domingo, 4 de enero de 2015

La Muda (Un cuento de Marcelo Wío)



“Portero: 1. adj. Dicho de un ladrillo: Que no se ha cocido bastante”. Diccionario de la Real Academia Española
“Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase ahora a un terrible final?”. La Metamorfosis, Franz Kafka



El tacto de la alfombra velluda en la planta de sus pies fue como una recriminación, cuando siempre había sentido la recepción acolchada, como la del césped en la homenajeada zona de la media luna del área rival – exenta de los gastados olvidos de tierra que dejan los pasos reiterados y solitarios del portero en el área chica. Fue esta frialdad, este rechazo el que sintió en la planta de sus pies cuando bajó de la cama.

Un  terror desconocido – iba a decir ajeno; mas lo sintió en lo más íntimo, en el territorio en el que lo foráneo no tiene la fuerza necesaria para subsistir – invadió a Gregor Bloch. Miró la habitación, exactamente igual que la noche anterior. Sobre la mesa de luz, la foto de sus padres abrazando a un niño que era él, con calcetines caídos sobre unos tobillos flacos y diestros, una camiseta de un verde desteñido, demasiado larga; un balón pesado, transido, de gajos descosidos bajo la planta del pie izquierdo; una mirada pícara, llena de gambetas pasadas y futuras, la sonrisa de dientes de terracota y, al fondo, una cancha de tierra irregular, difícil; el polvo aún suspendido en una admiración obstinada. Una foto que desde el presente podía interpretarse fácilmente como una premonición de una carrera de goles y ovaciones admiradas.

Su vista huyó sin saber bien por qué de esa imagen y se topó con sus manos: unos guantes de portero las cubrían. Con horror intentó quitárselos, pero la empresa resultó inviable. Apuró su mirada hacia el espejo de cuerpo entero que ocupaba una sección de la pared izquierda: llevaba una casaca anodina que conocía muy bien, pero que nunca había sido suya ni se había probado jamás. Se giró para constatar lo indudable: un número 1 desamparado, terrible, ominoso.

Gregor intentó quitarse la casaca con el mismo resultado que con los guantes. Su inspección reiterativa de su habitación se encontraba con los testimonios de un pasado de goleador – ese ser libre, libertino - que ahora le parecían inverosímiles, lejanos, ajenos – y ahora sí, esta palabra era pertinente -… Observaba las fotos como quien mira la luz de una estrella extinguida que aún sigue llegando con un retraso de distancia y nostalgia.

Como si necesitara redundar sobre lo evidente, corrió al inmenso jardín trasero – una larga y ancha prolijidad de césped bien cuidado y una portería contra la que suele… ¿solía?... pasarse horas pateando soberbias. Intentó algunas destrezas y astucias con uno de los tantos balones que tenía por allí esperando sus aptitudes, pero lo que hasta hacía tan sólo unas horas había sido una esencia, una idiosincrasia de sus piernas (especialmente de la zurda, la más hábil), ahora era una torpeza temblona, un reflejo a rechazar el balón lejos, como si temiera una cercanía que antes había deseado, en la que se había esmerado.

Cada fracción infinitamente elemental de tiempo que transcurría, la muda era más completa: las sensaciones iban modificándose taxativamente, ajustándose a la nueva realidad; una nueva psiquis se iba erigiendo, un nuevo ánimo: desamparo; una tristeza esquiva, aislamiento… soledad.
Mezclado con ese temperamento… esa personalidad reciente, se reveló una intuición que, supo, siempre había estado allí, acallada, interpretada – y ejecutada - como algo diferente, como algún trauma o impresión infantil: un destino, un sino…

Ser portero no es una vocación, es una fatalidad del destino y la obstinación, el empecinamiento de estar en el campo de juego a toda costa, de creer que se es un semejante entre los jugadores, de que se es parte del equipo aunque no se esté realmente dentro del conjunto, sino que se permanece en esa entidad unitaria y desamparada (otra vez esta palabra, definición, sensación), aislada. El propio atuendo refuta la ensoñación de pertenencia; incluso la caridad chueca de permitirle utilizar las manos es una constatación de una lástima y de un escrúpulo perverso en el que se asienta la convicción de su impericia, de su torpeza; de su… disimilitud.

El tiempo, el destino, habían decidido domesticar al goleador que había sido Gregor, reconducirlo a su suerte estipulada, prefijada: al constreñimiento existencial a una región reducida, de límites precisos e inhóspitos; a interpretar su obligado papel de culpable de las derrotas, de ignorado de las victorias.

Aislamiento… Condenado al terror particular y solitario ante el avance rival – su error es definitivo -, a esperarlo en ese patíbulo del área sin posibilidad de huida, donde también se oficia esa ceremonia macabra del penal: el portero abandonado por los suyos ante el pelotón unitario… pagando por una culpa ajena (directa o indirectamente).

Gregor vuelve a su habitación. Se recuesta. Quizás, piensa, asiéndose a una última esperanza que sabe de antemano ilusoria, el sueño reacomode las piezas y al despertar se haya restaurado la normalidad. Mas, Gregor Bloch sabe que fue este reordenamiento, esta metamorfosis la que reparó el error, la que restableció la marcha del destino.

De pronto, a la comprensión de la nueva realidad, que implicaba advertir sus consecuencias – principalmente, la soledad, esa inmensidad de silencios y de voces propias -, vino a sumarse otra derivación (al menos, tal como lo vio Gregor): la imposibilidad inherente del portero a la gloria. Esta depende del triunfo, pensó; es decir, del delantero… Y las excepciones de esporádicas tandas de penales o penales atajados a última hora, no refutan esa imposibilidad (lo puntual no trasciende, no llega a conformarse, a ser, en definitiva).

 Inquieto, Gregor volvió a levantarse y se dirigió otra vez hacia el jardín trasero. Atravesó la meseta de césped, caminando cabizbajo, hacia la portería. Se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra uno de los postes.

Levantó la vista e imaginó el campo de juego, las tribunas, desde su nueva posición, y sintió que se había convertido en un detalle que afea la coreografía, una presencia que, a pesar de ser inevitable, tiene mucho de… incómodo a la vista y al devenir fluido del juego: el portero detiene el rodar de la pelota… interrumpe…


Gregor Bloch murió apoyado a ese poste, olvidado de sí, en esa soberanía escueta del área que había trazado con talco. El cuerpo reseco, los restos de las prendas mudadas a su alrededor; la mirada vacía, como si su último objetivo hubiese sido descubrir un delantero contrario, esa amenaza latente que ocupó sus últimos momentos, y que susurraba en su desierto sin tártaros que se extiende hasta la portería rival.


Al destino nadie lo engaña, ni siquiera vistiendo la casaca número 7, o la 9, la 11, la 11… Al final, se impone la inevitabilidad del hado sobre las falsificaciones vocacionales, sobre los remedos de habilidad – mera técnica ensayada.

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