Sus padres supieron, desde la primera
vez en que los vieron mirarse, con un deseo que aún a esa edad dejó mostrar sus
filamentos entre los párpados. Supieron que nada, que absolutamente nada
torcería ese entramado de afinidades, complicidades, pulsiones, voliciones que
entre ella y él se tendía como una red de seguridad o una trampa de
obligaciones y compromisos – entones, nadie se animaba a colegir destinos. La
única certeza unánime es que aquellos dos, más temprano que tarde, terminarían
por arrimar sus ansias por el otro.
La idea fue del padre de ella, y más
fruto de la resignación – al parecer, ésta es un dudoso privilegio para el
padre de la novia, la chica, la mujer en cuestión – que de cómputos y ambiciones
futuras.
El padre de él sólo asintió. Marcial Santorini, el verdulero del
pueblo, dijo que el padre de ella intentaba envolver lo telúrico – lo carnal,
qué tanto -, con un aura de ceremonia, es decir, de sacralidad. Pero –
sentenció -, eso no quita que a la nena se la van a hacer mujer… Por su parte,
Abelardo Troncoso, el almacenero, opinó que todo seguía una lógica inapelable:
con la pasión que esos dos vienen acumulando desde que se vieron, se midieron,
y se infestaron de ganas, y las coordenadas atinadas en las que se pretende
llevar a cabo la cuestión… qué quieren que les diga – les dijo a los
parroquianos del bar Los Coliflores -, el éxito de la operación está asegurado.
El asunto estaba en boca de todo el
pueblo porque ello fue imprescindible: la cuestión… el acto amatorio, debía
llevarse en la vía pública; más precisamente, en la intersección de dos calles.
Para ello, era preciso cerrar las calles en las cuatro esquinas anteriores a
esa intersección, y asegurar un perímetro razonable de intimidad. Perinelli, el
alcalde sugirió rodear la intersección de las calles, ese cuadrado de asfalto y
alquitrán, con sábanas. La idea fue votada por mayoría absoluta en el consejo
deliberante.
Así pues, ella y él, habitados de
nervios e impaciencia, se encaminan al territorio delimitado por ese círculo
imperfecto de sábanas de diversos tonos de blanco, donde algún considerado
ubicó un colchón. Ella y él, temblando de emoción y juventud hacia la
intersección de Messi y Mascherano.
Él viene caminando por Mascherano, ella por
Messi. En las esquinas equidistantes, no sólo sus padres, sino el pueblo,
mascullan la esperanza de que de ese encuentro largamente anunciado, en esa
encrucijada que se estima favorable, surja el nombre que ubique a al pueblo en
el mapa – en el que sea -, piensan unos; que nos saque de la miseria y de este
pueblo, anhelan los padres de los jóvenes.
Mucho peso para dos espaldas tan nuevas
en eso de cargar expectativas.
Ella y él hacen los que anduvieron
imaginando, anhelando, codiciando… Torpes y obsequiosos, temblando de nervios y
de fogosidad. Olvidados de las sábanas, de las esperanzas de los padres, de las
jaculatorias del pueblo, ella y él hacen sin pensar en los nombres quietos en
los carteles que indican las calles. Hacen lo que tantos han hecho antes, lo que tantos harán después:
sin misterios ni magias, puras ganas de darse.
Y quizás, con un poco de suerte, las
células de uno y una anden entreverándose en una dialéctica de acuerdos que
confluyan en la creación de la próxima estrella de la selección nacional de
fútbol. Pero así como están ellos, a saber la cantidad de esfuerzos
horizontales que están ocurriendo en toda la geografía de camas, automóviles,
ascensores, baños, oficinas, descampados y demás escenarios; lo que disminuye
las posibilidades para ella y él de que el hijo etcétera, a la vez que aumenta
las probabilidades de la selección de tener un nuevo crack en unos dieciocho y
veinte años.
Como sea, ella y él, tienen mucho que
agradecerles a Messi y a Mascherano. O al concejal al que se le ocurrió nombrar
las calles con esos nombres. Lo que
hubiera sido un drama familiar en casa de ella, se ha convertido en un rito
propiciado y aplaudido…
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