jueves, 3 de marzo de 2016

Ídolo habitando en el olvido (Un cuento de Marcelo Wio)



Pidió un vaso de ginebra más. El dueño del bar – que no tenía más decoración que un descuido sucio y añejo - le sirvió. Aquello no era un parvulario ni uno de esos balnearios de los que hablaban algunas novelas; allí todos estaban creciditos, y eso era un negocio, mientras pagaran, todos los que quisieran. De sus hígados ya se encargaban otros.

El hombre lo bebió de un trago e hizo un gesto vago que el dueño interpretó, convenientemente, como “otro”. Esta vez, el hombre miró el vaso desde detrás de la atmósfera etílica de recuerdos. Algunos ecos de halagos aún vivos.

 Procedia de una degradada idolatria - olvidadas las liturgias de domingo y entre semana que lo habían nombrado como a uno de los apóstoles de la ceremonia. Había jugado en el Villavicencio FC durante nueve temporadas. Había gozado de una fama razonable. Había juntado una pequeña fortuna.

Pero había cometido el error de creer que esa idolatría tenía que ver con el afecto personal, que él era la causa de esa devoción. No se percató sino hasta unas cuantas botellas de ginebra y deudas después, que es el adorador la causa de la idolatría. Y así como los erige, los olvida: en el fútbol, es preciso crear nuevos ídolos constantemente, a ritmo de mercado, para mantener la devoción.

Es lo que tiene entregarse sin red a los prejuicios (favorables) humanos: cuando cambian de signo, no hay tu tía. Uno cae y el fondo queda demasiado lejos. Aún más lejos que ese bar sin dignidad, sin nombre, con manchones de lo que a uno se le pueda ocurrir.

La mujer lo miraba desde la mesa de la esquina, fingiéndole una dignidad de entrepierna, tan triste como inútil y falsa. Vio que el hombre no se iba a girar, y que cuando lo hiciera sería para salir de allí golpeado de alcohol. Así pues, se puso de pie, su equilibrio no del todo exacto, confiable.

Se trepó al taburete intentando fabricar una seducción. El dueño del bar sintió una lástima sin piedad; de esas que están hechas a base de repetición fatigada. Ella pìdió lo mismo que el hombre. El hombre dijo, dos. A mi cuenta, añadió. Ella, un gracias cascado, de una voz que había dicho mucho. Sobre todo, había dicho demasiados asentimientos.

Los vio conferenciando – ahí, codo con codo, sin mirarse, los ojos flotando en el licor - como eligiendo víctima. Pero en aquella tristeza que era el bar y sus circunstancias, las víctimas sólo podían ser los propios confabuladores.

Él escuchaba el murmullo de ella y prefería confundirlo con una grada y no con ese agasajo tan sin sentido y tan conchambroso. Su nombre en andas, flotando sobre las voces y las fascinaciones. Él, joven, sin el oprobio del olvido intoxicado.

Ni viento afuera. Sólo una noche quieta. Con los sonidos de las regiones devaluadas de la vida. Unas pocas luces que funcionaban daban a la calle una apariencia inofensiva – siempre y cuando uno no tuviera la menor idea del barrio al que pertenecía-. Dentro del bar, la iluminación parecía ofrecer la benevolencia de confundir los contornos, los contenidos, a las figuras con las cosas. 

Ella se aburrió, finalmente de hablar propuestas y docilidades y elogios. Se puso de pie y volvió a su puesto en la mesa de la esquina. Él ni se dio cuenta. Estaba colgado de un alambrado, de cara a la grada a la que no le alcanzaban los ojos para asirlo, para abarcarlo.

Otra, dijo.


El dueño sirvió otra, y apuntó un palito en el cuaderno bajo el nombre de aquel ángel que ya había empeñado hasta las alas.


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