Cuando los primeros humores sobrevenían
a las muchachas de la isla de Tioman, comenzaban un aplicado período de
adiestramiento en las artes de la concupiscencia carnal para satisfacer los
apuros masculinos. Las habilidades eran tan exquisitas e hipnóticas, que pronto
una mujer advirtió el poder de tales artes: el control absoluto de los hombres
y del devenir de la isla.
El concilio de mujeres condensó algunos
de los saberes – estimaron prudente omitir los secretos trascendentales, que se
transmitían oralmente - en un libro. Se dice que el comerciante hindú Sutra,
que fue empujado a las costas de Tioman (alrededor del 235 d.C.) por una
conspiración de vientos e impericia, robó un ejemplar y lo llevó devuelta
consigo a la India, donde se convirtió en un éxito editorial.
A instancias de Soo, las mujeres fueron
susurrando, en los momentos oportunos,
la imposición de su voluntad. Gradualmente, los hombres fueron relevados de sus
cargos y relegados a posiciones de decorativas e intrascendentes, obnubilados
por el poder retórico y persuasivo del erotismo experto femenino.
La sucesora de Soo, Gavintra, se percató
que ese estado de cosas no podía durar mucho tiempo: cada
vez era más el tiempo que las féminas debían dedicar (malgastar) a mantener a
los varones en ese estado de resignada docilidad. Gavintra pertenecía a una
generación de funcionarias que no habían pasado por los trances del
adiestramiento sexual; en su lugar, había sido educada en las artes de la política,
la conspiración y la manipulación.
No resulta extraño, pues, que fuera ella
quien inventara el sistema para mantener a los hombres absortos en lo
irrelevante – de una forma más general, masiva y simultánea. El erotismo
quedaría reservado, en lo sucesivo, a situaciones primordiales puntuales.
Gavintra denominó a dicho sistema, Obat bius. La mujer lo había diseñado de
manera minuciosa: un juego en el que un equipo enfrentaba a otro durante
noventa minutos (sin descanso). Cada equipo formado por once hombres, uno de
ellos (por equipo, se entiende), encargado de impedir que se anotaran puntos
rivales en su meta (un semicírculo con una red).
Los otros diez, defendían y
atacaban, según el momento del juego, utilizando sólo sus pies. Gavintra,
conocedora de la psicología de los machos, sabía que el sistema terminaría
atrayendo más a los espectadores que a los propios jugadores. Para ello,
dispuso un torneo en el que participaban siete equipos. Durante el primer año,
la demanda sexual masculina disminuyó en un veinte por ciento. Al quinto año
(con un torneo, o liga, como comenzaron a llamarla, de 12 equipos), los
requerimientos sexuales habían disminuido en un setenta y tres por ciento.
Un aventurero pagado por la dinastía
china Qin para buscar novedades allende el territorio imperial, llevó noticias
al continente de este método de control de masas. Los funcionarios, siguiendo
las descripciones del enviado, e introduciendo algunos cambios que, dijeron, se
adaptarían mejor a las idiosincrasias locales, crearon el Cuju.
Mucho tiempo después, durante las
llamadas guerras del opio (vaya ironía), un soldado inglés se familiarizó con
el Cuju. En una misiva a un amigo –
fechada en 1839 -, el cabo le explicaba detalladamente el juego. A partir de
ahí, esa confabulación femenina nacida en una pequeña isla asiática se extendió
favorecida por la ignorancia y el descuido de los hombres.
No se confunda quien
crea que el juego está dirigido, controlado, por hombres. Aquellas mujeres
siguieron cultivando – y acrecentando - las artes amatorias. Son ellas las que,
entre espasmos, convulsiones y clímax, instalan una orden musitada, que no
requiere de largos enunciados – la maestría del decreto sucinto es uno de los
secretos no incorporados al compendio de técnicas por parte del concilio de
mujeres.