Decían que había sido porque la hinchada
era pesada, que de la cancha, o el pueblo, no salía nadie en una pieza si el
equipo local no ganaba. Decían muchas cosas sobre Atlético Agronómico. Otras tantas se decía de la gente del pueblo, Independencia
de la Patria: que su bravura y fuerza provenía de pactos con el innombrable,
que los hombres podían amar a una mujer durante días (y hasta meses, si no
tenían otra cosa que hacer); que los niños asustaban a los pumas, que las
mujeres parían sin dolor ni sangre a las cinco semanas de concebir.
La verdad suele ser más corriente; o
menos fabulosa. Más cotidiana.
Es un hecho verídico que en los años
1940-50, Atlético Agronómico no perdió jamás un partido de local. Es cierto que
el árbitro visitaba el vestuario (unas cuantas chapas sostenidas contra todas
las leyes físicas por unos postes chuecos) del equipo visitante a concordar la
derrota de manera disimulada para salvaguardar la dignidad de los rivales y su
público. Es completamente verdadero que todos los equipos convenían sin
problema en conceder (donar, incluso) la victoria al local.
Hasta aquí, la parte real de la
historia.
Entre los papeles de la desaparecida
Liga de Noroeste encontré actas arbitrales, acuerdos entre clubes (préstamos de
jugadores, de mesas de bar, venta de alambrados y redes de arcos, acuerdos
sociales – arreglos de partidos), crónicas periodísticas, semblanzas, aguafuertes,
actas de reuniones varias. Entre ese material, encontré, despojada de
mitologías, el motivo del pacto o acuerdo para entregar los puntos ante
Atlético Agronómico en los partidos disputados en su cancha. En un folio con
membrete del Café del Club Social Dadores de Sangre, y con la firma de los
presidentes o representantes de todos los equipos (15) de la Liga del Noroeste,
se acordaba escuetamente ceder los puntos al Atlético Agronómico – al menos
en diez de los partidos, en forma de victorias para el local – con el fin de
asegurar su permanencia en la Liga.
Ese era el quid del asunto, el
intríngulis del por qué: había que asegurar su permanencia en la Liga. Pero, a
uno, que anda buscándole por qués a la vida desde que no quiere buscárselos a
la suya propia, le aparecen los interrogantes por todas partes: ¿Por qué había
que evitar el descenso de ese equipo? ¿Qué lo hacía tan susceptible de
descender (evidentemente, no sólo al momento de la firma de aquel acuerdo, sino
con visos de un futuro más bien elongado en un futuro inconcreto)?
No encontré nada entre los papeles
aquellos que explicara el por qué a la respuesta al por qué inicial. Indagué
aquí y allá por diversas localidades cuyos equipos ya no existen (salvo tres:
uno juega en primera división nacional, otro en la segunda, y el tercero, en el
llamado Nacional de Ascenso, que ofrece plazas para la segunda división) y
cuyos dirigentes no recuerdan nada de aquellos tiempos de amateurismo
itinerante.
Ya me marchaba a la capital para tomar un
avión para volver a Madrid, cuando, justamente en la estación de autobús del
pueblo de Porvenir, mientras huía del calor en la cafetería a la espera de un
autobús, bebiendo una cerveza fría y con poco gusto, vi a un viejo sentado a
una mesa cercana y, siguiendo una intuición (o, para ser sincero, la necesidad
de conjurar algunas palabras que venían siguiendo desde Madrid), le pregunté
por el Atlético Agronómico y el acuerdo pretérito.
Ah, sí, el pacto…
¿Por qué motivo se le regalaban los
puntos al Agronómico? Sé que se quería evitar que descendiera; pero, ¿por qué?
– le pedí con un gesto si podía sentarme a su mesa. Con otro gesto asintió.
Pedí un par de cervezas más y le ofrecí un cigarrillo, un protocolo que suele
ayudar a crear una intimidad que anima a las confidencias.
En Independencia de la Patria fueron siempre
medio finolis… todos profesionales, tipos estudiados que le querían ganar la
partida a la naturaleza: sacarle un triunfo a la tierra mezquina, digamos.
Hicieron mucho por la región… Porque los tipos laburaban de sol a sol, en el
campo y en los galpones, creando ingenios para hacer las labores más fáciles,
para acostumbrar a los tallos a arreglarse con poca agua, y todo eso, lo
compartían sin pedirle nada a nadie.
Pero, en todo ese frenesí de adelantos,
de imaginerías e inteligencias, se olvidaron de algo: el fútbol: distracción
para las tertulias del cafetín, el programa del fin de semana.
Una profunda
superficialidad para que las profundidades no terminen por tragarlo a uno. No
sé quién les habrá dicho a la gente de Independencia que armaran un equipo, o
si fue la propia necesidad la que los condujo a la fundación de Atlético
Agronómico.
Levantaron la cancha en un visto y no visto. Evidentemente, fue la
única cancha con césped de la Liga. En fin, todo estaba listo: unas tribunas
precarias de cinco filas de tablones, un bar,
y unos vestuarios detrás de una tribuna (unos tinglados para dar sombra,
poco más, realmente).
Hasta ahí, todo muy bien. Pero había un
problema. No tenían jugadores. Todo hombre mayor de diez años tenía alguna
función en esa estructura de producción agraria.
¿Entonces? ¿Buscaron gente de fuera del
pueblo?
Nooo, en esa época, y por acá, eso no se
hacía. Cada pueblo surtía a su equipo con los hijos de sus límites geográficos.
Ahí residía el prestigio del equipo, del pueblo.
¿Entonces?
Entonces, a uno se le ocurrió que
jugaran las mujeres. Sí, no me mire así, no es un cuento de viejo. Mujeres.
Ahora mismo sería un escándalo, imagínese en 1940. Pero, sabe qué, no fue tan escandaloso.
Se juntaron todos los equipos y los directivos de la liga a discutir el asunto.
Le hago corto el cuento: comprendieron que, si se querían seguir beneficiando
de los avances de los de Independencia, convenía tenerlos contentos… que era
preciso que tuvieran distracciones, que no se hartaran de andar engañando a la
aridez. La única condición, que eligieran mujeres… poco agraciadas, que
disimularan melenas… geometrías corporales… Ya me entiende. Así, todo quedó
finiquitado, y Agronómicos comenzó a jugar la Liga.
Pero…
Exacto, pero les metían unas goleadas de
antología. Los hinchas se desanimaban antes de comenzar a entusiasmarse.
De ahí, el documento. Había que evitar
que descendieran. Pero, lo que no dice el documento, y que sí se acordó en esa
reunión, es que Agronómico no debía perder por mucho afuera…
Pero, si la gente de Agronómico sabía
todo esto, ¿qué pasión podía despertar el equipo? Quiero decir, que la función
que pretendía que el equipo tuviera, era una impostura demasiado evidente como
para que funcionara como distracción colectiva… No sé si me entiende.
Yo te entiendo, pibe, pero vos no
entendés cómo funcionan las cosas. A todos nos gusta creer. No sé si “gustar”
es la palabra… todos necesitamos creer. Ellos terminaron creyendo en lo que
veían, no en lo que antes se había trazado. Incluso los rivales olvidaron ese
acuerdo, y terminaron explicándose la derrota como un hecho que tenía que ver
con la hinchada, el factor cancha, y otros mejunjes para la propia dignidad. Es
más, después de la primera temporada, le aseguro que nadie veía mujeres en
Atlético Agronómico, simplemente jugadores flojos, muy flojos. Aunque, tuvieron
una 10 en 1951 que madre mía… Fue la que supuso el fin del club… Cuando un
equipo de la capital provincial la quiso fichar, y se dio cuenta de que era
ella y no él, y ofendidos, como si se hubiesen querido burlar de su buena fe,
recurrieron a la federación provincial y Atlético Agronómico, por falta de
jugadores, pasó a ser un recuerdo, y ni siquiera eso, una leyenda que se
terminó por olvidar.
Ahí está su autobús.
Cuando ya estaba en el autobús, sentado,
pensando aún en lo que me acababa de contar aquel viejo, esperando que
arrancara de una vez, un golpe en el cristal de mi ventanilla me hizo girar
sobresaltado. El viejo había tirado un zapato contra el cristal –se lo estaba
calzando cuando giré para ver qué había sido el estruendo -, me hacía señas
para que abriera la ventanilla. Así lo hice.
La jugadora aquella, la 10, se llamaba Bruna
Lamadeo. Un fenómeno la piba. Y ahora hablan de Maradona y Pelé… Tendría que
haberla visto… La Bruna, le decían… ¡Buen viaje!
El viejo se alejó del autobús, que ya se
ponía en marcha, haciendo gestos de asentimiento, de admiración, de asombro
recuperado del fondo del tiempo.
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