Es bastante usual, en el ambiente del fútbol
europeo, leer o escuchar que la prensa sostiene que en la actualidad, habría
que instrumentar un premio individual aparte para la competencia entre Lionel
Messi y Cristiano Ronaldo, y otra para el resto de los jugadores, simples
mortales que asisten a una distancia notable entre aquellos y ellos mismos.
Lo mismo ocurría en la Liga Española entre el Real
Madrid y el Barcelona, que comenzaban a aburrir al repartirse los títulos sin
dejar chances para nadie más, condenados todos a pelear por el tercer puesto
que acababa siendo casi, lo mismo que ser “campeón entre los normales”
dieciocho restantes equipos de la Liga.
Tanta era la diferencia que hasta para pocos
europeos era posible vencer a los dos grandes españoles y la mayoría de los
jugadores de los torneos de máximo nivel protagonizaban los culebrones de cada
verano para acabar fichados por los dos clubes de élite y los Real
Madrid-Barcelona terminaron siendo el clásico mundial por excelencia, sin
parangón con cualquier otro desde la importancia global.
En un contexto así, que el Atlético Madrid, con un
presupuesto muchísimo menor, con jugadores aplicados y con inteligencia y algún
talento (en algunos casos, bastante y en otros, poco), se haya logrado
interponer entre el Real Madrid y el Barcelona, tiene muchísimo mérito.
Diego Simeone lo fue moldeando desde que tomó el
equipo hace tres temporadas cuando atravesaba un momento de inercia, abulia, y
había cierto aire de que el técnico argentino, ídolo del club en sus dos etapas
de jugador, era el único capaz de
transformar todo aquello en algo diferente, acaso proyectando al club hacia
algo desconocido, impensado. Y así fue.
En pocos meses, el Atlético Madrid ganaba la Europa
League y comenzaba a ser un equipo complicadísimo en lo táctico, aprovechando
mejor que nadie las jugadas ensayadas, sacando el mejor fruto de cada jugador,
convirtiéndose en temible en el juego aéreo y por qué no, dando una imagen de
equipo copero, recio, disciplinado.
No fue casual que llegara a la final de la Champions
League pasada ante Real Madrid y la perdiera recién en el descuento, cuando
Sergio Ramos, con un soberbio cabezazo, generara un alargue en el que todo
cambió.
Pero ni siquiera eso generó una fractura y el
Atlético volvió a arremangarse, acabó ganando la Liga, en el Camp Nou, y
empatándole al Barcelona cuando la desventaja le daba el título a su rival, y
le ganó también la Supercopa de España al Real Madrid, lo eliminó de la
reciente Copa del Rey hasta que en cuartos de final, en dos partidos durísimos,
acabó cayendo ante el Barça y llegamos a lo ocurrido el pasado fin de semana en
el Vicente Calderón.
Pocas veces, con un equipo compuesto de súper
estrellas de decenas de millones de euros cada una, que se coronó campeón
mundial en Marruecos en diciembre pasado y lidera la Liga actual y es otra vez
candidato a ganar la Champions, como el Real Madrid, se ha visto tan superado
como en el 4-0 del Atlético por la Liga.
No sólo los “colchoneros” se impusieron claramente
en el marcador, sino que lo hicieron en cada sector de la cancha, en cada
pelota trabada, en cada centro, en actitud, en entrega, en juego y en llegadas
al arco adversario.
Esto no se consigue teniendo sólo una buena tarde,
sino con mucho trabajo, aplicación y un sistema táctico claro. Todo eso, más el
plus anímico que entrega siempre Simeone, que es casi un jugador más desde la
línea de cal (a veces llegando a extremos poco saludables) y con una
comunicación total con la tribuna, genera la construcción de un equipo
dispuesto a seguir arriba, luchando por todos los objetivos, y termina con la
polarización del fútbol español.
Acaso el estilo de Simeone no sea muy bonito de ver.
Pero hay que atender que su equipo cuenta con menos posibilidades que sus
rivales de la alta competencia y que gana con armas nobles. No es ni aquel
estilo preciosista del Barcelona de Pep Guardiola, ni tampoco el cerrojo de
José Mourinho.
Lo de Simeone es una Tercera Vía, que puede gustar
más o menos, pero que ha logrado colocar
al Atlético en una cima que ni soñaba hace tres años. Y tiene gran mérito.
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