En tiempos de fútbol obediente, de escasa
iniciativa, declaraciones armadas para la ocasión, gente que corre y que piensa
poco, el adiós de Juan Román Riquelme como jugador representa para todos los
amantes de este hermoso deporte, un dejo de orfandad.
Aún repiquetean en los oídos de este cronista las
declaraciones recientes de Ricardo Lavolpe
acerca de que “el táctico” (como él llama con su particular dosis de
conflictividad innata) “ya no se usa más” con el disquito reiterado de los
números, como el “moderno” 4-4-2 que, claro, no necesita de un armador de
juego, de un director de orquesta, del crack que maneje al equipo desde su
elegancia y creatividad.
Riquelme fue un crack de aquellos. Un jugador que
hizo época pero que no deja de ser un clásico, que pudo jugar en cualquier
momento, porque fue un virtuoso con la pelota, desde sus pies, pero también con
el movimiento de sus brazos como pocos en el mundo, con un remate preciso y a
donde quiso, con una especial plasticidad, y con ese lujo que no se consigue ya
salvo contadas excepciones.
Acaso como otro “diez” de tres décadas atrás,
Ricardo Bochini, aunque diferente en algunos aspectos del juego (el crack de
Independiente era más veloz, más de gambeta frontal, más cercano al ataque,
especialmente si tomamos al último tramo del ex jugador de Boca y Argentinos
Juniors), Riquelme también fue contracultural.
Desde aquel festejo con el Topo Gigio, parado frente
al palco de Mauricio Macri, entonces presidente de Boca, hasta su postura de
estrella (que lo fue), su desaire a los preguntadores de micrófono en los
campos de juego, su negativa a bancar a los violentos de las barras bravas, que
generaron que su nombre fuera coreado puramente por el hincha que siente los
colores, hasta su negativa a jugar en la selección argentina de Diego Maradona,
Riquelme fue diferente al resto.
Tan diferente, que en una historia de Boca de 110
años, Riquelme fue incluso más que el propio Maradona, con más títulos, más
continuidad, más incidencia, más identificación con los hinchas, al punto de
que en aquella negativa a la selección, que generó el enfrentamiento entre
ambos, el público de la Bombonera se volcó a su favor.
Si Maradona llegó al altar popular con el símbolo de
aquellos dos goles a los ingleses en México 1986, Riquelme lo consiguió más que
nunca con aquella brillante exhibición contra un lujoso Real Madrid por la Copa
Intercontinental en aquella noche de noviembre de 2000 en el Estadio Nacional
de Tokio, cuando hizo lo que quiso con su amiga de siempre, la pelota, y motivó
que Michel, aquel gran jugador blanco de los noventa, luego comentarista de la
TV (y ahora director técnico), dijera a este cronista, “Ese muchacho es, hoy,
el mejor jugador del mundo”, con admiración.
Riquelme consagró a muchos delanteros, hizo goles
fabulosos, colocó tiros libres en los lugares más increíbles, hizo túneles
gloriosos (como al colombiano Mario Yepes en un clásico ante River Plate por la
Copa Libertadores), ganó títulos de todos los colores y hasta llevó al modesto
Villarreal a la semifinal de la Champions League, y si no fue a la mismísima
final de París, en 2006, fue porque el propio Riquelme perdió un penal, atajado
por el alemán Jens Lehman, arquero del Arsenal inglés.
Dueño de sus silencios, poco gustoso de hablar con
la prensa, y por lo general serio (“No entiendo por qué debo estar riéndome.
Zidane no se ríe y se divierte en la cancha”, solía decir), Fue siempre
partidario del asado con sus amigos, y nunca entendió aquello de ser
políticamente correcto. Estuvo con los que quiso, y respetó, aunque tomó
distancia, de los que no quiso. Sin muchas vueltas.
Riquelme fue un jugador con convicciones. Siempre
fue partidario de pensar, lo que contrariamente a lo que pareció, lo hizo más
rápido que el resto, porque siempre sabía qué hacer con la pelota antes de
recibirla, y que es el balón el que debe correr y no los jugadores, algo que
hoy podría ser visto como blasfemia por un fútbol argentino chato, de golpes,
choques y corredores que miran al banco hasta para patear un tiro libre.
Bochini también fue contracultural y con la misma
idea. Partidario de que el fútbol argentino tiene un sistema propio de juego,
nunca estuvo de acuerdo con el macaneo tacticista, vacío de contenido, y con
ideas de importación hacia un país que siempre fue temido por lo que generó
solito.
Consultado “el Bocha”, sobre Johan Cruyff, antes del
partido que Independiente debía jugar ante el Ajax holandés por la Copa
Intercontinental, afirmó con simpleza que “corre mucho, pero juega bien”. Una
magistral respuesta, absolutamente conceptual, desde su sentido común.
Riquelme también dio siempre este tipo de respuestas
cuando tuvo la oportunidad, cuando se sintió cómodo, cuando se daba cuenta de
que podía rodearse de fútbol puro y no envuelto en un envase marketinero e
interesado.
Por eso siempre sintió la Bombonera como el patio de
su casa y por eso, el fútbol pierde a uno de sus últimos grandes exponentes en
todo el mundo. Cuando se van acabando los “diez” (en Europa, porque los nuevos
sistemas tácticos no lo usan y en Argentina, porque desde hace décadas se mira
lo que hace el viejo continente y nadie se anima demasiado a recuperar las
fuentes), Riquelme, uno de los más grandes, dice adiós.
Sus detractores, especialmente del resultadismo o
desde los defensores de los velocistas (alguna vez alguien dijo que si fuera
tan simple lo de correr para ganar, con once Ben Johnson alcanzaría, el detalle
es que en el fútbol hace falta una pelotita), lo persiguieron hasta el final de
su carrera y sostuvieron que en Argentinos Juniors no haría nada, pero acabó
ascendiendo y un veterano Riquelme fue fundamental en el logro.
Otros se tomaron de su discontinuidad en el
Barcelona de Louis Van Gaal cuando en verdad, y lo reconoce el propio Riquelme,
el holandés le explicó que él nunca había pedido su fichaje (un dirigente del
club se enamoró de su juego en Boca), que jugaba con otro sistema y que
entonces o se adaptaba o no podía colocarlo en el equipo. Por eso acabó yéndose
al Villarreal, donde se lo considera hasta hoy como el mejor jugador de la
historia del club.
Si Alfredo Di Stéfano, otro crack de todos los
tiempos, tenía en la puerta de su casa en Madrid un monumento a la pelita que
decía “Gracias, vieja”, a Riquelme habrá que decirle entonces “Gracias, viejo”.
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