viernes, 16 de enero de 2015

La tanda de penales de Yalta (Un cuento de Marcelo Wío)



Era sabido, por el círculo íntimo de Stalin, que el líder soviético era un apasionado del fútbol. Pero eso era algo que no podía comentarse en público: el fútbol era un invento inglés, ergo, un deporte burgués. Lavrenti Pávlovich Beria, jefe del NKVD, dejó constancia de la afición de Stalin en su diario personal.  En esas páginas, Beria contaba que en los jardines del Kremlin y en los de su dacha, Stalin se había hecho instalar una portería y que, varias veces al día, para relajarse, salía a patearle penales al primer guardia que se cruzara.

En febrero de 1945, en, Yalta (Crimea), mientras disputaba zonas de influencia y territorios con Churchill y Roosevelt, y viendo que éstos no daban el brazo a torcer respecto a Berlín, Stalin le propuso a Franklin Roosevelt jugarse la ciudad a los penales: si él ganaba, los soviéticos se incorporarían Berlín a los territorios bajo su control; si perdía, permitiría la presencia de los aliados estadounidenses, ingleses y franceses, previa zonificación de la metrópoli. Stalin había pensado acertadamente que Roosevelt, como buen estadounidense, era un patadura. 

Pero cometió un error crucial: no especificó las condiciones de manera precisa. Así, puesto que  incluyó la palabra “aliados”, los ingleses propusieron a Churchill como encargado de patear los penales – el enviado francés se postuló, pero Churchill le dijo que la línea Maginot ya había sido suficiente participación francesa en aquellos asuntos. Stalin cometió aún un error más: no opuso argumentos legales a esta treta inglesa, puesto que no columbró la capacidad futbolística de Churchill (pesado, de movimientos lentos).

Pero Winston Churchill, como todo miembro varón de la familia de los Duques de Marlborough, era un diestro insider, que durante sus años en el Royal Military College fue figura de su equipo de fútbol de dicha institución y el encargado de patear los penales. Las precisas estadísticas castrenses inglesas indican que nunca falló una pena máxima.

Stalin siempre llevaba consigo un balón allí a donde fuera, así que sin más obstáculos, rápidamente se dispuso que se erigiera una portería en los jardines del Palacio de Livadia. Churchill y Stalin se quitaron las chaquetas, se remangaron las camisas y los pantalones y se pusieron calzado más cómodo.

Churchill, que se sabía fuera de forma, contaba con que su imponencia física forzara a Stalin a ajustar mucho sus disparos a los costados o al travesaño, y que así terminara fallando. Él estaba seguro de convertir todos sus penales.

Pateó primero Churchill. Un tiro bajo, pegado al poste derecho de Stalin, imposible de alcanzar. Stalin también convirtió su primer penal con un disparo fuerte que entró rozando el travesaño. Churchill optó por patear su segundo penal al mismo sitio y de la misma manera. Stalin erró su segundo disparo: un tiro violento que pretendía entrar pegado al palo izquierdo, pero que se fue afuera por unos siete centímetros.

La conjetura de Churchill parecía mostrarse acertada. El Primer Ministro inglés pateó su siguiente penal de la misma manera, sólo que cambiando el palo: gol. Stalin ajustó la trayectoria y la clavó, pegada al palo izquierdo; Churchill sólo estiró un brazo moroso y negligente. Churchill pateó su cuarto penal al ángulo superior izquierdo, una osadía que a Roosevelt le hizo entrever un futuro rojo en una milésima de segundo, y el enviado francés vislumbró una Plaza Roja en París; ambas visiones se esfumaron cuando el balón cruzó sin problemas la línea de gol imaginaria. 

Stalin, visiblemente nervioso, sabía que no podía errar su siguiente penal y que, además, debía detener el de Churchill – por dentro pensaba ya cómo transferir responsabilidades. Stalin convirtió su último penal. El inglés, pausado – lo que Stalin tomó como soberbia; y que en realidad era falta de resuello, los cigarros y el whisky no ayudaban a la oxigenación de su corpachón -, se plantó frente al balón, frente a su mejor hora, sin sangre, con mucho sudor, con alguna lágrima, quizás, dependiendo del desenvolvimiento de los acontecimientos. Churchill no sólo pateó un penal, sino que pateó una broma: un disparo débil, a la izquierda. El balón fue besando el césped en una trayectoria evidente hasta que dio con una mínima irregularidad y se levantó levemente, lo suficiente para pasar por encima del esfuerzo estirado y despatarrado de Stalin. El líder inglés había calculado esa trampa: al salir de la portería luego del último penal lanzado por Stalin, con la punta de su zapato, golpeó apenas esa porción de hierba, lo justo para levantar sutilmente un trozo de césped.

Churchill se dirigió hacia Stalin, la mano tendida. Se saludaron, y dicen que Churchill le dijo a Stalin: “Lamento la agonía de Rusia, pero los rusos mismos han tejido su destino dejándolo a manos de unos penales”.


El inglés se giró hacia la posición de Roosevelt y el enviado francés y dijo, alto y claro, para que quedara constancia de sus palabras (Winston siempre gustó de la grandilocuencia, aseguró Roosevelt a sus allegados): “Jamás en el ámbito de los conflictos humanos, tantos – y señaló a Roosevelt y al enviado francés – han debido tanto a tan pocos – y se golpeó el pecho con la palma de su mano derecha”. 

Estos fueron los hechos, así se decidió el destino de Berlín. El resto, es relleno, exaltación, ínfulas de prestigio para reformular significados, trascendencias. No hubo ni vilezas ni vivezas diplomáticas. Sólo dos tipos, una pelota y una portería.

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