Intercontinental, afirmó con simpleza que “corre mucho, pero juega bien”. Una magistral respuesta, absolutamente conceptual, desde su sentido común.

Riquelme también dio siempre este tipo de respuestas cuando tuvo la oportunidad, cuando se sintió cómodo, cuando se daba cuenta de que podía rodearse de fútbol puro y no envuelto en un envase marketinero e interesado.

Por eso siempre sintió la Bombonera como el patio de su casa y por eso, el fútbol pierde a uno de sus últimos grandes exponentes en todo el mundo. Cuando se van acabando los “diez” (en Europa, porque los nuevos sistemas tácticos no lo usan y en Argentina, porque desde hace décadas se mira lo que hace el viejo continente y nadie se anima demasiado a recuperar las fuentes), Riquelme, uno de los más grandes, dice adiós.

Sus detractores, especialmente del resultadismo o desde los defensores de los velocistas (alguna vez alguien dijo que si fuera tan simple lo de correr para ganar, con once Ben Johnson alcanzaría, el detalle es que en el fútbol hace falta una pelotita), lo persiguieron hasta el final de su carrera y sostuvieron que en Argentinos Juniors no haría nada, pero acabó ascendiendo y un veterano Riquelme fue fundamental en el logro.

Otros se tomaron de su discontinuidad en el Barcelona de Louis Van Gaal cuando en verdad, y lo reconoce el propio Riquelme, el holandés le explicó que él nunca había pedido su fichaje (un dirigente del club se enamoró de su juego en Boca), que jugaba con otro sistema y que entonces o se adaptaba o no podía colocarlo en el equipo. Por eso acabó yéndose al Villarreal, donde se lo considera hasta hoy como el mejor jugador de la historia del club.

Si Alfredo Di Stéfano, otro crack de todos los tiempos, tenía en la puerta de su casa en Madrid un monumento a la pelita que decía “Gracias, vieja”, a Riquelme habrá que decirle entonces “Gracias, viejo”.



No hay comentarios: