Pocas veces quedó tan claro. Desde la muerte de
Julio Grondona, hace poco más de medio año, la AFA pasó a ser botín del Estado
y tuvo que agachar la cabeza, en un año electoral, para aceptar las condiciones
impuestas desde arriba, algo impensado hace menos de un año: treinta equipos,
anual a la vieja usanza (cosa de llegar así a las elecciones de octubre), y
“federal” (aunque 26 de los 30 equipos sean de Buenos Aires o Santa Fe).
Todo se resolvió en medio del caos que es la AFA
desde la muerte de Grondona (sin que esto signifique que el orden anterior haya
sido demasiado beneficioso), con cambios permanentes de formato y hasta de
tiempos de disputa, hasta llegar a una consecuencia que no era la deseada por
nadie, pero que tampoco ningún dirigente estaba con posibilidades de discutir,
al repartirse un presupuesto tan alto.
Es tan disparatada la idea (de la que el mundo del
fútbol ironiza), que los mismos dirigentes que aceptaron diez ascensos, para
pasar a treinta equipos, decidieron ya ir descendiendo hasta llegar
paulatinamente a 22 en el futuro, con lo cual se acepta, de forma clara, que
esto es absolutamente inviable pero que había que acatarlo.
El presidente de Boca, Daniel Angelici, fue más
brutal en su honestidad declarativa: directamente sostuvo que a mitad de año,
en el receso, los clubes se encontrarían con la situación de tener que vender
jugadores al exterior en pleno torneo, algo que le suele ocurrir al fútbol
brasileño durante el Brasileirao, lo cual hará que además de la devaluación de
calidad que implica la suba a 30 equipos, habrá una segunda por la emigración
de los mejores jugadores, y a su vez, esto puede generar un cambio en el
desarrollo de la segunda parte.
Angelici fue más allá en su aparición mediática, al
comentar que habría que propender a regresar a los torneos anuales de agosto a
mayo “para poder venderles a los europeos durante el mercado de pases”, con lo
cual, puso blanco sobre negro la realidad del fútbol argentino, ya no sólo exportador,
sino que vive en buena parte para eso, y ya lo dice sin miramientos, sin
guardar el menor recato.
Si en lo organizativo nos referimos a un torneo
disparatado, con cambios de principio a fin, nada federal (lo contrario a lo
que se dice) y sin partidos de vuelta, para alternar la condición de local, lo
que le quita más seriedad, si cabe, aún queda un largo trecho para hablar sobre
la diferencia de calidad de los equipos.
Este torneo, que como no podía ser de otra manera se
llama “Julio H. Grondona” (como si los clubes se hubiesen beneficiado mucho
bajo su interminable presidencia entre 1979 y 2014), marca una gran diferencia
de grupos, desde los equipos grandes, que han gastado mucho dinero (en más de
un caso, como River Plate e Independiente, con sumas que no cuentan y que luego
sus socios deberían exigir claridad a la hora de devolver esos “préstamos”) ,
los intermedios, que se han reforzado como han podido, los de abajo, con cierta
tradición y acomodamiento en la principal categoría, y un cuarto conjunto,
entre los nuevos que son los que tendrán mayores problemas por permanecer, ya
demasiado lejos de los de arriba.
Se trata, a años luz de la Bundesliga, en la que
todos los clubes participantes son superavitarios, de jugadores en muchos casos
llegados a préstamo y ni siquiera por un año sino en ciertos casos, por meses,
con dineros provenientes de fondos nada claros, de “grupos empresarios” que no
son, muchas veces, más que eufemismos para referirse a dinero negro de dudosa
proveniencia y relacionados con paraísos fiscales, y en muchos casos,
perseguidos por la AFIP, es decir, por una entidad estatal mientras otra
suministra el dinero como derecho de TV, una flagrante contradicción con dinero
público.
Así, se dan los casos de equipos que cada semestre
que termina renuevan más de medio plantel con jugadores que, se sabe, emigrarán
para ser reemplazados por otros cuando acabe la temporada, y muchos de ellos
representados por el mismo agente que el de sus directores técnicos, otra
situación escandalosa que pasa de largo como si fuera normal.
También, claro, hay lugar para los neo-amateurs,
aquellos que ya tienen su vida resuelta y tras largas temporadas en el
exterior, retornan al club de sus amores para terminar su carrera, los que
vienen por unos meses hasta acomodarse y poder partir lo antes posible hacia
mejores destinos económicos y futbolísticos y por qué no, jóvenes promesas como
Franco Cervi (Rosario central), Sebastián Palacios (Boca Juniors), o Gonzalo
“Pity” Martínez (River Plate).
A todo esto, los partidos se juegan en un marco de
tribunas sin hinchas visitantes, con la creencia de que esto ayuda a mitigar la
violencia cuando en 2014 se batieron todos los récords de fallecidos por esta
cauda, debido a la obsoleta y errónea idea de que evitando el choque de barras
bravas que dicen representar diferentes banderas, las cosas cambiarán.
Desde hace años, el problema no pasa por el
enfrentamiento entre violentos de distintos colores, sino entre los que forman
parte del mismo entorno, en busca del botín proveniente de los derechos de TV,
pases de jugadores y todo negocio que rodea al espectáculo (estacionamiento,
drogas, desplazamientos, trabajos para distintos punteros políticos, etc).
El fútbol argentino, entonces, tiene el torneo que
se merece.
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