Era sabido, por el círculo íntimo de
Stalin, que el líder soviético era un apasionado del fútbol. Pero eso era algo
que no podía comentarse en público: el fútbol era un invento inglés, ergo, un
deporte burgués. Lavrenti Pávlovich
Beria, jefe del NKVD, dejó constancia de la afición de Stalin en su diario
personal. En esas páginas, Beria contaba
que en los jardines del Kremlin y en los de su dacha, Stalin se había hecho
instalar una portería y que, varias veces al día, para relajarse, salía a
patearle penales al primer guardia que se cruzara.
En febrero de
1945, en, Yalta (Crimea), mientras disputaba zonas de influencia y territorios
con Churchill y Roosevelt, y viendo que éstos no daban el brazo a torcer
respecto a Berlín, Stalin le propuso a Franklin Roosevelt jugarse la ciudad a
los penales: si él ganaba, los soviéticos se incorporarían Berlín a los
territorios bajo su control; si perdía, permitiría la presencia de los aliados
estadounidenses, ingleses y franceses, previa zonificación de la metrópoli.
Stalin había pensado acertadamente que Roosevelt, como buen estadounidense, era
un patadura.
Pero cometió un error crucial: no especificó las condiciones de
manera precisa. Así, puesto que incluyó
la palabra “aliados”, los ingleses propusieron a Churchill como encargado de
patear los penales – el enviado francés se postuló, pero Churchill le dijo que
la línea Maginot ya había sido suficiente participación francesa en aquellos
asuntos. Stalin cometió aún un error más: no opuso argumentos legales a esta
treta inglesa, puesto que no columbró la capacidad futbolística de Churchill
(pesado, de movimientos lentos).
Pero Winston
Churchill, como todo miembro varón de la familia de los Duques de Marlborough,
era un diestro insider, que durante
sus años en el Royal Military College fue figura de su equipo de fútbol de
dicha institución y el encargado de patear los penales. Las precisas
estadísticas castrenses inglesas indican que nunca falló una pena máxima.
Stalin siempre
llevaba consigo un balón allí a donde fuera, así que sin más obstáculos, rápidamente
se dispuso que se erigiera una portería en los jardines del Palacio de Livadia.
Churchill y Stalin se quitaron las chaquetas, se remangaron las camisas y los
pantalones y se pusieron calzado más cómodo.
Churchill, que
se sabía fuera de forma, contaba con que su imponencia física forzara a Stalin
a ajustar mucho sus disparos a los costados o al travesaño, y que así terminara
fallando. Él estaba seguro de convertir todos sus penales.
Pateó primero
Churchill. Un tiro bajo, pegado al poste derecho de Stalin, imposible de
alcanzar. Stalin también convirtió su primer penal con un disparo fuerte que
entró rozando el travesaño. Churchill optó por patear su segundo penal al mismo
sitio y de la misma manera. Stalin erró su segundo disparo: un tiro violento
que pretendía entrar pegado al palo izquierdo, pero que se fue afuera por unos
siete centímetros.
La conjetura de Churchill parecía mostrarse acertada. El
Primer Ministro inglés pateó su siguiente penal de la misma manera, sólo que
cambiando el palo: gol. Stalin ajustó la trayectoria y la clavó, pegada al palo
izquierdo; Churchill sólo estiró un brazo moroso y negligente. Churchill pateó
su cuarto penal al ángulo superior izquierdo, una osadía que a Roosevelt le
hizo entrever un futuro rojo en una milésima de segundo, y el enviado francés
vislumbró una Plaza Roja en París; ambas visiones se esfumaron cuando el balón
cruzó sin problemas la línea de gol imaginaria.
Stalin, visiblemente nervioso,
sabía que no podía errar su siguiente penal y que, además, debía detener el de
Churchill – por dentro pensaba ya cómo transferir responsabilidades. Stalin
convirtió su último penal. El inglés, pausado – lo que Stalin tomó como
soberbia; y que en realidad era falta de resuello, los cigarros y el whisky no
ayudaban a la oxigenación de su corpachón -, se plantó frente al balón, frente
a su mejor hora, sin sangre, con mucho sudor, con alguna lágrima, quizás,
dependiendo del desenvolvimiento de los acontecimientos. Churchill no sólo
pateó un penal, sino que pateó una broma: un disparo débil, a la izquierda. El
balón fue besando el césped en una trayectoria evidente hasta que dio con una
mínima irregularidad y se levantó levemente, lo suficiente para pasar por encima
del esfuerzo estirado y despatarrado de Stalin. El líder inglés había calculado
esa trampa: al salir de la portería luego del último penal lanzado por Stalin,
con la punta de su zapato, golpeó apenas esa porción de hierba, lo justo para
levantar sutilmente un trozo de césped.
Churchill se
dirigió hacia Stalin, la mano tendida. Se saludaron, y dicen que Churchill le
dijo a Stalin: “Lamento la agonía de Rusia, pero los
rusos mismos han tejido su destino dejándolo a manos de unos penales”.
El inglés se giró hacia la posición de Roosevelt y el enviado francés y
dijo, alto y claro, para que quedara constancia de sus palabras (Winston
siempre gustó de la grandilocuencia, aseguró Roosevelt a sus allegados): “Jamás
en el ámbito de los conflictos humanos, tantos – y señaló a Roosevelt y al
enviado francés – han debido tanto a tan pocos – y se golpeó el pecho con la
palma de su mano derecha”.
Estos fueron los hechos, así se decidió el destino
de Berlín. El resto, es relleno, exaltación, ínfulas de prestigio para
reformular significados, trascendencias. No hubo ni vilezas ni vivezas
diplomáticas. Sólo dos tipos, una pelota y una portería.
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